Cuentos Cortos
Cuentos Cortos
El chivito y el lobo
Fábula de Esopo
Ilustración de Darkmoon

Había una vez un alocado chivito, que siempre estaba buscando la forma de escaparse del rebaño, pues ese modo de vida le resultaba aburrido. Estaba deseando conocer otros lugares y tener grandes aventuras que poder contar dentro de muchos años cuando algún día decidiese volver con sus compañeros.

Un día, aprovechando un despiste de los perros, consiguió escaparse. Aprovechó un hueco entre dos grandes piedras para escabullirse y, una vez fuera de la vista del rebaño, comenzó a correr rápidamente para alejarse lo máximo posible.

El chivito estaba loco de contento pues podría vivir todas esas grandes aventuras con las que tanto soñaba. Ya no tendría que hacer caso a las exigencias del rebaño ni tendría que ir nunca más a donde le mandasen los perros pastores con sus broncos ladridos.

Al poco rato de ir caminando en soledad, un enorme lobo le salió al paso. El lobo se relamía pensando en el festín que se iba a dar con el chivito, quien temblaba asustado pensando en que no tenía quien le protegiera.

Justo cuando el lobo se disponía a saltar sobre él para devorarlo, al chivito se le ocurrió una brillante idea: le pidió al lobo un último deseo que consistía en poder tocar la flauta. El lobo, que, aunque tenía mucha hambre no era malvado, accedió.

El chivito comenzó a tocar, entonces, una melodía que se esparció por todos los alrededores, llegando hasta los agudos oídos de los perros que custodiaban el rebaño y que se habían percatado de la desaparición del chivito.

Rápidamente, echaron a correr hacia el sitio de dónde provenía la música y el lobo tuvo que poner pies en polvorosa, salvándose el chivito de un final desastroso.

Fin
Moraleja
“La astucia es buena compañera, pero
siempre acompañada de la prudencia."
El Sr. Hedgehog

Érase un pequeño animalito llamado el Sr. Hedgehog: un apacible erizo que vivía en compañía de un grupo de erizos. La mayoría un poco más jóvenes y descuidados que él. Entre todos se pusieron de acuerdo para construir un pueblo juntos. Y así trabajaron durante largas jornadas, hasta que un buen día terminaron. Todos estaban muy contentos y satisfechos... todos, menos el Sr. Hedgehog, que sentía que algo más le faltaba.
— El pueblo no está en el bosque, sino en el campo junto al río. —pensó el Sr. Hedgehog— Podría ser mejor...
Así que decidió buscar un lugar que le sentara mejor. Cual no sería la sorpresa de los demás erizos cuando, en un momento dado, lo vieron partir.
— ¿A dónde irá el Sr. Hedgehog? —preguntó curioso un erizo.
— Es verdad... ¿Qué está haciendo? ¡Parece que se va! —exclamó otro.
— No lo creo... —dijo un tercero— ¡Si acabamos de levantar un hermoso pueblo en un lugar tan bonito!
Así que enviaron al erizo más joven a preguntarle.
— Hola Sr. Hedgehog —le dijo ya llegando a la periferia del pueblo donde tenía su casita— ¿No lo está pasando bien?
El erizo mayor le respondió:
— Es bonito, sí... pero el entorno un tanto aburrido. He conocido mejores lugares, y estoy seguro que si exploro un poco más podría encontrar alguno de esos lugares que frecuentaba cuando niño.
El erizo más chico se levantó en sus patitas traseras y agitó las delanteras en el aire, buscando alcanzar la estatura del Sr. Hedgehog.
— ¡Suena interesante! Pero no se vaya muy lejos; sería bueno que nos visitara de vez en cuando. —le dijo el joven erizo con carita de pena.
— No te preocupes, muchacho —le consoló el experimentado erizo mayor— el bosque no queda lejos y prefiero buscar un rincón por ahí. Además y aunque la idea original parecía interesante, se supone que los erizos vivimos en los bosques, no en pueblos.
El joven erizo corrió a contarle a sus compañeros lo que pasaba, y por supuesto ninguno entendió ese cambio repentino. Después de todo habían trabajado mucho para tener su propio pueblo... como las personas.

Cuando parecía que todo el grupo iba a perseguirle para tratar de convencerlo, el Sr. Hedgehog salió corriendo hacia su casa. Rápidamente empacó su mochila con comida y agüita para beber. Tomó su brújula para no perderse, y una manta para estar calentito el tiempo que durara su aventura.

Ahí iba corriendo de nuevo el Sr. Hedgehog. Corrió y corrió lejos a través de los senderos, hasta que llegó a un bosque desconocido. Por suerte, el sol brillaba todavía a pesar que ya era tarde... pero el lugar parecía tranquilo y placentero. Ahí se sentó un ratito a comer su colación.

Estaba en eso cuando oyó un susurro detrás de él. Se dio la vuelta, sorprendido, pues estaba seguro que había dejado muy atrás a los insistentes erizos. ¡Que sorpresa se llevó cuando se encontró frente a él a una linda “Sra. eriza" que parecía vivir en los alrededores!
— ¡Buenas tardes! —saludó amablemente el viejo erizo.
Y pronto se pusieron a conversar. El Sr. Hedgehog le relató de su escape lejos del pueblo buscando un mejor lugar para su madriguera. La “Sra. eriza", le dijo:
— Vivo cerca y también tengo amigos aquí en el bosque. ¿Tal vez quieras venir? Es muy bonito donde vivo, y cerca se puede nadar en el río. Debe ser el mismo que pasa por el pueblo de tus amigos, así que si te quedas aquí a vivir, cualquier día puedes bajar en bote a visitarles.
El erizo pensó que era un buen plan, y se fue con ella. En el camino hacia el lugar, caminaron a lo largo del río. El Sr. Hedgehog, que todavía tenía algo de citadino, no quería mojar sus patitas; así que se fue caminando a través de los tocones de los árboles, y así fue como más adelante cruzó el río al otro lado. ¡Que sorpresa se llevó de nuevo cuando vio a la “Sra. eriza" nadando a través del río.
— Podrías intentarlo la próxima vez —le propuso la dama— ¡Nadar es divertido! Siempre y cuando lo hagas con seguridad, claro.
Se reunieron al otro lado del río nuevamente y siguieron rumbo a casa de la “Sra. eriza". Ahí fue recibido por otros erizos de campo que atendieron al recién llegado.
— ¡Hola, hola! —Se saludaba todo el mundo.
Y allí se quedó viviendo el viejo erizo; compartiendo el tiempo junto a la, ahora, Sra. Hedgehog; pues se casaron y vivieron muy felices.

Fin
El Lobo y las 7 Cabritas
Hermanos Grimm · Versión traducida por Angelina Gatell

Ilustración de Shigeto Takahashi

Había una vez una cabra que tenía siete preciosos cabritos. Un día los llamó a su alrededor y les dijo:
— Tengo que irme al bosque. Tengan mucho cuidado con el lobo. Si consigue entrar en nuestra casa, se los comerá. Procuren siempre tener muy bien cerrada la puerta, y no abrirle a nadie. Y, sobretodo, recuerden que si alguien llama (toc-toc-toc) miren muy bien por debajo de la puerta, y si tiene las patas negras, no abran porque es el lobo malo. Si hacen lo que les digo, nunca les ocurrirá nada malo.
Pero tan pronto como se fue la cabra, llamaron a la puerta, y había una voz ronca que decía:
— ¡Ábranme la puerta; soy su mamá!
Los cabritos escucharon muy atentamente, pero no se atrevieron a abrir. El lobo malo les volvió a tocar, y dijo:
— ¡Ábranme, ábranme! ¡Les traigo muchos regalos a mis hijitos!
Ellos se asomaron por debajo de la puerta y exclamaron:
— ¡Vete de aquí! ¡Te conocemos muy bien por tus patas negras y tu voz ronca!
Entonces el lobo tomó mucha miel para endulzar su voz, cubrió sus patas con harina blanca, y volvió a la cabaña de los cabritos.
— ¡Ábranme la puerta; soy su mamá! ¡He traído muchos regalos para ustedes!
— ¡Es mamá! —dijo uno de los cabritos.
— ¡Enséñanos tus patas, queremos estar seguros!
Entonces, el lobo mañoso, extendió sus patas "blancas" y las mostró.
— ¡Es mamá! —dijo uno de los cabritos.
— ¡Es mamá! ¡Es mamá! —dijeron los otros.
Y tan pronto como los cabritos abrieron la puerta, el lobo entró a la cabaña y se los comió uno tras otro, casi sin respirar. Contento de su triunfo y con el estómago lleno, salió de la cabaña, tambaleándose, y dijo:
— ¡A dormir!
Poco después, la cabra regresó a la cabaña, buscando a sus hijitos, y no vio nada. La mamá cabra imaginó lo que había pasado y se puso a llorar. Pero de repente oyó una voz muy temblorosa que decía:
— ¡Aquí estoy, mami: me he salvado! —dijo el más pequeño de los cabritos, que había alcanzado a esconderse debajo de una cama.
Entonces, salieron a buscar al lobo, y cuando llegaron a su cueva, vieron que su estómago se movía. La cabrita, con unas tijeras, le abrió la panza y empezaron a salir todos sus hijitos, uno por uno. Y ya todos felices, se fueron. Y el lobo malo jamás despertó.

Fin
El Primer Cuento
Oriana Martínez E. & Antonio Ross M.

Arte rupestre de Klaus Hausmann

Imagina una noche en la Prehistoria. Oscura y negra. Lluvias torrenciales. Relámpagos y truenos. Inmensos árboles agitándose y doblando sus figuras ante el ímpetu del viento huracanado que, silbante, rompe los oídos. Imagínalo. Allá, al fondo, una pequeña luz en la montaña, suave, tenue, como una estrella lejana. Acércate, mira... y escucha...

Una fogata y un animal asándose lentamente sobre ésta... Hace calor en la caverna. Hombres rudos vestidos con pieles de animales están juntos, cerca de la lumbre, expectantes, ansiosos. De pronto, uno de ellos, el cazador, comienza a relatar, y cuenta la cacería. Muestra sus heridas, aún frescas, en brazos y piernas. Los demás lo miran, lo admiran, pendientes de la proeza que les dará el sustento. Viven, sufren, vibran con él en las correrías, en la emboscada del animal, hasta el enfrentamiento final, cuando el cazador, habiendo debilitado al animal, desangrándolo, haciéndolo correr, lo enfrenta, en el combate definitivo.

La fiera embiste. El hombre la espera a pie firme, resiste el salvaje choque, y con sus fuertes brazos rodea los cuernos del animal. El hombre es elevado por los aires, pero no suelta a su presa. Carga todo el peso de su cuerpo a un costado, hasta hacer doblar la cerviz de la bestia. Ésta bufa, resopla, trata de enderezar su cabeza dominada por ese peso inesperado, pero se le doblan las rodillas y... no puede. Cae. El hombre ha triunfado.

Su auditorio —mujeres, niños, los otros hombres— escuchan entusiasmados el combate. No han perdido ni un detalle. Ni una imagen. Algunos de ellos, quizás los con más imaginación, hasta escucharon los bufidos de la bestia y los gritos del hombre.
El primer cuento ha sido contado.
Allá lejos, en una cueva perdida en el tiempo,
miles de años atrás...

Fin
El Ratón sin Cola
Isabel Mézquita de Aguilar
Ilustración de JenDigitalArt

Un travieso ratoncito se divertía molestando al gato. Un día logró derramar el plato de leche en que el gato bebía. Furiosa, el gato persiguió al ratón, dispuesto a comérselo, pero sólo logró arrancarle la colita y se quedó con ella.
— Te la daré —dijo el gato—, si repones la leche que me tiraste.
El ratoncito fue a ver a la vaca.
— Vaquita, regálame un poco de leche para que se la dé al gato y él me devuelva mi colita.
— Te la daré —dijo la vaca—, si me traes un poco de masa fresca.
El ratoncito fue a pedir la masa fresca a la cocinera.
— Panchita, regálame un poco de masa fresca para que se la dé a la vaca, obtenga de ella un poco de leche y se la dé al gato a cambio de mi colita.
— Te daré la masa —respondió la cocinera—, si me traes el maíz para que la prepare.
El ratoncito fue en busca del labrador y le dijo:
— Amigo, regálame un poco de maíz para que se lo lleve a la cocinera para que me prepare masa fresca, y yo se la dé a la vaca, obtenga de ella un poco de leche y se la dé al gato a cambio de mi colita.
— Con gusto te lo daría, si no fuera porque la falta de lluvia ha retrasado la cosecha.
El ratoncito se quedó muy triste y empezó a llorar amargamente. El labrador, apenado, empezó a llorar también, y unidas las lágrimas corrieron por los surcos regando el maíz, que comenzó a dar unas hermosas mazorcas.

El labrador, muy contento, empezó a cosechar y le dio al ratoncito una buena bolsa de maíz. Así que el ratoncito se fue corriendo para llevar el maíz a la cocinera, que en un momento le molió y preparó la masa fresca.

Llevó la masa fresca a la vaca, que se la tragó en un abrir y cerrar de ojos, y así pudo dar leche al ratoncito. El gato, al ver tanta leche, le dio al ratoncito su colita, y el ratoncito se la pegó.

Fin
El Gallito del Rey
Mishotsu, discípulo de Lao-Tse

Hubo una vez un Rey que deseaba tener un fuerte gallito de pelea, y pidió a un vasallo que amaestrara a uno. Así fue como el domador comenzó a enseñar algunas técnicas de batalla a un excelente y embravecido gallo que —debido a su fiereza— se hacía difícil controlarlo. Al cabo de diez días el Rey preguntó entusiasmado a su vasallo:
— ¿Ya estamos con el ave? ¿Puedo organizar un combate con el gallito?
— ¡No, no... aun no! —le respondió el instructor— Todavía esta apasionado; siempre quiere pelear. Cuando nuestro gallo oye el canto del gallo de la aldea vecina —que fama tiene de mañoso—, se encoleriza como un demonio y quiere batirse con el.
— Esta bien. Continúa entrenándolo... —dijo el Rey.
Otros diez días pasaron, de duro entrenamiento polluno, hasta que el Rey llamó a su súbdito:
— ¿Ahora si es posible organizar el combate, verdad? —pregunto intrigado el Rey.
— ¡Todavía le queda brío de pasión! —respondió el instructor— Cuando oye el canto del gallo de la aldea vecina, se sobresalta de tanto en tanto, pero más sosegadamente que en el último reporte.
— Entiendo. Continúa entrenándolo... —dijo el Rey.
Así pasaron diez días más, y el Rey hizo llamar nuevamente a su vasallo:
— ¿Cómo sigue el ave? ¿Vamos por buen camino? —le preguntó.
— Ahora ya no está tan apasionado... —le respondió el instructor— Si oye el canto del gallo de la aldea vecina, permanece tranquilo, y se le aprecia en una pose justa, recta y elegante, con cierta dosis de tensión potencial. La energía y la fuerza no se manifiestan superficialmente, pero ya no se encoleriza.
— ¡Oh! —exclamó satisfecho el Rey— Entonces... ¿está listo?
— Probablemente, mi Rey.
El Rey mandó de inmediato a organizar el torneo contra el gallo de pelea de la aldea vecina, pero éste nada más ver al "gallardo" del Rey, se escabulló como pollito ante la olla.

Fin
Osito regresa a casa
Para mi amiga Gricel · Por Ethan J. Connery

Camino por el bosque Osito se perdió, y buscando el camino de regreso a casa se encontró con un sendero que señalaba una salida hacia lo profundo de las montañas. Osito la siguió y caminó y caminó bajo los grandes árboles buscando esa salida, pero se hizo tarde y se vino la noche, y Osito perdido, se puso a llorar.

Estaba hechando sus lagrimitas, cuando de pronto vio una luz a lo lejos en el bosque y fue a ver que era, y cuando llegó cerca se dió cuenta que la luz venía de la copa de un árbol, así que para subir hasta arriba se hizo un volantín con hojitas de árbol y dejó el volantín amarrado en un palito.

Asi que Osito fue subiendo y subiendo por el hilito del volantín hasta que llegó a la copa del árbol y se encontró cara a cara con la luz verde, y resultó ser ...¡un enjambre de luciérnagas!

- ¡Ay, que lindo! -dijo Osito.

De pronto las luciérnagas se fueron volando asustadas por Osito y en eso, el hilo se soltó del palito que lo sostenía y Osito se fue volando en el volantín de hojitas. Allí iba Osito aventurero, impulsado por el viento, planeando por encima del bosque en el que se había perdido.

Y así volando, volando atravesó las montañas que lo separaban de su casita, siguiendo el camino de las luciérnagas que lo llevaron hasta un campo lejano donde encontró la cabaña donde vivían sus papás.

- ¡Mi casita! -gritó Osito entusiasmado.

Ya había encontrado su hogar, pero debía descender del cielo, ya que estaba volando casi a la altura de las nubes, así que para bajar, Osito fue sacándole de a poco hojitas al volantin y así fue perdiendo altura hasta que llegó justo al techo de su casita. Y en eso ve que sus papas venían camino del bosque porque lo habían estado buscando y desde a lo lejos habían divisado el camino de luz que dejaban las luciérnagas y en medio de ese camino a Osito que volaba aventurero en su volantín.

Asi que cuando los papás llegaron a la casa se encontraron con que Osito había aterrizado en su techo y Osito saltó a los brazos de sus papás y se abrazaron felices de haberse reencontrado. Después se fueron todos a comer un rico plato de miel preparado por Mamá Osa que estaba muy feliz porque su pequeño Osito no se había perdido. Durante la cena Osito relató sus aventuras a Mamá Osa y Papá Oso le oían asombrados y con mucha atención.
El perrito, la pantera y el mono
Anónimo
Iba un explorador con su perrito caminando por el África, cuando en un descuído se pierde el perrito y empieza a vagar solo por la selva. De repente ve que a lo lejos viene corriendo una enorme pantera con la intención de comérselo. El perrito asustado piensa rápido qué hacer y en eso, ve un montón de huesos de un animal muerto y empieza a morderlos haciéndose el salvaje. Cuando la pantera está a punto de atacarlo, el perrito dice:

—¡Ah, qué rica pantera me acabo de comer!

La pantera se detiene en seco, gira y sale corriendo despavorida mientras piensa:

—¿Qué animal tan raro será ese que se comió completa una pantera? ¡mejor desaparezco antes de que me coma a mi!

Un mono malulo que andaba en un árbol vio todo lo que había pasado y salió corriendo detrás de la pantera para contarle cómo el perrito lo había engañado.

—¡Ay pantera, si serás tonta: esos huesos ya estaban ahí y ese animal no es más que un perrito inofensivo!

La pantera, enfurecida se devuelve corriendo a donde está el perrito, llevando al mono montado en su lomo. El perrito ve a lo lejos que viene nuevamente la pantera con el mono encima y se da cuenta de que lo descubrieron.

—¡Oh no! ¿Y ahora qué hago?

Se dice todo asustado. El perrito piensa rápido y en lugar de salir corriendo se queda sentado en el mismo sitio dándole la espalda a la pantera que se acerca, y hace como si no los hubiera visto. Cuando la pantera está a punto de atacarlo el perrito exclama otra vez:

—¿Dónde andará este mono? ¡Hace media hora que lo mandé a traerme otra pantera y todavía no aparece!

O_O
Las 6 Estatuas de Piedra y los Sombreros de Paja
Cuento Tradicional del Japón
Imagen (adaptada) de Lienyuan Lee

Érase una vez, un abuelito y una abuelita. El abuelito se ganaba la vida haciendo sombreros de paja. Los dos vivían pobremente, y un año al llegar la noche vieja no tenían dinero para comprar las pelotitas de arroz con que se celebra el Año Nuevo. Entonces, el abuelito decidió ir al pueblo y vender unos sombreros de paja. Cojió cinco, se los puso sobre la espalda, y empezó a caminar al pueblo.

El pueblo caía bastante lejos de su casita, y el abuelito se llevó todo el día cruzando campos hasta que por fin llegó. Ya allí, se puso a pregonar:
— ¡Sombreros de paja, bonitos sombreros de paja! ¿Quien quiere sombreros?
Y mira que había bastante gente de compras, para pescado, para vino y para las pelotitas de arroz, pero, como no se sale de casa el día de Año Nuevo, pues, a nadie le hacía falta un sombrero. Se acabó el día y el pobrecito no vendió ni un solo sombrero. Empezó a volver a casa, sin las pelotitas de arroz.

Al salir del pueblo, comenzó a nevar. El abuelito se sentía muy cansado y muy frío al cruzar por los campos cubiertos ahora de nieve. De repente se fijó en unas estatuas de piedra (jizos) que representaban a dioses japoneses. Había seis estatuas con las cabezas cubiertas de nieve y las caras escarchadas de hielo. El viejecito tenía buen corazón y pensó que las pobres estatuas debían tener frío. Les quitó la nieve, y uno tras uno les puso los sombreros de paja que no pudo vender, diciendo:
— Son solamente de paja pero, por favor, acéptenlos...
Pero solo tenia cinco sombreros, y las estatuas eran seis. Al faltarle un sombrero a la última, el viejecito le dio su propio sombrero, diciendo:
— Discúlpeme, por favor, por darle un sombrero tan viejo.
Y cuando acabó, siguió por entre la nieve hacia su casa. El abuelito llegaba cubierto de nieve. Cuando la abuelita le vio así, sin sombrero ni nada, le pregunto que que pasó. El le explicó lo que ocurrió ese día, que no pudo vender los sombreros, que se sintió muy triste al ver las estatuas cubiertas de nieve, y que como eran seis tuvo que usar su propio sombrero.

Al oir esto, la abuelita se alegró de tener un marido tan cariñoso:
— Hiciste bien. Aunque seamos pobres, tenemos una casita caliente y ellos no.
El abuelito, como tenía frío, se sentó al lado del fuego mientras abuelita preparó la cena. No tenían bolitas de arroz, ya que abuelito no pudo vender los sombreros, y en vez comieron solamente arroz y unos vegetales en vinagre y se fueron a la cama tempranito a dormir. A la media noche, el abuelito y la abuelita fueron despiertos por el sonido de alguien cantando. A lo primero, las voces sonaban lejos pero iban acercándose a la casa y cantaban:

El abuelito regaló sus sombreros
a las estatuas todos enteros
¡vamos a su casa, alijeros!

El abuelito y la abuelita estaban sorprendidos, aún más cuando oyeron un gran ruido, ¡Boom! ...corrieron para ver lo que era, y vaya sorpresa les dio al abrir la puerta. Paquetes y paquetes montados uno sobre otro, y llenos de pelotitas de arroz, vino y decoraciones para el Nuevo Año, mantas y kimonos bien calientes, y muchas otras Cosas. Al buscar quien les había traído todo esto, vieron a las seis estatuas alejándose con los sombreros de paja puestos en sus cabezas. Las estatuas, eran en realidad seis espíritus bondadosos que habían estado descansando de un largo viaje, y en reconocimiento de la bondad del anciano, les habían traído regalos para que los abuelitos tuvieran una próspero Año Nuevo.


Fin
Las tres moscas
Un samurai cenaba solo en una mesa de un albergue aislado. Tres moscas revoloteaban continuamente alrededor de él, pero su calma era sorprendente. Tres Ronin entraron en el albergue. Inmediatamente contemplaron con ansias el magnífico par de sables que llevaba el hombre solitario. Seguros de sí mismos, tres contra uno, se sentaron en la mesa de al lado y comenzaron a provocar al samurai.

Este permaneció imperturbable, como si ni siquiera hubiese sentido la presencia de los ronin. Lejos de desalentarse, éstos de burlaron de él cada vez más. De pronto, con tres gestos rápidos, el samurai atrapó las tres moscas que aleteaban a su alrededor con los palillos que tenía en la mano. Después, tranquilamente, dejó los palillos, totalmente indiferente a la conmoción que había causado en los tres ronin.

En efecto, no solamente se callaron de golpe, sino que presos del pánico huyeron a toda prisa. Habían comprendido a tiempo que no podían atacar a un hombre de tan temible maestría.

Más tarde supieron con escalofríos que ese hombre que tan hábilmente les había desalentado era, nada más y nada menos que el famoso Maestro... Miyamoto Musashi.
Las puertas del paraíso
Un samurai se presentó delante del Maestro Zen Hakuin y le preguntó:

- ¿Existen realmente el infierno y el paraíso?
- ¿Quién eres tú? -preguntó el Maestro.
- Soy el samurai...
- ¡Tú, un guerrero! -exclamó Hakuin- Pero mírate bien ¿qué señor va a querer tenerte a su servicio. ¡Pareces un mendigo!

La cólera se apoderó del samurai. Aferró su sable y lo desenvainó. Hakuin continuó:

- ¡Ah, incluso tienes un sable! Pero seguramente eres demasiado torpe para cortarme la cabeza.

Fuera de sí, el samurai levantó su sable dispuesto a golpear al Maestro. En ese momento éste le dijo:

- Aquí se abren las puertas del infierno.

Sorprendido por la seguridad tranquila del monje, el samurai envainó el sable y se inclinó respetuosamente.

- ¡Aquí se abren las puertas del paraíso!
En las manos del destino

Un gran general, llamado Nobunaga, había tomado la decisión de atacar al enemigo, a pesar de que sus tropas fueran ampliamente inferiores en numero. Él estaba seguro que vencerían, pero sus hombres no lo creían mucho. En el camino, Nobunaga se detuvo delante de un santuario Shinto. Declaro a sus guerreros:
— Voy a recogerme y a pedir la ayuda de los kamis. Después lanzaré una moneda. Si sale cara venceremos, si sale cruz perderemos. Estamos en las manos del destino.
Después de haberse recogido unos instantes, Nobunaga salió del templo y arrojó una moneda. Salió cara. La moral de las tropas se inflamó de golpe. Los guerreros, firmemente convencidos de salir victoriosos combatieron con una intrepidez tan extraordinaria que ganaron la batalla rápidamente. Después de la victoria, el ayuda de campo del general le dijo:
— Nadie puede cambiar el destino. Esta victoria inesperada es una nueva prueba.
— ¿Quién sabe? -respondió el general, al mismo tiempo que le enseñaba una moneda trucada, que tenía cara en ambos lados.
El ojo del guerrero
Gran amante del Teatro No, Tajima no kami, profesor de sable del shogun, asistía a un espectáculo en el que estaba reunida la Corte. El actor más famoso de la época actuaba ese día. Tajima observaba atentamente su actuación que manifestaba un gran dominio de sí. Su concentración parecía sin fallo, sus gestos no dejaban ninguna abertura, exactamente igual que un guerrero experimentado. Desde el comienzo de la representación Tajima no le quitó el ojo de encima ni un solo instante. De pronto, el Maestro Tajima lanzó un kiai en dirección al actor, un grito discreto, pero que no pasó desapercibido... Un murmullo recorrió la asistencia. Todo el mundo se intercambiaba las miradas. El shogun mismo se volvió para conocer la procedencia de ese grito. Cuando el espectáculo hubo acabado, el shogun convocó a Tajima y le preguntó la razón de su extraña conducta. El Maestro se contentó con declarar:

- Pregunte al actor, él lo sabe.

El actor confesó efectivamente:

- El kiai surgió en el mismo momento en el que tuve un segundo de distracción producido por un cambio en el decorado.
El poderoso Po Kung-i

El rey Hsuan, de Chou, oyó hablar de Po Kung-i, quien era considerado el hombre más fuerte de su reino. El rey se decepcionó al conocerlo, pues Po se veía débil. Cuando el rey le preguntó que tan fuerte era, Po dijo humildemente:

- Puedo romperle la pata a un saltamontes de primavera y resisto el viento que produce una cigarra en el otoño.

Estupefacto, el rey exclamó:

- Yo puedo desgarrar cuernos de rinocerontes y arrastrar a nueve búfalos por la cola y, no obstante, me avergüenzo de mi debilidad. ¿Cómo puedes entonces ser tan famoso?".

Po sonrió y respondió tranquilamente:

- Mi maestro fue Tzu Schang-Chiui, cuya fuerza no tenía igual en el mundo, pero ni sus parientes lo sabían porque el nunca la usó.
Los 2 Reyes y los 2 Laberintos
Jorge Luis Borges

Ilustración de Yvonne Jensen

Cuentan los hombres dignos de conocimiento, que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de dioses y no de los hombres.

Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta.

Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía un laberinto mejor y que, si los dioses le servían, se lo daría a conocer algún día.

Regresó luego a Arabia, juntó sus capitanes y alcaides, y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo:
— ¡Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo! En Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora los poderosos han tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso.
Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con Aquel que no muere.

Fin
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