Cuentos Chilenos
Cuentos Chilenos
Palitroche, el muñeco de trapo

Palitroche es un muñeco de trapo, tiene dos piernas largas y delgadas como caña. Es tan alegre y divertido que se pasa la vida jugando con su amigo Juan. Por eso tiene rotos el pantalón, la camisa y su blusa. Hasta su gorrita de cuadros marrones y blancos tiene un agujero grandote como el ojo de un oso. Pero a veces Juan se ríe de él y entonces Palitroche se enoja. Otras veces Juan lo deja olvidado en un rincón y entonces Palitroche se pone triste.

Así es Palitroche, el muñeco ilusionado con alma de risa. Tierno y triste, anhela el reencuentro, esperando ser abrazado nuevamente por su amigo. A veces se alejan, pero siempre vuelven. Juegan mucho: corren por el pasto, saltan por los charcos, exploran el jardín y descubren juntos sus secretos. Pero de un momento a otro Juan se ausenta y los días pasan. El tiempo transcurre, y como un río veloz que cruza por el campo, lleva a Juan a crecer; a vivir nuevas travesías lejos de Palitroche. El muñequito, ahora abandonado en un baúl, aguarda paciente. Juan no llega. Ya no lo frecuenta y Palitroche decide dormir por un largo, largo tiempo.

Y así pasan los años...

Hasta que, un día, Juan, ahora un adulto hecho y derecho, encuentra a su viejo amigo escondido entre recuerdos. Los ojos de Juan se abren de asombro y un par de lágrimas recorren sus mejillas. Entonces, su corazón salta como una cometa de alegría mientras acaricia al muñeco entre sus manos. Palitroche despierta de su largo sueño, y el reencuentro lo sorprende. El muñeco de trapo estira sus largos brazos y sus manos de mitones. Llora conmovido. Ha sido mucho tiempo, pero de pronto, los ecos de sus risas pasadas llenan la habitación, como esa melodía familiar de los tiempos del colegio.

Con amor y cuidado, Juan remenda a su querido amigo. Zurce el pantalón, la camisa y su blusa, pero deja intacta su gorrita de cuadros marrones y blancos. Sin perder su estilo, el muñequito recobra su brillo. Ahora se ve tal como el día en que la mamá de Juan confeccionó a Palitroche. Y Juan, con nostalgia en su mirada, comparte a Palitroche con su propio hijo. Porque sí: Juan ya es padre, y Juanito es su hijo.

Padre e hijo, junto a Palitroche, viven nuevas aventuras: exploran mundos imaginarios, descubren tesoros escondidos y desafían a dragones invisibles. La risa de Juan, ahora mezclada con la de Juanito, se convierten en un eco que viaja por el tiempo. Un nuevo capítulo de la historia se escribe. Pero entonces, aparece Patricia... sí: la mamá de Juanito. O sea, la pareja de Juan. Palitroche se sorprende, la familia ha crecido. Aquel día, lleno de sorpresas, todos juegan hasta tarde.

Y así pasa una semana...

Juanito despierta un día y junto a su cama descubre una sorpresa. Por supuesto, se trata de Palitroche. Pero junto al muñeco hay ahora una muñeca pecosa que le toma de la mano. Tiene una falda escocesa plisada, además de dos piernas tan largas y delgadas como las de Palitroche. Un cintillo rosa y una flor violeta, adornan su cabello de lana roja. Palitroche está feliz, tiene ahora una compañera. Juanito le pone nombre: se llama Travesura y gusta de las bromas. Travesura mira con cariño a Palitroche y este la toma de sus manos.

Ahí están hoy, Palitroche y Travesura... con sus espíritus de trapo y corazones risueños. Durante el día juegan con Juanito, Patricia y Juan. También, cuando la familia está durmiendo, cantan y bailan juntos cada noche. Son muy amigos. Quizá más que amigos. También son seres mágicos. Así, con el tiempo, la familia va tejiendo lazos de amor y de recuerdos. Instantes que permanecen. Que nunca desvanecen.

Palitroche y Travesura, los muñecos de trapo, viven para siempre en el mundo de los cuentos, así como en los corazones de quienes conocen y conservan la magia de la amistad verdadera y los bellos recuerdos de la infancia.

Fin
Hilsa y Harek
X. Castellón · 1894

Ilustraciones recopiladas por Jo Justino (Pixabay)


¡Duerme!
¡Duerme, si deseas que te cuente la historia de la princesa Hilsa!

Parte 1
Érase que se era un rey muy poderoso y cuyos dominios —si no mienten las crónicas de aquella época— eran tan extensos que, para recorrerlos, habría sido necesario andar, sin detenerse, cuatro largos años.

Tenía este monarca una hija tan hermosa que aun cuando llegó a contar quince primaveras, muchos príncipes y señores, desde los más remotos países, habían enviado embajadores cargados de magníficos presentes a solicitar su mano.

El día del nacimiento de Hilsa vinieron en sus carros de esmeraldas arrastrados por mariposas de alas de zafiro, las tres más famosas hadas del reino. Cada cual le daría su presente a la recién nacida. Una le dio la hermosura; otra, el don de transformarse en pájaro a voluntad. Por fin, la tercera (disgustada sin duda de que se la hubiera dejado para el último) aproximándose a la cuna y batiendo sus alas de murciélago sobre la niña dormida, le dijo:
— Sí, serás hermosa; tendrás el don de transformarte en pájaro a voluntad, pero... ¡no podrás llorar!

Parte 2
El Otoño con su pálido sol y sus hojas secas había rodado al abismo. La nieve, como inmenso sudario, cubría toda la tierra. Y, allá en el fondo del parque, reía Hilsa mirando arder, presa de las llamas, el castillo de sus mayores... Sí, la hermosa Hilsa reía, con esa risa histérica de los locos. ¡La predicción del hada se estaba cumpliendo!

De pie junto a Hilsa, batía sus alas de murciélago el hada —más bien bruja— que en el día de su nacimiento le dijera: “Si, serás hermosa; tendrás el don de transformarte en pájaro a voluntad pero... ¡no podrás llorar!"


Parte 3
Ethan J. Connery · 2021

Sucedió entonces que, con el andar del invierno, un apuesto príncipe llamado Harek recorría en su corcel los bosques del monarca.

La princesa había huido de palacio, presa en su desdicha y su locura involuntaria, y el propio rey de Underverk —que así se llamaba su reino y que por los pelos se salvó de las llamas— había implorado a los príncipes de reinos vecinos acudir a la búsqueda de su querida hija, de modo que quien la encontrase se casaría con ella y heredaría su reino y su fortuna. Todo eso —claro está— después de encontrar alguna forma de deshacer el maleficio.

De entre los siete príncipes de los reinos colindantes que se presentaron al desafío, fue Harek “el valeroso" quien una tarde se encontró con ella... casi por casualidad o por cosa del destino. La halló sentada en una roca y abstraída en sus pensamientos. Hilsa contemplaba con tristeza una laguna helada, al tiempo que una oscura idea nublaba su mente. La joven había perdido la voluntad de vivir. Se levantó de la roca y caminó hacia el delgado hielo que cubría la superficie de las aguas... tan heladas como el corazón de piedra de la malvada bruja que había condenado su felicidad por un capricho.

Hilsa aun no había visto al príncipe cuando éste se acercó a la laguna. Cabalgaba a paso lento entre los árboles, pues al principio no estaba seguro de que la bella joven fuera la princesa que él buscaba. Por otro lado, la nieve camuflaba en buena parte el pelaje blanco de su fiel corcel, por lo que su figura pasó desapercibida a los ojos de Hilsa, quien seguía avanzando sobre el hielo... cada vez más delgado y quebradizo.

En un momento, Harek la vio con toda claridad, y no pudo evitar enamorarse perdidamente de la noble muchacha. Fue un amor a primera vista; o algo más que sólo el reino de la pasión y la ternura combinados conciben por completo.

Hilsa giró en tus talones al oír las pisadas en la nieve. Miró al príncipe, desconcertada. Harek ya estaba en la orilla. Un sentimiento tibio y anhelante nació en los corazones de esas dos almas solitarias, pero el de la princesa era más triste y desdichado. Sus oscuros pensamientos se esfumaron al contemplar, en la distancia, la expresión enamorada del príncipe al que había esperado toda su vida. De algún modo sabía que él venía a liberarla de su yugo, y quiso responderle.

Quería llorar... ella quería hacerlo con toda su alma, pero la magia oscura se lo impedía. Su corazón latió con prisa. Por primera vez en muchos años sintió verdadera alegría, pero... al mismo tiempo, la sombra de una triste amargura se apoderaba de ella al comprender que jamás lloraría de amor. No si el maleficio la controlaba: su existencia era un dilema.

Entonces... sólo entonces... un granito de esperanza humana superó el poder del hechizo; dejando caer una humilde lagrima que recorrió su mejilla. Pero ya era tarde.

Aquella gota salada había atesorado calidez por mucho... mucho tiempo. Nada más alcanzar un copo de nieve a sus píes, la gota derritió el hielo que sostenía el peso de la princesa. Hilsa se encontraba en medio del lago cuando el suelo se trizó a su alrededor: no había escapatoria a su destino.

Al crujir el hielo y casi sin pensar en su propia seguridad, el príncipe saltó de su cabalgadura y corrió con todas sus energías. Debía socorrer a la muchacha porque —además de que una vida peligraba— de alguna forma su corazón le avisó que aquella desafortunada era el amor de su vida. Alcanzó a aferrar su mano con firmeza antes de que Hilsa se hundiera por completo, pero las gélidas aguas la tragaron, llevándose con ella a su amor recién descubierto. La sensible pareja rápidamente se congeló al paso de las corrientes heladas.
Cuentan los trovadores que, desde entonces, el mismo invierno lloró la tragedia, pues las primaveras se hicieron más largas y los fríos menos intensos. Algunos mercaderes de especias que han frecuentado esas orillas, dicen que, al paso en las noches de luna, se puede oír al príncipe llorando de pena, junto a la princesa que ríe y ríe a carcajadas; aun en su profundo dolor y sufrimiento.

Los pescadores, por su parte, cuentan que al cruzar en sus botes por el centro del lago en las noches tranquilas —y a la luz de sus faroles— han visto la figura de los amantes bailando su infortunio bajo las transparentes aguas. Como remolinos danzantes —afirman— los enamorados comparten en el profundo azul su abismal destino...

Aunque también se dice que todo eso no son más que cuentos. °-°

Pero yo... yo que fui un viajero en la tierra de los gigantes de hielo y prisionero en las montañas de los reinos errantes, puedo contarles de verdad cómo culmina esta leyenda. Esto no me lo contaron ni lo leí, sino que lo viví en su momento.

Es verdad que la princesa Hilsa y el príncipe Harek fueron engullidos por las frías aguas de un condenado lago en el legendario reino de Underverk. Y es cierto, también, que fueron congelados en un abrazo eterno en el tiempo. Pero lo que no revelan las antiguas narraciones es que, 127 años más tarde, un misterioso extranjero que no pertenecía a ese reino —ni a ese mundo mágico— lloró amargamente al  conocer la historia de los desventurados amantes.

Aquel extraño comprendió que debía viajar a esa tierra para rescatar este relato olvidado, y de paso, salvar a la princesa y a su amor inconcluso, siguiendo la voluntad de la magia de los cuentos. El bárbaro de quién os hablo era un aventurero solitario: tomó su morral y su abrigo, su escudo circular y su espada sagrada de dos filos. Recordando unas palabras mágicas, abrió un portal hacia la tierra de los encantos y misterios profundos... la Tierra de Fantástica o el Reino de los Cuentos Perdidos: un mundo indescriptible donde moran los ángeles y dragones, los héroes y hechiceros, y hasta los mismos demonios que pueblan los sueños y los corazones humanos.

🌞
— “Hér ferr Herlicii" —cantó el guerrero, trazando con su espada un círculo en el aire— “Fórum drengja Frábærheimur; ég skipa þér með töfrum Óðins: opnaðu mér leið Bifröst!" ♪ ♫

🌝

Aquel héroe luchó con bravura y ligereza ante los infortunios del tiempo y el espacio, sabiendo que ambas son dimensiones variables que se pueden controlar cuando la melancolía se apodera de los corazones valientes y temerarios. Con arrojo y determinación no sucumbió ante el fuego de los dragones, ni ante la magia de los gigantes helados. Venció a la bruja despiadada y, tras eso, viajó hacia el reino de las eras, retrocediendo el reloj de la vida y de la muerte hasta donde sus fuerzas alcanzaron, llegando así hasta el preciso instante en que los enamorados se hundían en el lago...

Con temple y osadía se arrojó por el hueco en el hielo, alcanzando un brazo del príncipe Harek, quién aun afirmaba tenazmente, con su otra mano, a la princesa Hilsa.

Cual sería la sorpresa de los enamorados cuando los tres volaron despedidos fuera del lago helado, aterrizando sus narices en un gran montículo de nieve. Y es que —con astucia y antes de hundirse en el hueco— el misterioso héroe había amarrado sus píes a una larga cuerda atada a la cima de un árbol muy flexible... un abeto que se elevaba inclinado sobre el lago. Desde ahí había saltado, y fue la misma fuerza del salto, sumada a la torsión del árbol, lo que los empujó de regreso hacia afuera. ¡Estaban salvados!

Pasado el susto, que sin duda desconcertó a los nobles, lo primero que hizo el héroe fue encender una fogata, pues como hemos dicho: era invierno y el frío arreciaba. El corcel de Harek se apresuró a ofrecer los abrigos que traía en su montura, pero los amantes estaban empapados y necesitaban secarse rápido para no caer ante la hipotermia. Velozmente y sin pensarlo mucho se cambiaron de prendas.

De algún modo el héroe encendió un fuego mágico que trajo pronto calor a los entumecidos amantes. Cuando ya calmaron un poco el asombro y el frío —gracias a la leche con chocolate caliente que el desconocido extranjero llevaba consigo en su morral— los jóvenes herederos del reino de los dominios extensos articularon sus primeras palabras en este cuento:
— Gracias... ¡brrr!... ¡quien quiera que seas! —dijo Harek— Si no hubieras estado ahí ninguno lo estaría... ¡brrr!... contando... ¡brrr!
— ¡Taka-taka-taka! —sonaron los dientes de la princesa Hilsa, que aun tiritaba un poco del frío— ¿Que no venía contigo?
— No Mileidy —respondió Harek— ¡Nuestro salvador salió de la nada!
— ¿Quién eres, joven valiente? —Pregunto Hilsa.
— Me llamo Connery... Ethan J. Connery, para servirles, su alteza.
Y Connery besó la mano de la princesa.
— Para otra oportunidad, quizá sería buena idea convertirse en pájaro antes de arriesgarse a caminar por un lago helado, princesa —sugirió Ethan.
— Por todas las hadas del reino... ¡olvidé por completo que podía hacerlo! —Respondió Hilsa, quien por primera vez en su vida comenzó a llorar de sorpresa y felicidad.
Ya no había maldición. Harek abrazó a Hilsa, y el héroe se levantó.
— ¿Nos acompañarás al castillo? —preguntó Harek— Debemos contar al rey de tu hazaña y celebrar este encuentro del destino... ¡Sin duda ha sido voluntad de los dioses!
— En otra ocasión, será, príncipe Harek: hay otras doncellas que debo salvar —repuso el héroe, y le cerró un ojo a la princesa.
— ¡Guau, veo que me conoces! —respondió sorprendido Harek— Debes venir de muy lejos, puesto que el reino de mis padres se encuentra a cuatro años de camino de aquí... ¡y es la primera vez que visito el reino de Underverk!
— Jeje —río Ethan, esbozando una sonrisa.
— ¿Te volveremos a ver, eh... Connery? —preguntó, intrigada, la princesa.
— ¡Denlo por hecho! —exclamó Ethan, levantando su dedo pulgar; una expresión que la pareja imitó al tiempo que enarcaban una ceja y sin llegar a descubrir del todo su significado.
Una semana más tarde se estaba celebrando la boda real. El príncipe fue aclamado por encontrar y salvar a la princesa, y el salvador desconocido —aunque no estuvo presente en las nupcias— fue ovacionado igualmente por salvar a los recién casados. La fama de un héroe legendario “aparecido en el aire" se extendió por las comarcas, y aunque la hada malvada y su maleficio habían desaparecido para siempre, la princesa no pudo parar de reír cuando las otras dos hadas buenas le preguntaron al mismo tiempo:
— ¿Es verdad, Hilsa? ¿Es cierto que aterrizaron sus narices en la nieve? 😃
Fin

Nota
Originalmente este cuento terminaba en la
Parte 2. La 3ra. parte se escribió 127 años
más tarde para darle un final feliz °-°
Pepito y la Fiesta de Don León
Rita María Albrecht

Ilustración sin firma de autor desconocido


Don León se veía grandioso. Tenía una melena larga y voluminosa que envolvía su cabeza como una nube dorada. Sus ojos eran de un color ámbar y tenía una expresión muy amable e inteligente.
— Buenas noches, don León —dijeron Lola y Lulé (que eran dos foquitas, amigas de Pepito).
— Buenas noches —tartamudeó Pepito intimidado.
Don León era verdaderamente una personalidad impresionante y Pepito se sintió súbitamente muy nervioso.
— Buenas noches —respondió don León con voz amable— ¿Cómo estás, Lulú? ¿Y tú, Lola?
— Muy bien, gracias, don León —respondió Lola cortésmente después de haber ejecutado una reverencia profunda y muy elegante— Gracias, estamos bien.
— Se les trata bien, espero.
— No tenemos razones para quejarnos, don León. Es verdad que es un poco molesto tener la boca llena de agua todo el día. Pero de una manera u otra una tiene que ganarse la vida, y en fin, estamos trabajando en uno de los rincones más lindos de Santiago.
— Veo que me han traído a alguien de visita. ¿No es Pepito?
— Sí, don León. Buenas noches.
— Te conozco hace ya muchos años, Pepito —dijo, todavía sonriendo— Vives en la avenida El Cerro, frente al teleférico, ¿verdad?
— Sí, don León. El teleférico es muy lindo.
— ¿Y te gusta nuestra fiesta?
— ¡Ay, la encuentro fantástica! —gritó Pepito entusiasmado— Nunca lo hubiera esperado: una fiesta en el Parque Forestal, a medianoche.
— Bueno, bueno —dijo don León, satisfecho— Espero que continúes gozando. Seguramente vamos a vernos de nuevo antes de que se vayan.
— Gracias, don León —dijo Lulú— Con mucho gusto.
Pero antes de poder bajar las escaleras, oyeron un grito lleno de rabia y se quedaron parados de horror. La orquesta interrumpió abruptamente su función. Todo el mundo estaba empujando y tratando de ver qué sucedía.
— Caramba —gritó Lulú— Es el vendedor de pan.
— ¡Socorro! —gritó en voz alta— ¡Socorro: me han robado todos mis panes! Don León, por favor ayúdeme. ¡Me han robado mis panes! Toda la canasta. ¡Ay, ay! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué mundo es este que roba a un hombre viejo?
Sollozando buscaba su pañuelo y se sonó con mucho ruido.
— Siéntate y cálmate primero —le tranquilizó don León— En seguida enviaré a que busquen al ladrón.
No necesitó mucho tiempo para encontrar al culpable. Después de dos minutos se oyeron lamentos y voces excitadas que se acercaban. El barrendero que antes estaba parado detrás de Pepito empujó por entre la muchedumbre. En su mano derecha en alto portaba "algo" chiquitito, blanco, que trataba de liberarse.
— ¡Ladrón desalmado! —gritó el vendedor de pan— ¡Monstruo! Me tienes que pagar eso. Robar a un hombre viejo...
— Póngalo en el suelo —ordenó don León.
— Se arrancará —advirtió el barrendero— Es un verdadero diablo. No quería devolverme los panes: rasguñó, mordió y gruñó.
— Póngalo en el suelo —ordenó don León de nuevo. No huirá.
El barrendero puso al ladrón a los pies de don León.
— ¡Pero si es un perro! —gritó Pepito, sorprendido.
— Un cachorrito —dijo don León, compasivo— ¿Alguno de ustedes lo conoce?
Se dirigió luego a la muchedumbre.
— Hace cuatro o cinco días lo vi por primera vez —dijo uno de los vendedores de helado— Aquí en el Parque.
— ¡Está perdido, el pobre chiquitín! —gritó la vieja señora— Seguramente ha tenido hambre el pobrecito.
— ¡Es un ladrón sinvergüenza, nada más! —gritó airadamente el vendedor de pan— Insisto en que se lo entregue a la policía.
— Pero no se puede entregar a la policía un chiquitín tan simpático, ¡bárbaro! —protesto la señora vieja.
— Ay —jadeó el vendedor de pan— No lo puedo, ah. ¿Y qué hay de mis panes? ¿Ud. los va a pagar?
— Pagar, pagar, pagar, ¿No tiene otra cosa en la cabeza? ¿Cómo puedo yo pagar sus panes si no tengo dinero?
— Bueno, yo tampoco lo tengo —respondió el vendedor de pan.
Don León intervino para calmar las emociones:
— Si él está perdido —dijo— No nos queda más que encontrar a su familia. Estoy seguro que te pagarán tus tres panes.
— No tiene familia, don León —dijo el barrendero— Le han abandonado.
— ¡Ven! —llamó Pepito al cachorro— Ven, por favor y no tengas miedo. No permitiré que te hagan daño.
— Yo quiero mi dinero —insistió el vendedor de pan.
Lentamente el perrito levantó la cabeza y olfateó la mano de Pepito.
— No oigas al vendedor de pan, yo te protegeré —le consoló Pepito.
El perrito le miró atentamente por entre sus rizos desgreñados, y de súbito, se levantó y se sentó en su falda, lamiendo su mejilla con su lengüita rosada.
— Insisto en que se le entregue a la policía —regañó el vendedor de pan nuevamente— ¿Es que basta con ser atractivo para hacer todo lo que uno quiere?
— Pero se estaba muriendo de hambre, don León —imploró Pepito— Además es tan chiquitito. No sabe lo que es bueno y lo que es malo. Aquí en el Parque seguramente va a morirse de hambre, todavía es demasiado chico para defenderse de los perros más grandes, que también buscan comida.
Olvidando su timidez, rogó Pepito:
— Don León, yo puedo llevarlo a mi casa. Y si el vendedor de pan tiene un poco de paciencia le pagaré los tres panes, de mi mesada.
— ¿Tus padres no se opondrán cuando llegues con un perro a la casa? —Preguntó don León.
— ¡No! Estoy seguro que no —dijo Pepito, y observando la incredulidad de don León, añadió rápidamente— Cuando oigan lo que pasó, van a aceptarlo. Por favor, no permita que lo entreguen a la policía. Ya ha tenido tan mala suerte y es todavía tan joven. Por favor, don León.
— Desgraciadamente no puedo ayudarte mucho. Es el vendedor de pan quien tiene que tomar la decisión.
— Pero puede rogarle, don León —solicitó Pepito.
— ¿Porqué no se lo pides tú, directamente a él?
— Necesito el dinero para vivir —rezongó el vendedor de pan— Nosotros los pobres no podemos permitirnos caridad.
— Pero uno puede mantener su buen corazón —dijo don León— Además lo has oído: Pepito te pagará los panes. Tienes que tener solamente un poco de paciencia.
El vendedor gruñó algo que no parecía ni sí, ni no.
— Don León —intervino el barrendero— ¿Porqué no hacemos una colecta? Tres panes no cuestan una fortuna. Estoy seguro de que podremos reunir la suma.
Y así fue. Don León entregó al vendedor de pan la suma reunida y acarició al perrito blanco que se encontraba acurrucado en los brazos de Pepito.
— ¿Cómo vas a llamarlo? —preguntó don León.
Pepito miró a su nuevo amigo.
— Mmm —dijo luego— Creo que se llama "Toqui".
#
De pronto Pepito abrió sus ojos, y oyó todavía muy, muy lejos la música. Frente a su camita se encontraba su mamá y el doctor Bermúdez:
— Estaba donde don León, mamá —murmuró Pepito todavía medio dormido— ¿Sabías, mamá, que Lola y Lulú pueden hablar?
La mamá de Pepito miró angustiada al doctor Bermúdez. Sin embargo, éste, para tranquilizarla, movió la cabeza en signo negativo. Pero de repente se oyeron gruñidos, ladridos, rasguños en la puerta y entró algo blanco chiquitito, entró como torbellino a la habitación y se abalanzó sobre la cama. Lamió impetuosamente la cara, el cuello y los brazos de Pepito.
— ¡Ay, Toqui! —gritó Pepito, feliz— ¡Aquí estás! ¡Siéntate, Toqui! ¡No! ¡No! ¡No! ¡Déjalo. Me hace cosquillas. Déjalo! ¿No es lindo, mamá? —Preguntó Pepito— Lo he encontrado en la fiesta de don León. El vendedor de pan quería entregarlo a la policía. Puede quedarse con nosotros, ¿verdad, mamá? ¡Por favor, di que sí, mamita!
— ¿De dónde viene? —preguntó el doctor Bermúdez— Nunca lo he visto antes aquí.
— Esta mañana lo encontramos en el jardín, delante de la ventana de Pepito. Se quedó todo el tiempo sin moverse —respondió la mamá de Pepito.
— Bueno —dijo el doctor Bermúdez, quien observó pensativamente a los dos en la cama— Parece que se conocen muy bien.
— Sí, pero yo no lo comprendo —dijo la mamá de Pepito un poco preocupada— ¿Cómo lo encuentra Ud., doctor? ¿Está un poco mejor?
— ¿Un poco? —Exclamó el doctor, sonriente— ¡Véalo! En pocos días estará completamente repuesto.
Fin

Aclaración
2ª Parte de un relato Chileno-Alemán (la 1ª Parte está perdida).
El fondo de la ilustración fue cambiado por hallarse borroso °-°
El Primer Cuento
Oriana Martínez E. & Antonio Ross M.

Arte rupestre de Klaus Hausmann

Imagina una noche en la Prehistoria. Oscura y negra. Lluvias torrenciales. Relámpagos y truenos. Inmensos árboles agitándose y doblando sus figuras ante el ímpetu del viento huracanado que, silbante, rompe los oídos. Imagínalo. Allá, al fondo, una pequeña luz en la montaña, suave, tenue, como una estrella lejana. Acércate, mira... y escucha...

Una fogata y un animal asándose lentamente sobre ésta... Hace calor en la caverna. Hombres rudos vestidos con pieles de animales están juntos, cerca de la lumbre, expectantes, ansiosos. De pronto, uno de ellos, el cazador, comienza a relatar, y cuenta la cacería. Muestra sus heridas, aún frescas, en brazos y piernas. Los demás lo miran, lo admiran, pendientes de la proeza que les dará el sustento. Viven, sufren, vibran con él en las correrías, en la emboscada del animal, hasta el enfrentamiento final, cuando el cazador, habiendo debilitado al animal, desangrándolo, haciéndolo correr, lo enfrenta, en el combate definitivo.

La fiera embiste. El hombre la espera a pie firme, resiste el salvaje choque, y con sus fuertes brazos rodea los cuernos del animal. El hombre es elevado por los aires, pero no suelta a su presa. Carga todo el peso de su cuerpo a un costado, hasta hacer doblar la cerviz de la bestia. Ésta bufa, resopla, trata de enderezar su cabeza dominada por ese peso inesperado, pero se le doblan las rodillas y... no puede. Cae. El hombre ha triunfado.

Su auditorio —mujeres, niños, los otros hombres— escuchan entusiasmados el combate. No han perdido ni un detalle. Ni una imagen. Algunos de ellos, quizás los con más imaginación, hasta escucharon los bufidos de la bestia y los gritos del hombre.
El primer cuento ha sido contado.
Allá lejos, en una cueva perdida en el tiempo,
miles de años atrás...

Fin
Gazapito quiere comer Torta
Marta Brunet

Resulta que una vez había un conejito blanco llamado Gazapito. Y resulta que era muy goloso y siempre estaba robándole a su mamá —Largas Orejas— zanahorias y betarragas, que para los gazapos es algo tan exquisito como los chocolates y los caramelos para los "niñitos del hombre". Y aparte de los castigos que mamá Largas Orejas le imponía al descubrir sus merodeos por la despensa, sufría Gazapito unos tremendos dolores de estómago, tan tremendos que a veces requerían la intervención de doña Rata Sabia Yerbatera.

Y como a pesar de los castigos y de los dolores no escarmentaba, pues resultó que al fin enfermó gravemente y hubo que ponerlo a régimen estricto de yuyitos tiernos y agüita de boldo. Bueno...

Resulta que una tarde estaba muy triste Gazapito pensando en lo amarga que era la existencia sin un poquito de zanahoria o de betarraga que la endulzara, y dando suspiros y más suspiros se quedó medio dormido debajo de una gran col, en la huerta de don Pedro Pérez, que lindaba con el bosque. Y a poco despabilóse muy asustado, oyendo cercanas voces de niños.

Una de las voces decía:
— Qué torta más rica! Es de pura almendra... Y tiene huevo mol...
Gazapito sabía que las tortas eran dulces, condimentadas con azúcar que, según doña Rata del Campo, era lo más delicioso en la despensa del "señor hombre". Y al pobre goloso de Gazapito se le hacía la boca agua al ver que los niños de don Pedro Pérez daban grandes mascadas a unas tortas redondas y blancas. Porque Gazapito, al oír hablar de comida y de dulce, había separado un poco las hojas de la col y asomaba un ojo curioso de mirarlo todo.

Entonces a Gazapito le dio verdadero antojo por comer torta redonda y blanca, con almendra y huevo mol. Y tan preocupado se quedó que esa noche no pudo dormir, y en su inquietud daba vueltas y más vueltas en su cama de suave musgo, y al fin, pasito, salió de la cueva en que vivía con mamá Largas Orejas y sus hermanos Gazapillo y Gazapeta.

En cuanto a papá —Ojo Colorado— había muerto en un accidente de caza (no había que hablar de esto delante de mamá Largas Orejas, porque le daban ataques de pena y agitaba las manitas desesperadamente, lo mismo que si tocara el tambor).

Resulta que Gazapito se internó esa noche en el bosque, moviendo las orejas a cada ruido que le traía el Viento, arriscando la naricilla, desazonado por cada olor desconocido, representándosele en cada cosa aquella torta blanca y redonda con almendra y huevo mol...

Y en esto... ¡Oh!..., sorpresa, Gazapito vio ante sus ojos, en el fondo de un hoyo al cual se asomara por casualidad, pues nada menos que una torta blanca y redonda, que tenía que ser de almendra con huevo mol y todo. Y dando un brinco...

¡Zas! ¡Brrr!

Gazapito cayó al fondo del hoyo, justamente sobre la torta redonda y blanca.

Y resulta que como el hoyo era mucho más profundo que lo que imaginara, ese "¡Brrr!" que tú ves, lo dio Gazapito de susto. Pero lo lamentable fue que al hacer "¡Zas!" se percató de que con la impresión le había pasado una cosa terrible, que no se puede contar, pero que lo obligaba a levantarse en la punta de las patitas para no mojar la bata de piel blanca que llevaba puesta.

Y todo acongojado, sin acordarse más de la torta, ni de las almendras, ni del huevo mol, se echó a llorar a toda boca, como el conejito chiquitito que era. Además, el hoyo estaba muy oscuro y el miedo aumentaba sus sollozos.

Andaba por allí, volando, en el bosque y cerca del hoyo, una mariposa llamada Falena, que al oír a Gazapito preguntó asomándose al boquetón negro:
— ¿Quién llora?
— Yo. Gazapito, que me caí por casualidad..., de puro distraído...
— No es verdad — dijo misiá Rana Vieja, que todo lo sabía y era muy chismosa—; se cayó porque el tonto quería comer torta... La torta que vio en el fondo del hoyo...
— ¡Cállese, la acusete! —dijo el señor Grillo, que no porque hablara dejó de darle cuerda a su reloj.
— ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —decía entre tanto Gazapito.
— Voy a avisarle a tu mamá. ¿Dónde vives? —preguntó Falena.
— No, no. No hay que decirle nada a mamá, que me castigará por haber salido sin su permiso —contestó entre sollozos Gazapito.
— Avísele, avísele —gritó misiá Rana Vieja—, para que le den su merecido por meterse en casa ajena. Para que le den sus buenos coscorrones...
— No, por favor, no le digan nada... Pero sáquenme de aquí... ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!
Entonces Falena —que es muy buena a pesar de cierto atolondramiento que se le reconoce—  fue a avisar a las señoritas Luciérnagas, para que vinieran a iluminar el hoyo y pudiera Gazapito salir fácilmente. Estas señoritas Luciérnagas son bailarinas de oficio y están siempre dando representaciones nocturnas al aire libre, vestidas con coseletes de azabache y luciendo sus lindos ojos de luz celeste. Y como también son muy serviciales, vinieron en seguida e iluminaron el hoyo formando guirnaldas y ruedas y estrellas de cinco puntas, todo ello con esos ojos lindos de luz celeste que ya te dije que ellas tienen.

Le dio entonces a Gazapito una vergüenza enorme, ya que todas se iban a enterar de lo que le había pasado y que, tú sabes, eso que lo obligaba a ponerse de puntillas para no mojar la bata de piel blanca. Pues bien resulta que al ver con claridad lo que había en el hoyo, se dio cuenta Gazapito de que era aquello una poza, vivienda de misiá Rana Vieja, y de ahí sus protestas. Y que lo que creyera una torta no era otra cosa que la señora Luna Llena reflejada en el agua, y que esta agua en que se empinaba no era eso terrible que él creyó que le había pasado con el susto al caerse...

Ya con más bríos y sin ninguna vergüenza, Gazapito se dispuso a salir del hoyo, pero no alcanzaba a saltar hasta afuera. Entonces pasó una cosa maravillosa, que te sorprenderá: pues nada menos que las raíces de un gran Sauce Llorón que por allí asomaban, se fueron moviendo lentamente hasta tomarse de la mano unas con otras, formando una escalera, por donde ágil y retozón subió Gazapito.

Y resulta que al poner éste pie afuera, Falena se posó en su mejilla, con la intención tal vez de darle un beso, pero el caso fue que Gazapito sintió un cosquilleo en la nariz, dando un estornudo formidable:
— ¡Achís!
Y entonces despertó lleno de sobresalto —con la noche encima, y una gran estrella dorada mirándolo atentamente—, debajo de la col donde se había dormido. ¡Porque todo esto no había sido otra cosa que un sueño!

Fin
Voces a lo largo de una tierra
Alicia Morel Chaigneau



Ilustración de "Cárdenas"

Fue una noche de otoño, cuando se escucharon esas dos voces inmensas y profundas que atraviesan la tierra chilena. Una noche oscura y silenciosa, poco después de las cosechas. Cuando todo se echa a dormir, los campos y sus rastrojos, los árboles deshojados, las vetas del agua, fue posible oírlas.

Lado a lado, conversaron la Cordillera y el Mar, aprovechando la tregua de la tierra. Muchos años habían pasado tratando de encontrarse; la Cordillera se empinaba con sus cumbres canosas y el Mar, al otro costado, alzaba sus olas y sus peces y se comía las playas para poder besar los pies de la gran Montaña.

El Mar bramó:
— Aaah, aaah, me gustaría lamer tus rocas, morder las frutas que crecen en tu falda, conocer tus dulces ríos, Cordillera de los mil volcanes que me haces señas con tus llamaradas.
La Cordillera le contestó con sus ecos lentos y graves:
— A mí me gustaría caminar sobre tus aguas, inmenso Mar, como un barco con las velas desplegadas... Pero nos separa esta tierra angosta y larga. ¿Dónde podríamos juntarnos?
— Se me ocurre que yo podría saltar como los corderos —gritó el Mar moviendo sus olas— Probaré por el norte donde antaño dejé mi sal.
— No creo que con saltos de cordero puedas atravesar el gran desierto de Atacama y la Pampa del Tamarugal, amigo Mar. Es verdad que antaño fue tu lecho y que dejaste tus señales por todas partes, pero aquí la tierra es más ancha y mis montañas se alzan a su mayor altura. ¡Podemos mirarnos en los días despejados!
— ¿Es muy terrible el desierto, madre Cordillera?
— Es duro este desierto, salobre como tus aguas.
Nunca llueve, pero la camanchaca humedece con sus neblinas los cerros de la costa y crecen por allí unos pastos salvajes, unos cactus, unas hierbas espinudas que sirven de alimento a los guanacos. El desierto arde en el día y se hiela en la noche; miles de senderillos lo cruzan en todas direcciones; son los hombres que se echaron a andar tras un tesoro, es la soledad que busca compañía.
— En el desierto hay muchos tesoros escondidos y otros a flor de tierra. Allí dejé el salitre y encubrí los metales preciosos y las piedras finas, y las profundas vetas del agua.
— Sí, lo sé —murmuró la muy alta—, los hombres han apreciado más los metales que el agua, cuyas venas descienden de mis faldas y se sumergen bajo el desierto. Pero no todo es aridez, amigo Mar, tengo por ahí diseminados, unos riachuelos que riegan fértiles quebradas y algunos oasis, donde olivos y limoneros dan frutos exquisitos. Tengo un río de aguas salobre, el único que el desierto no mata, y desemboca en las playas, endulzando. Y en mis valles cordilleranos hay prados de verde alfalfa donde se apacientan rebaños de llamas, vicuñas y ovejas.
El Mar se llenó de espumas y murmuró roncamente:
— Yo quisiera ser como una oveja para llegar hasta ti y pacer en tus laderas.
— No puedes llegar a través del desierto. Los puertos te vigilan con sus faros. Más al sur, tal vez podamos reunirnos.
— Me vigilan con sus ojos amarillos Arica, Iquique, Antofagasta, Caldera y Copiapó...
— Espera, este último nombre me dice algo —musitó la Cordillera— Copiapó es el primer río de aguas dulces que baja de mis vertientes interrumpiendo el desierto. Luego vienen seis ríos más que riegan mis valles transversales, seis nombres verdes: Huasco, Elqui, Limarí, Choapa, Ligua, Aconcagua.
— ¿Crees tú, madre Cordillera, que puedo llegar hasta ti a través de los floridos valles?— Es más fácil que yo arribe a tus playas junto con los dulces ríos y las estrías de mis montañas. Así tendrás mis frutos más deliciosos, y los aguardientes que producen los soles a través del cielo más transparente de América.
Dijo el Mar:
— Siento que caen a mis aguas las constelaciones desde La Silla y el Tololo y mis profundidades sorben las luces de Orión y de Sirio. ¡Creo que por fin podremos juntarnos!
— Oh, no, ansioso Mar, porque ahora viene el orgulloso Valle Central que se extiende a través de seis regiones, desde la cuesta de Chacabuco hasta Puerto Montt. Valle encerrado entre cordilleras: una alta, que soy yo y otra bajita, que es hija mía y bordea la costa.
— ¿No podría atravesar yo esa Cordillera de la Costa con el salto de mis delfines?
La Cordillera rió largamente.
— No te ilusiones, amigo Mar. Esa que yo llamo mi hija, levanta lomas y cerros que te impedirán el paso. Más al sur, se llama Nahuelbuta y he de decirte que durante la noche cruje y repite de loma en loma el susurro de sus araucarias y sus robles, sus bosques que el hombre pretende domar y matar, y se defiende como los pumas y los zorros que allí habitan.
— Quisiera conocer el Valle Central, Madre nuestra.
— Tienes razón en desearlo porque es una tierra de maravillas.
A lo largo de su verdor las cuatro estaciones se marcan con el colorido de sus flores y sus frutos, diferentes a medida que se avanza de norte a sur. Al comienzo, su clima templado no tiene igual; ríos despeñados bajan de las quebradas y los sueños producen toda la gama de los frutales y hortalizas. La fuerza de estos ríos ilumina todo el valle, moviendo turbinas, y llenando represas. Esta es la zona más poblada y alegre, y aquí está la cuna de los bailes, de los rodeos y las mantas.

El Mar dio un gran salto y bramó:
— Quiero tener una manta de colores.
— ¿No te bastan los arcoíris?
— Quiero entrar por los ríos hasta el valle de la cueca...
— Espera un poco, avancemos más al sur —se asustó la Cordillera—, donde corre el Biobío, padre de las lluvias, padre de la raza mapuche. ¿No oyes crecer las selvas? Aquí empiezan las maderas preciosas, echa sus perfumes la savia de arrayán y del ulmo, empiezan a nacer los copihues enredados en los robles. Los choroyes dan voces al bosque y las luciérnagas danzan en las noches de verano.
El Mar dio un gran suspiro y trató de empinarse, cayendo estruendosamente sobre las playas.
— Pero, madre Cordillera, ¿cuándo vas a mostrarme tus tesoros, cuándo vamos a poder jugar, tú chapoteando en mis aguas, yo, mojando tu cabeza?
— Aquí, amigo Mar, porque ya hemos llegado a las islas. ¡Mira que abundancia de lagos, de archipiélagos! Tú me persigues por los canales, pero yo me agacho y me levanto y juego hasta desaparecer bajo tus puras aguas.
Así, el Mar invadió la tierra, saltando, lanzando gritos, formando collares de espuma en torno a las islas.
— Toma mis perlas, las ostras, los erizos; mis anémonas azules y rojas. Te he traído sierras de plata y atunes de oro. ¡Cuánto me gusta gritar en torno a Chiloé, inundándola de ecos!
— Escucha a los que siembran la papa y a los que hacen las cosechas, a los que pescan y a los que tejen y bordan.
— Mis pincoyas te cantan, madre Cordillera, y un barco fantasma despliega sus velas sobre tus cumbres.
Agradecida, la Cordillera se bajaba cada vez más, murmurando:
— No te olvides de Aisén, amigo Mar. Es una región que se está abriendo, con sus llanos y sus montes, sus lagos y sus ríos navegables, sus soledades y sus pastores. Yo la amo, y alzo aquí mis glaciares más antiguos y mis montes más bellos. ¿Has visto los flamencos y los cisnes que surcan sus cielos?
— Veo sus nubes viajeras, los témpanos que navegan en la lagua San Rafael, los vientos furiosos y desbocados.
— Y aquí está Magallanes —suspiró la Cordillera con sus última fuerzas— Brilla como sus faros y promete darnos el oro negro, el petróleo y la riqueza de sus ganados de ovejas, sus infinitos llanos donde el viento no tiene piedad de los retorcidos árboles.
Y estas fueron las últimas palabras de la Cordillera. En Cabo de Hornos se sumergió bajo el Mar, que gritó victorioso:
— ¡Por fin estamos juntos! Mis olas brillan oscuras por la gran profundidad. Pero allá lejos, más allá del Mar de Drake, veo de nuevo brillar tus cumbres de plata y cristal; madre Antártica, protectora de esta larga tierra que tiene todos los climas, todos los frutos y maravillosas promesas.
Las dos grandes voces guardaron un gran silencio. Entonces volvió a alzarse el murmullo del Mar:
— Tengo un regalo para ti, hermosa Cordillera, tengo una isla adelantada de los mares del sur que canta como un caracol marino. Quiero prenderla a tu oreja antigua para que oigas una canción extraña. Se llama Rapa Nui, Ombligo del Mundo y grandes estatuas de piedra miran hacia los mares.
La Cordillera, en respuesta, hizo brillar la alegría de sus nieves eternas, dispensadoras de los ríos. Y su voz y la del Mar siguieron y siguen aún resonando a lo largo de esta tierra de Chile. Sólo falta que callemos y atendamos para que podamos escucharlas mejor.

Fin
El Último Expreso de la Noche
(Para la Tía Mabel, en su 44º cumpleaños)

Ethan J. Connery

El reloj de péndulo de la biblioteca tocaba la medianoche, cuando el profesor Herrera despertó.
¡Cielos! ¿me habré dormido? —se preguntó.
Ante él, la sala de clases yacía solitaria y sus luces apagadas. ¡Que interminable día le había tocado!
¡Oh! —pensó— sólo Morfeo sabe cuántas horas han pasado.
La luz de luna que entraba por el largo ventanal a su derecha, inundaba el ambiente con fuerza seductora.
— Querida Sofi... —murmuró.
Había soñado con su amada Sofía, a quien conoció durante unas vacaciones abordo de una barcaza con destino a Puyuhuapi. Tan solita y delicada estaba ella en una esquina, apreciando los bosques que se extienden hasta la costa. El paisaje era insuperable y la embarcación flotaba placentera, cual hoja de lirio en un estanque. Amor a primera vista.
Si tan sólo pudiera dormir otro poco —pensó el profesor, quien deseaba continuar aquel sueño encantador.

Todo el mundo había partido en el expreso de la tarde. Eso incluía al director, dos profesoras, el cocinero y sus queridos alumnos, ninguno de los cuales vivía en “Cerrito Olvidado”, que tal era el pintoresco nombre del sector.
El profe”, como lo llamaban cariñosamente sus estudiantes, se había quedado revisando los exámenes hasta que el sueño lo venció. Un cerro de papeles aguardaba impasible su escrutinio.
¡Snorrrr...! —ya había comenzado a roncar de nuevo, pero un sonido no tan lejano lo despertó de improviso.
¡Tuuut Tuuuuuut! —sonó a la distancia— ¡chuku chuku chuku!
El profe se levantó de su sillón, sobresaltado. Miró por el ventanal y divisó un foco de luz redondo y amarillo que se acercaba vertiginosamente a la estación.
¡Recórcholis! —exclamó— ¡se me ha hecho tarde otra vez!
El pobre profesor, seguro de haber oído sólo once campanadas del reloj, guardó en su maletín su libro y los exámenes restantes.
¡Terminaré el trabajo en casa!
Abrió la puerta de la sala y corrió por el pasillo rumbo a la salida. Parecía una centella. —¡Qué son 75 años para un espíritu joven! —solía decir.
Por alguna razón el profesor Herrera siempre era la última persona en irse de la escuela. El portero lo sabía y por eso le dejaba la copia de las llaves debajo del pisapapeles con forma de hidroavión, sobre el escritorio.
¡La llave! —se acordó nada más llegar a la puerta de salida, y acto seguido volvió “volando” a la sala. Levantó el pequeño hidroavión y descubrió con horror que la llave que abría la única puerta funcional del recinto, no estaba.
— ¡Por Plutón! —imprecó el profesor de matemáticas— ¡no es posible!

Efectivamente, el portero había olvidado el encargo, y no era la primera vez. Para ese entonces el tren ya había arribado a la pequeña estación, iluminada con un par de focos a trescientos metros de la escuela. Cerrito Olvidado era un pueblo pequeño. Tan pequeño que sólo lo conforma la escuela, la estación, la cabaña de Eric (el portero), y un galpón que guardaba una vieja locomotora Pacific un tanto oxidada y en la que los niños jugaban durante los recreos. Todo ello al atento resguardo de los tres profesores de la escuela “Christa McAuliffe”.

El profesor sabía que aparte de él, nadie más abordaría el último expreso de la noche. La estación estaba vacía, y en distancia le pareció ver a Eric durmiendo en la oficina de boletos. De su maletín extrajo unos prismáticos que usaba para buscar planetas cuando viajaba de noche a bordo del expreso. Dirigió los lentes hacia la oficina de boletos y enfocó...
¡En efecto! Ahí estaba el bueno de Eric, sentado, con el asiento echado hacia atrás contra el mesón, y su ridículo sombrero de “cowboy” en la cara.
¡Roncando de lo lindo y yo aquí atrapado! —se quejó el profesor.
El pobre Eric además de guardia y portero, era el gásfiter, el mecánico, el nochero, el vendedor de boletos de tren, y el ahuyentador de pumas ocasionales. Incluso ayudaba en la cocina y su salsa de champiñones era mundialmente famosa entre los habitantes del Cerrito Olvidado.
¿A quién se le ocurriría levantar una escuela en un lugar tan apartado?
Los niños venían desde “Cerrito Alejado”, a unos 6 o 7 kilómetros. Nadie en Chile recuerda a Cerrito Alejado, ¿qué más le queda a Cerrito Olvidado?
El maquinista sabía que el profesor salía tarde del trabajo, pero todos tenían un horario que cumplir: si el Sr. Herrera no llegaba a las 00:15 horas a la estación, se entendería no había pasajeros y el tren partiría según el itinerario.
— ¡Eric, me quedaré encerrado! —gritó el profesor— ¡Ah, bribonzuelo!

De nuevo se acordó de Sofía. Si no llegaba a casa ella esperaría en vano, preocupada. Recordó el bello autorretrato que su esposa pintó para su cumpleaños, exactamente un año atrás. Era el regalo más bonito: la dulzura que infundía aquella mirada era miel para su corazón, enamorado del recuerdo.
Es mi cumpleaños y Sofi me espera. —pensó. ¿Qué podía hacer?
Miró el pestillo de la ventana, pero él no iba a salir por ahí como un vulgar ladrón. El profesor era caballero de la vieja escuela, y ellos salen por la puerta.
¡Tuuut Tuuuuuut! —sonó por vez segunda la bocina del tren.
Sofia era más importante que el ego caballeresco, así que el profe saltó sobre el pupitre más elegante, giró el pestillo de la ventana y lo rompió.
¡No puede ser, que mala suerte! —exclamó incrédulo.
Con la mirada perdida unos segundos, intentó buscar una solución matemática al problema, pero no la encontró. En aquel efímero instante, un pequeño punto de luz en el suelo de la sala, llamó su atención. Bajó del pupitre y recogió el objeto: era un clip metálico que brillaba a la luz de la luna. No lo pensó dos veces: tomó el clip, se hizo un ganchito y corrió una vez más por el pasillo, de regreso a la salida. ¡Tenía que funcionar!, introdujo el gancho a la cerradura mientras giraba la manilla. Lo hizo varias veces pero no abría.
¡Vamos! —se animó— ¡si a MacGyver le funcionaba en la tele!
Su afición a los clásicos en VHS no había pasado de moda para él.
¡Tuuut Tuuuuuut! —sonó por vez tercera la bocina del tren.
El profesor sabía que cinco minutos después el tren partiría sin más. Era ahora o nunca, pero pasaron los minutos y la improvisada llave no giraba.
De haber hecho Eric su trabajo, él no se encontraría en esa situación.
— ¿Olvidarse la llave, quedarse dormido y no despertar con la bocina del tren, dejándome aquí encerrado? ¡Ni que hubiera conspirado contra mí! —se quejó.
¡Chuuf chuuf chuuf! —se oía en la estación— ¡chuuuku chuuku chuuku...!
¡Chuku...! —repitió el profesor, conjurando a la cerradura para que entendiera la difícil situación.

Era claro que el tren había partido, y a medida que se alejaba, el profesor dejó de insistir... hasta que se detuvo finalmente. Aun abriendo la puerta sabía que no podía darle alcance a un moderno ferrocarril. El profe soltó su maletín.
¡Lo perdí! —se dijo en voz alta y acongojado, revelando a un ser humano capaz de cometer errores, como cualquiera.
Metió una mano en el bolsillo interior de su abrigo y extrajo su boleto de tren, pero casi al instante se le cayó. ¿De qué le servía hora?
Sofía... —murmuró impotente.
Los ojos del profe humedecieron, y una lágrima se liberó cayendo sobre el boleto que yacía en el suelo. Rendido, se sentó en el frío piso de madera y ahí permaneció, observando con el boleto con tristeza. A lo lejos las ruedas del último expreso de la noche resonaban sobre sus rieles sinuosos, adentrándose en lo profundo del bosque que cubría los parajes de Cerrito Olvidado.

El crepúsculo llegó con fuerza cuando el generador a diésel se detuvo y las luces de la estación se apagaron, dando lugar al profundo y solitario silencio de la noche. El profesor se cubrió con su abrigo ahí mismo donde estaba, pensando en Sofía. De alguna manera creía oír en la distancia al "Ángel", de Sarah McLachlan, aquel tema musical que tanto gustó a Sofía en sus últimos años. La noche se tornó fría y desolada. De vez en cuando el profe despertaba incómodo.
Si al menos hubiera traído mi saquito de dormir... —pensó de repente. Parecía que iba a dormirse de nuevo, cuando entreabrió un ojo y le pareció ver un destello de luz sobre el boleto de tren. De pronto el billete se vio succionado a través de la rendija de la puerta, como tragado por una aspiradora. El profesor se reincorporó de un plumazo.
¡Vaya! —exclamó estupefacto— acaba de volar mi pase.
Dirigió instintivamente la mano a la manilla de la puerta y casi al instante se detuvo al recordar que estaba cerrado. Sin embargo, el ganchito que había construido giró sólo y se abrió la cerradura. Una luz entró por los bordes de la puerta y una bocanada de aire tibio se coló al interior. La puerta se abría. 

¿Eric? —preguntó en voz alta el profesor.
Se acomodaba el cuello del abrigo cuando su atención quedó hechizada al observar que, tras la puerta y en lugar del sendero que da a la estación, la salida se hallaba por encima de unos rieles de ferrocarril, que estrepitosamente y a gran velocidad se alejaban... hacia un horizonte indescifrable. Como si fuera la puerta de salida del último vagón de un tren corriendo lo largo de una extensa pradera de infinitos pastizales. En lo alto, la luz de una luna bañaba de azul el impresionante paisaje, así como la copa de los árboles que cada cierto tramo aparecían junto a la vía. El profesor Herrera no salía de su asombro.
¡Cielo santísimo! —exclamó finalmente— ¿estaré soñando?
El viento se arremolinó a su alrededor, enmarañando su cabello. Podía sentir el vaivén del vagón en el piso de la escuela. Las paredes se movían.
¡Chuku chuku chuku! —la atmósfera era inconfundible. Si hasta podía oler la caldera de una vieja locomotora a vapor funcionando al rojo vivo. No tenía sentido. No en el mundo humano. El era hombre de ciencia, y donde la ciencia gobierna no hay lugar para lo que está más allá de lo extraordinario.

Embobado ante la visión fantástica, se dio una pequeña bofetada para despertar, pero definitivamente no soñaba: la escuela avanzaba sobre rieles, ahora plagados de luceros refulgentes y hermosos planetas que giraban. El profesor Herrera, giró a sus espaldas buscando una explicación. Todo estaba en su lugar: la biblioteca, la oficina del director, las fotografías en sepia de viejos ferroviarios rescatadas de la Pacific que yacía en el galpón. Las había enmarcado él mismo con ayuda de Eric. La escuela oscilaba al vaivén del último vagón de un expreso que viajaba cuan cometa errante a través de las estrellas. Si había alguien en el mundo para quiénes una locomotora o una escuela podía ser lo mismo que una nave espacial, aquellos eran los niños de la prestigiosa Escuela Christa McAuliffe, de Cerrito Olvidado. Una escuela humilde, con un historia enigmática que contar.
Los papeles del maletín volaron por los aires, pero el profesor ya no estaba ahí. Caminaba hacia la puerta de su sala, al final del pasillo. Estaba abierta y una cálida luz le llamaba. Un aroma delicioso llegó hasta él.
El vagón cafetería está abierto, profesor. —se asomó un inspector de boletos que nunca había visto— tienen un delicioso sándwich de queso y tocino preparado para usted... ¡tal como le gustan!

Envuelto en una brisa de noche verano, el profe se vio transportado a un universo donde el tiempo no existe y el espacio no tiene fronteras. Ahí se quedó, magnetizado ante la belleza del encanto propio de los antiguos viajeros del siglo XIX que le acompañaban. Caminó al interior del vagón cafetería, al son fascinante y misterioso del último expreso de la noche, que avanzaba con energía y decisión a través del firmamento inmaculado. Un deslumbrante aerolito despertó al "cowboy" en la oficina de boletos.
¡Profesor! —exclamó Eric, pero la estrella fugaz ya se había desvanecido.

"Ya sea en cacharrito, en tren, en avión, barco, globo o nave espacial... nuestros viajes nos hacen lo que somos. Cada experiencia nos abre las puertas a un universo nuevo. Viajamos por el mundo buscando respuestas que nunca encontraremos, porque el viaje en sí es la respuesta que buscamos. A veces el mejor camino está en los insondables abismos del amor humano. La vida siempre será el primer medio de transporte, el primer vehículo que conduce nuestras voluntades hacia un cruce de posibilidades infinitas." 

¡¡Sofía!! —exclamó entre sollozos el profe Herrera, corriendo a los brazos de su amada, que había ido a buscarle...

THE END
º-º
La sorpresa del Hamster
Por Ethan J. Connery — Basado en una historia de la vida real ._.
(Imagen diseñada por AmbleAndSing y usada sin ánimo de lucro)

Advertencia: éste es un cuento para jóvenes, los nombres de personas y lugares
han sido cambiados para proteger la identidad de sus protagonistas.


Era víspera de Navidad y el pequeño Teobaldo estaba fascinado. Caminaba deslumbrado por la tienda de mascotas, mirando a través de los cristales de los terrarios a los pequeños animalitos que esperaban pacientemente a que algún nuevo dueño llegara a buscarlos. En la tienda había de todo: perros, gatos, ratones, catitas, loritos, conejos, cuyes y una que otra lagartija.

Estaba en eso el pequeño Teobaldo cuando de repente se queda boquiabierto mirando una pequeña jaulita llena de aserrín donde se asomaba una cabecita de grandes ojos negros y mirada curiosa ô_ô

Se acercó el chico al aparador donde estaba la jaulita y de pronto vió como un bicho saltón se agarró de la rejita y le miraba con tristeza, como queriendo decir:

— ¡Llévame a mi! ¡Llévame a mi! ¡Somos demasiados en ésta jaulita!

Efectívamente, el chico acercó su dedo al animalito y de pronto aparecieron otros siete animalitos más que empezaron a corretear y dar vueltas por la jaula; algunos olían el entorno en busca de semillas mientras otros se iban a tomar agüita al bebedero. No obstante y pese al ajetreo, el de ojos curiosos seguía mirándole fíjamente con ternura:

— ¡Llévame a mi! ¡Llévame a mi! —se repetía mentalmente Teobaldo, seguro que aquel pequeño hamster le suplicaba que lo adoptara.

Teobaldo no lo pensó dos veces y fue donde el veterinario que atendía para pedir a ese bichito. El veterinario fue a la jaulita, tomó al hamster de ojos curiosos —que seguía antentamente los acontecimientos— y lo puso en una cajita con hoyitos para que respirara. Ahí iba el pequeño Teobaldo, feliz caminando rumbo a su casa con su simpático y tierno hamster.

Al llegar a la casa lo puso en un terrario grande que tenía y se lo presentó a su familia. En casa todo el mundo estaba fascinado.

— ¡Oh, que bonito!!! —dijeron todos.
— ¿Qué nombre le pondrás? —preguntó un primo.
— No tiene nombre todavía.
— ¡Ponle Hamtaro! —dijo otro primo.
— Nooo, ese nombre es clásico... todos quieren un hamster de nombre "Hamtaro" ._.
— ¡Ponle Ratón! :P
— Nooo... puede ser ofensivo para un hamster.
— Naaah, los hamsters y los ratones se llevan bien, créeme.
— Primero hay que saber si es macho o hembra —dijo sabiamente alguien por ahí.
— Es un macho —dijo Teobaldo— pensaré como llamarlo esta noche y mañana tendrá un nombre.
— Está bien —decían todos— ¡Que lindo bichito!

Todos estaban muy felices de la nueva mascota sin imaginar la sorpresa que "Hamtaro" se traía entre manos ¬¬ Esa noche Teobaldo pensó en innumerables nombres, buscando el más apropiado para su curioso y dulce hamster, y con ese sueño en mente se quedó dormido.

Era ya casi de madrugada cuando unos ruiditos chillones despertaron a Teobaldo de su sueño profundo. Se levantó de la cama buscando el origen del sonido y notó que provenían del terrario de su hamster. Encendió la luz de su cuarto y observó maravillado cómo el hamster se había hecho un nido en medio del aserrín y acicalaba minuciosamente a varias pequeñas criaturitas de aspecto rojizo que parecían no tener ojos.

Teobaldo fue corriendo llamando a sus primos que se habían quedado alojando en su casa aquella noche.

— ¡Vengan a ver! ¡Vengan a ver! —gritaba Teobaldo.
— ¡Oh, que increíble! —decían todos— ¡Pero si acaba de dar a luz!
— ¡Entonces es una hembra!
— ¡Ya veo! Venía embarazada.
— Se dice "preñada".
— Da igual :P
— ¿Qué nombre le pondrás, entonces?
— Se llamará Katniss, con doble "s".
— ¡Jajaja, ahora tendrás que pensar en nuevos nombres para sus bebés! :)
— ¡Verdad! ¿Cuántos son? A ver...

Teobaldo comenzó a contar a los pequeños bebés de Katniss (Ex-Hamtaro):

— 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7... ¡8!
— ¡Tuvo 8 hamstercitos!
— ¡Que choriflai!
— 8 hamstercitos... 8 nombres más.
— ¡Compraste un hamster y te vino con yapa!
— Seguro que mi hermano tiene ideas para los nombres, lo llamaré...

Teobaldo llamó por teléfono a su hermano; no es que viviera muy lejos, pero era más fácil usar el celular.

— Aló, ¿Gerardo?
— El mismo. ¿Que ocurre Teobaldo? Son las 5 de la mañana o_O
— ¿Recuerdas el hamster que compré ayer?
— Si º-º
— ¡Era "mujer" y tuvo hamstercitos! Ahora tengo 9 hamsters en total.
— ¡Ho-ho-hooo! ¡Feliz Navidad! —le respondió Gerardo del otro lado de la línea— ¿Y qué vas a hacer con tantos?
— Los criaré en el terrario... es bastante grande y tendrán una linda casita :)
— ¡Que buena, felicidades, ahora eres tío! —le dijo Gerardo— Tendrás que ponerles nombres.
— Si... por eso te llamaba, ¿se te ocurren algunos?
— Mmmm, a ver, déjame pensar ¬¬

Gerardo se acordó que los renos de Santa Claus eran 9 en total.

— Estamos en Navidad, ¿y si les pones como a los renos del viejo pascuero? —le propuso Gerardo.
— ¿Cómo se llaman? —preguntó Teobaldo.
— El primero es Donner junto a Blitcher, más atrás viene Cometa junto a Cupido, seguido de Brillante y Danzante, y finalmente Centella y Zorro.
— ¿Son 8?
— ¡Nueve! Olvidé mencionar a Rudolph (Rodolfo): el reno de la nariz roja, el que guía la expedición.
— Okey, entonces los bebés hamsters se llamarán como los renos de Santa Claus —dijo Teobaldo.
— Donner y Blitcher, Cometa y Cupido, Brillante y Danzante, Centella y Zorro. —repitió Gerardo.
— ¿Rudolph quedará fuera? —Observó Teobaldo.
— Ponle Rudolph a la mamá.
— ¡Pero es "mujer"!
— Da igual... ¡son hamsters! º-º
— Naaah, ya le había puesto "Katniss" como la protagonista de una película. —declaró Teobaldo.
— Okey, que se llame Katniss, y Rudolph que sea el apellido. —le propuso Gerardo.
— ¿Katniss Rudolph? ¡Suena Bien! —Aprobó Teobaldo.

Ya eran cerca de las 5:30 de la mañana cuando Gerardo se despidió, enviándole a todos los primos un cariñoso saludo de Navidad y un gran "¡Ho-ho-hooo!". Así quedaron las cosas aquella mañana de Navidad, todos volvieron a sus camas y se fueron a dormir, dejando a "Katniss Rudolph" al cuidado de sus 8 retoños.

Pasó el tiempo y los bichitos crecían, muy plomitos y simpáticos ^-^ aunque también había algunos albinos y uno especialmente muy chiquitito y saltón, que era como la guagua de la familia. Cada uno tenía nombre y apellido:

1) Donner Rudolph
2) Blitcher Rudolph
3) Cometa Rudolph
4) Cupido Rudolph
5) Brillante Rudolph
6) Danzante Rudolph
7) Centella Rudolph
8) y Zorro Rudolph ._.

Todos los hamstercitos vivían felices, saltones y contentos en una casita de madera hecha con palitos de helado donde dormían acurrucaditos durante las noches heladas. Su mamá, Katniss Rudolph, los acicalaba constantemente y les enseñaba las labores y principios de un buen hamster: sabían donde tomar agüita, donde ir al baño, donde dormir, donde comer, donde jugar: tenían escaleras de madera y unas rueditas hechas con contenedores de CD, donde podían correr y hacer ejercicio. En ocasiones Teobaldo los sacaba a todos del terrario para que corrieran dentro de la casa (como las personas), ocupándose que nada malo le pasara a ninguno, así los cuidaba con esmero y los hamstercitos se divertían.

Todo era muy chistoso... hasta que un día apareció una sorpresa.

— ¡¡Cuik, cuik, cuik!! —se escuchó una buena mañana º-º

Teobaldo se levantó de la cama y fue a ver el terrario. ¡Oh, sorpresa! Cupido había quedado "embarazado" y tenía cinco hermosos hamstercitos bebés ¬¬

— ¡No puede ser! —Teobaldo estaba escandalizado— ¡Tengo que separarlos de inmediato!

La buena nueva fue recibida con moderada admiración por la familia de Teobaldo, quiénes propusieron separar a los machos de las hembras. Así, Teobaldo y sus primos se dieron a la tarea de construir nuevas casas para los nuevos residentes. Teobaldo separó a los bichitos, que ya estaban demasiado grandes para vivir en el terrario, a pesar que no estaba muy seguro de cuáles eran los "chicos" y las "chicas". Los ordenó en diferentes grupos pensando que con eso controlaría su población.

Todo parecía en orden hasta que esa misma semana "Danzante" tuvo sus propios bebés ._.

— ¡Chuuuu! ¡Entonces éste era "mujer"! —exclamó Teobaldo, y acto seguido dejó a Danzante en una casita propia para que amamantara a sus crías.
— ¡Pero es que tienes que separarlos, poh! —decían sus primos.
— Te estás llenando de roedores, Teobaldo, jajaja.
— Escuela de "marsupiales" Teobaldo, el ratón :P

— ¡Güena, Mickey mouse! :D —le dijo su hermano por teléfono.
— Menos mal que no compraste un elefantito xD —dijo una amiga por ahí.

Teobaldo pasó un par de días resignándose a las bromas y chistes por parte de su familia, hasta que esa mañana...

— ¡¡Cuik, cuik, cuik!! —"Cometa" acababa de dar a luz a siete tiernos nenes de hamster Ô-Ô

Teobaldo se levantó y dejó a Cometa con sus bebés en una casita independiente. Un par de horas después "Zorro Rudolph" aspiraba a la casa propia.

— ¡¡Cuik, cuik, cuik!!

Ahí estaba Zorro con sus primeras crías. Teobaldo se dió cuenta que no podría mantenerlos a todos, pero sentía tristeza el sólo pensar en regalarlos... eran TAN LINDOS Y TIERNOS ô-ô ...se había encariñado con sus mascotas. Pero luego fue el turno de "Blitcher", el culpable parecía ser "Centella". Pasaron las semanas y los "ratones" saltaban por todas partes; se subían por las cortinas y corrían por las ventanas, hacían ruido por las noches en las rueditas ya que gustaban de hacer ejercicio por las noches, se comían el desayuno de Teobaldo en la mañana y se metían en sus zapatos y los bolsillos de sus pantalones.

— ¡Esto ya es demasiado! —se dijo Teobaldo. Por fin tomaba en cuenta el asesoramiento de sus primos.

¡No era posible que Teobaldo tuviera que mirar el suelo a cada paso para saber dónde tenía que pisar para asegurarse de no dañar a niguna mascota. Hasta el momento ningún hamster había sido herido, por el contrario, se divertían de lo lindo, pero la mesa de "pool" y el "bow window" ya parecían naciones independientes; la nación Cupido-Centella-Blitcher-Zorro le declaraba la guerra a la nación Cometa-Danzante-Centella-Donner, pero los Centella-Brillante-Blitcher-Cupido abogaban por la paz.

Aquella fue la mejor época de los hamsters: la explosión demográfica alcanzó niveles insospechados hasta para las estadísticas de la NASA. Teobaldo no lo dudó más: se conectó a su Facebook y escribió un mensaje:

— "REGALO MANADAS DE HAMSTERS."

Inmediatamente sus amigos comenzaron a visitar su perfil. Con el tiempo, Teobaldo fue regalando a unos y otros: los primos se llevaron a los Centella II-Blitcher I-Brillante II-Zorro III y los amigos optaron por los Zorro II, Blitcher I, Cometa III, Brillante II ...y así sucesivamante, hasta que finalmente un buen día se fueron a aventurar mundo los ultimos hijos de la tátara-tátara-tátara-abuela Katniss Rudolph, quién tomó sus tan esperadas vacaciones, disfrutando de la tranquilidad de su viejo terrario junto a sus hijas comadronas ^-^
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