Cuentos Españoles
Cuentos Españoles
Los Árboles de Piedra
Los monitos de plastilina que aparecen
arriba son de Cristina Gómez Taboada

Había una vez un curioso mundo, un mundo curioso y extraño. Sus campos eran de piedra. De piedra, sus flores. De piedra, sus ríos. Con cañas de piedra, hombres de piedra pescaban peces de piedra. Aquellos hombres tenían brazos de piedra, cuerpo de piedra, cabeza de piedra y corazón de piedra. "Corazón de piedra" no tenía, allí, ningún significado especial; porque sus corazones estaban llenos de hermosos sentimientos. Con ellos amaban a todos los seres de piedra, que vivían en aquel extraño mundo de piedra.

. Era éste, sin duda, el mundo más curioso y más extraño que se haya conocido. La vida discurría tranquila y feliz. Hasta que, cierto día... empezaron los problemas. Por todas las calles, por todas las plazas, sólo se oía una voz:
— Los niños están tristes.
Después de muchos comentarios, después de muchas discusiones, preguntaron a los niños. Y los niños dijeron:
— Queremos árboles. En nuestro parque.
Entonces, en medio de la reunión, se levantaron tres voces:
— Yo los traeré.
— Y yo.
— Y yo también.
Y los tres jóvenes más aventureros se pusieron en camino. Iban en busca de aquellos árboles que tanto necesitaban los niños para ser felices.

Al cabo de un mes volvió el primero. Traía sobre sus hombros un pino. Caminaba doblado por el peso. Y, con grandes ceremonias, lo pusieron en el parque. Pero, al poco tiempo, el pino, plantado sobre piedras, murió.

Dos meses más tarde volvió el segundo. Traía sobre los hombros un cactus. Y plantaron el cactus con el mismo ceremonial, con la misma alegría. Pero el cactus tampoco pudo vivir en aquel suelo de piedra.

Tres meses después, regresó el tercero. Caminaba de prisa, porque no traía ningún peso sobre sus hombros. Y, cuando todos estuvieron a su alrededor, les dijo:
— He encontrado árboles de piedra. Pero no pude cortarlos. ¡Se necesita la ayuda de todos!
Y allá se fueron con el tercer joven aventurero. Se necesitaba la ayuda de todos; por eso iban todos: la piedra de los caminos, hecha a tragar polvo; la piedra que trabajaba en el molino; la piedra que había nacido para estatua y la que estaba hecha para lucir en un precioso anillo.

Y cruzaron ríos, campos de flores y mariposas; montañas verdes cubiertas de árboles que no podían vivir en su mundo de piedra. Y siguieron adelante y llegaron al mar. Y, cuando estuvieron sobre las rocas que formaban la orilla, todas las piedras se unieron:

La piedra del camino, el canto rodado de los ríos, la piedra del molino, la que había nacido para estatua y la que estaba hecha para brillar en una sortija. Todas, unidas de manos, se engarzaron. Y entonces, cuando ya estaban cerca del mar, comenzaron a descender. Al cabo de unos minutos, llegaron a los bosques de coral. Y, con ayuda de los peces martillo y los peces sierra, cortaron árboles de coral, aquellos hechos a medida de su mundo de piedra.

Y en medio de una gran fiesta y en medio de bailes y canciones, los llevaron al parque. Todos sonreían porque, juntos, habían hecho un buen trabajo, y eso les daba mayor fuerza y seguridad. Y las risas de los niños, contentos porque a su parque ya no le faltaba de nada, les unieron mucho más de lo que ya estaban.

Fin
El Lobo, la Miel y la Zorra
Cuento popular español

Ilustración del Artista Cántabro
Fernando Sáez González (1921-2018)

Erase que se era un lobo y una zorra, que, siendo vecinos en lo profundo de un bosque y en lo alto de un monte, les unía una buena amistad. Aconteció que cierto día, mientras paseaban juntos, se encontraron una calabaza de miel, y el lobo, que era el más fuerte de los dos animales, se quedó con ella para saborearla en soledad, no sin antes prometer a la zorra que le avisaría para que la comieran juntos, un día que tuviera buena comida.
La astuta zorra no tuvo otro remedio más que conformarse con la decisión del lobo, pero desde ese momento comenzó a pensar en algún modo de comerse la miel ella sola. La zorra tenía dos hermosos zorritos a quienes por ningún motivo dejaba solos ni un instante. Sucedió, pues, que uno de esos días se presentó la zorra en la cueva del lobo, y le dijo:
—Ya sabes, lobo, cuánto quiero a mis zorritos. Me han invitado a un bautizo que no me es posible eludir, pues he sido llamada a ser madrina. Te ruego, lobo amigo, que vayas a mi madriguera y cuides de mis pequeños zorritos.
—Por supuesto, mujer —respondió el lobo— ¡no faltaría más! Ve tranquila que yo cuidaré de tus cachorritos.
Y sucedió que mientras el lobo entraba en la madriguera de la zorra, la zorra penetraba en la cueva del lobo, dándose un tremendo atracón de miel. Cuando la zorra regresó a su madriguera, le dijo el lobo:
—¡Qué tal estuvo el bautizo, amiga zorra! ¿Mucho te divertiste?
—Si... ¡ya lo creo! —le respondió la zorra.
—¿Y con qué nombre bautizaron al niño?
—La llamaron "Principela".
—¡Pobre niña, que nombre más extraño! —exclamó el lobo.
Y así quedó la cosa. Al cabo de unos días la zorra volvió a la cueva del lobo y le dijo:
—Lobo amigo, perdona si te soy inoportuna, pero me han invitado a un nuevo bautizo y no quisiera que mis dos zorritos queden solos en casa...
—Si, mujer, por supuesto, no te preocupes —repuso el lobo— Ve tranquila, que yo cuidaré de tus pequeños.
Y mientras el lobo entraba a la madriguera de la zorra, la zorra entraba en la cueva del lobo y demediaba la calabaza de miel. Terminada su faena regresó la zorra a su madriguera, preguntándole el lobo:
—¿Mucho te divertiste?
—Si..., ¡sin duda!
—¿Y qué nombre le han puesto al niño en esta ocasión?
—La llamaron "Mediela" —respondió la zorra—, también era una niña.
Y así quedo la cosa. Pasados algunos días fue nuevamente la zorra a ver al lobo:
—Lobo amigo, amigo lobo, si quisieras cuidar de mis cachorros te estaría agradecida, pues nuevamente he sido invitada a otro bautizo º-º
—Claro, mujer, nada tienes de qué preocuparte, yo los cuidaré.
Y ya sabemos que mientras el lobo entraba en la madriguera de la zorra, ésta lo hacía en la cueva del lobo, terminando de zamparse el resto de miel de la calabaza. Cuando la zorra regresó a su madriguera, le pregunta el lobo:
—¿Con qué nombre han bautizado a la nueva criatura?
—"Acabela" —contestó la zorra.
Y así quedó la cosa. A la semana siguiente, va la zorra a ver al lobo y le dice:
—Me parece que ya va siendo hora, amigo lobo, de que me invites a saborear esa deliciosa miel que nos encontramos... ¿recuerdas?
—Amiga zorra, casi la había olvidado. Ahora mismo la traigo, pues da la casualidad de que buena comida tengo —repuso el lobo.
Y yendo a la cocina, saca tres enormes gallinas bien cebadas y media docena de pollitos ya preparados. En sólo unos minutos devoraron la comida, y cuando ya tocaba el postre va el lobo a buscar la calabaza y la encuentra vacía.
—¡Te has comido la miel! —acusa el lobo a la zorra.
—¡Habrase visto! —respondió la zorra— ¿Y como me la habría podido yo comer? ¿Que acaso no eras tú el guardián de nuestra deliciosa miel?
—¡Pero si yo no me la he comido! —protestó el lobo.
—Ya, ya... no discutamos más —dijo la zorra—, no merece la pena, pero hagamos una cosa: dicen los sabios que el que come miel suda miel. Vamos a dormir un rato y al despertar sabremos quién se ha comido la miel.
Dicho y hecho, el lobo y la zorra se fueron a dormir. Rápidamente el lobo empezó a roncar, pues mucho había comido. En cuanto la zorra lo escuchó, ésta se levantó y, tomando la poca miel que apenas quedaba en la calabaza, escurrió unas cuántas gotas sobre la panza del lobo. Luego se volvió a acostar. Cuando el lobo despertó se percató que tenía gotas de miel sobre su panza, así que llamó a la zorra y le dijo:
—Amiga zorra, he sudado miel mientras dormía, pero te prometo que no he sido yo quien se la ha comido... ¡si ni siquiera la he alcanzado a probar!
—Quizá, es posible... —respondió la zorra—, pero también pudo ser que mientras soñabas te hayas levantado como un sonámbulo y te la hayas zampado sin darte cuenta, siquiera. ¿Eres sonámbulo?
— ¡No, no... desde luego que no! —repuso el lobo, convencido de haber caminado dormido °-°

Fin
El Anillo del Gigante
Cuento Tradicional Español


Ilustración del Artista Cántabro
Fernando Sáez González (1921-2018)

Había una vez una niña muy pobre que iba con frecuencia a recoger leña al monte. Un día que se le hizo tarde por haber encontrado unas fresas silvestres, se le echó la noche encima, debiendo abandonar su leña, pues se perdió y sólo añoraba encontrar el camino de vuelta a su casita.

Así se puso a andar y andar... La noche era oscurísima, había nevado y el camino estaba muy malo. A lo lejos divisó una lucecita y se encaminó hacia allá. La luz provenía de una casa, a cuya puerta había un gigante.
—Señor gigante —dijo la niña temblando de frío y de miedo—, me he perdido y estoy muy cansada y no sé dónde pasar la noche. Si tú quisieras hospedarme esta noche en tu casa...
—¡Oh!, sí sí, desde luego, pequeña —dijo el gigante, manifestando satisfacción.
El gigante se volvió hacia la puerta y gritó con voz de trueno:
—¡Pólvora, ábrete!
Y la puerta se abrió hacia afuera. Y pasaron la niña y el gigante, quien volvió a gritar:
—¡Pólvora, ciérrate!
Y la puerta se cerró. La llave en la cerradura dio dos vueltas, y un candado se enganchó solo en un pestillo. Y la niña y el gigante pasaron a la cocina y se sentaron junto a una enorme chimenea, negra de sucia a causa del hollín que se había acumulado, pues el gigante era un cíclope desordenado que nunca hacía las tareas del hogar. El fuego era grandísimo, las llamas rojas como la sangre de un toro enfurecido, y en las trébedes había una gran olla negra de la que emanaba un gran vapor.

La niña no estaba tranquila porque el gigante era sombrío, muy sombrío; tenía un solo ojo en la frente, como todo cíclope, y sus dientes  eran muy largos, tan largos que daba miedo verle sonreír. Después de un rato el gigante ordenó a la niña:
—Ahí tienes un carnero que acabo de matar. Descuartízalo y mételo en la olla y prepara algo delicioso, porque en adelante vivirás conmigo. No intentes escapar, porque el día que lo hagas en vez de carne del carnero, te cocinaré a ti, porque tu carne es más sabrosa.
El gigante se fue a acostar, mientras la pobre niña, sollozando, preparaba la cena.
—¡Cuando tengas la cena lista, me la llevas a mi cuarto! —le gritó desde su habitación el gigante, siguiéndole una risa malvada.
Pero el gigante debía estar muy cansado, porque pronto sus ronquidos hicieron retemblar toda la casa. La niña preparó la cena y sobre las brasas del fuego depositó un hierro puntiagudo hasta que se puso al rojo vivo. Cenó tranquilamente, pensando qué hacer, y terminada la cena, se fue a echar un vistazo por la casa.

De las paredes colgaban muchas pieles de cordero, así que explorando un pasillo llegó a una puerta, y al abrirla descubrió un corral cerrado en el que habían muchas ovejitas y algunos carneros. La niña, entonces, regresó junto al fuego, y, tomando el hierro candente, se dirigió al dormitorio del gigante, procurando pisar de puntillas para no despertarle. Cuando llegó junto al lecho del perverso cíclope, levantó el hierro y con todas sus fuerzas lo clavó en su único ojo.

El grito que dio el gigante debió llegar al otro extremo del mundo y la casa retumbó de tal forma que casi se les cae encima. El gigante primero se retorció de dolor en el lecho, y después se levantó de un salto, profiriendo injurias y jurando vengarse de la niña, mientras golpeaba las paredes de la casa.

La niña, que ya había tenido la precaución de registrar la casa, corrió a esconderse al corral junto a las ovejas, pero el gigante, suponiendo adonde iba, la siguió, palpando las paredes para no tropezar, y se puso en medio de la puerta del corral, con las piernas entreabiertas. Las ovejas, al verse libres, se lanzaron apretadamente buscando la salida, y pasaban por entre las piernas de su amo, quien las tocaba una a una, dejándolas pasar mientras decía:
—Esta es blanca, esta es negra... y este un carnero...
Y esperando que pasara la niña, vociferaba, mientras rechinaba los dientes:
—¡Ya verás tú, ya verás tú, pequeña bribona, te encontraré y te zamparé de un bocado!
Pero la niña, que era muy lista, cogió una piel de carnero y se metió en ella y se dispuso a pasar entre las ovejas. Cuando le tocó el turno, el gigante palpó la lana y los cuernos, y creyó que era un carnero, pero se quedó con la piel entre las manos.

Lleno de rabia, el gigante quiso vengarse de la niña, pero ella ya estaba ya fuera del corral y sólo podía lograr su intento mediante la astucia, así que riendo le dijo:
—¡Tu treta me ha sorprendido, niña! Y porque has sido ingeniosa en tu ardid, yo te perdono —le dijo, aparentando amabilidad—, y para que veas que es verdad lo que te digo te obsequiaré este anillo.
El gigante tomó un anillo que tenía en su dedo, y se lo tiró a la niña. El anillo cayó sobre la blanca hierba y parecía un gusanillo de luz por el brillo que despedía. La niña, temerosa de otro posible engaño, se resistía a cogerlo, pero tanto brillaba que al fin la curiosidad la llevó a tomarlo entre sus manos. Pero el anillo era mágico y éste se achicó rápidamente hasta cazar uno de sus deditos, entonces el anillo empezó a cantar con voz profunda:
—¡Aquí estoy, mi señor! ♪ ¡Por aquí voy, mi amo! ♫
Y el gigante pudo seguir a la niña. Y aunque la niña corría el gigante la seguía, porque el anillo seguía repitiendo:
—¡Aquí estoy, mi señor! ♪ ¡Por aquí voy, mi amo! ♫
La niña quiso sacárselo del dedo y arrojarlo al fogón, pero por más esfuerzos que hizo no pudo desprenderse del fatal anillo, que cada vez se ajustaba más a su dedito. Cuando la niña llegó a la puerta de la casa, pasó su manita, que era muy pequeña, por debajo de la puerta, y el anillo al sentirse en el exterior de la casa, comenzó a cantar:
—¡Ha escapado, mi señor! ♪ ¡Está afuera de la casa, mi amo! ♫
A lo que el gigante, exclamó:
—¿Cómo has logrado salir? ¡No huirás de mi, pequeña bribona! ¡Pólvora, ábrete!
Y en el instante el candado se soltó del pestillo, la llave dio dos giros a la cerradura, y la puerta se abrió hacia fuera, liberando la mano de la niña, quien corrió con todas sus fuerzas al exterior de la casa, mientras el anillo repetía:
—¡Aquí estoy, mi señor! ♪ ¡Por aquí voy, mi amo! ♫
Así llegó corriendo a un río que iba muy crecido por las lluvias que habían caído. Y al gigante le faltaba ya muy poco para alcanzarla. Entonces la niña recordó que en su faltriquera llevaba una navajilla con la que cortaba las ramitas del monte. La sacó al instante y se cortó el dedo a la altura del anillo, sacó el anillo y lo arrojó al río. Y el anillo, desde el fondo, seguía repitiendo:
—¡Aquí estoy, mi señor! ♪ ¡Por aquí voy, mi amo! ♫
El gigante, como no veía nada, cayó al agua, pero la corriente era demasiado fuerte y lo atrapó, ahogándose en un remolino espantoso º-º ...así, herida pero a salvo, la niña encontró el camino al pueblo, llevándose su dedito a casa de un doctor, quien esa misma noche se lo pegó y lo curó. La niña se prometió que nunca más llegaría tarde a su casita para no perderse de nuevo en el bosque, y el resto de esa noche se quedó en el pueblo.

A la mañana siguiente, cuando volvía a su casa, descubrió con asombro que las ovejitas y carneros que ella había liberado, habían seguido las huellas en la nieve que había dejado la niña la noche anterior, y habían llegado hasta su casa, por lo que la niña reunió a los animalitos y las pastoreó en su propia colina, y no volvió a ser pobre nunca más.

Fin
La Mula del Cura
Cuento popular español
Era un señor cura que tenían una noria y una mula que estaba día y noche enganchada a la noria dando vueltas para sacar el agua. La noria estaba muy cerca de la casa del señor cura. Él tenía unas esquilas puestas a la mula para poder oírlas desde su casa. Cuando se paraban las esquilas, es que se había parado la mula. Entonces el cura se asomaba a la ventana, desde allí arreaba a la mula, y ella seguía dando vueltas.

Un día pasaron por allí unos estudiantes que tenían mucha hambre y no tenían dinero para comer. Empezaron a estudiar la manera de robar al cura la mula; pero no podían llevársela y dejar la noria parada, porque el cura al no sentir las esquilas desde su casa, se asomaría a la ventana y vería en seguida que le habían robado la mula.

Acordaron que al que le tocara, se quedaría dando vueltas a la noria para que sonaran las esquilas, y así el cura no se daría cuenta hasta que ellos estuvieran lejos. Así lo hicieron, y el que quedó dando vueltas a la noria estuvo toda la noche; pero cuando se cansó, se paró. El cura, al levantarse y no oír las esquilas, se asomó a la ventana y, viendo a un hombre en lugar de su mula, se armó con un cuchillo muy grande y se fue a ver qué pasaba. Al verle llegar, al estudiante se le pusieron los pelos de punta, pero ya tenía pensado lo que iba a decirle y le dijo:

-Mire usted, señor cura. Yo soy su mula, que estaba castigada por una vieja a tirar veinte años de una noria. Hoy cumple el plazo, y como he rezado mucho, Dios ha hecho que vuelva a mi forma humana. Así que usted me tendrá compasión y me dejará marchar sano y salvo. Si en alguna ocasión volviera a encontrarme hecho mula, no se asuste, soy el mismo.

El cura, al oír la relación del estudiante, le dejó marchar, encargándole que rezara mucho para no volver a ser castigado. El estudiante cuando se vio libre, fue en busca de sus amigos y les contó lo ocurrido. Y fueron a la feria a vender la mula del cura.

El cura fue a comprar otra mula a la feria. La primera que vio fue la suya; pero se apartó de ella como alma que lleva el diablo, diciendo:

-¡A mí ya me la has dado una vez! ¡Ahora, el que no te conozca te compre!
Guiñol
Ana María Matute, española (fragmento)
Yungo sintió un gran deseo de oír la música de su guitarra y empezó a pulsar la cuerdas.
Entonces, el telón empezó a descorrerse despacito, y aparecieron un par de muñecos con ojos de vidrio azul. Yungo sintió una gran alegría al verles, y continuó tocando su canción. Los muñecos empezaron a bailar. Decían:

-¿Oyes, Cristobalita, qué música?
-¡Cómo me gustaría oír siempre esta música, Currito!

Hacían gestos de gran alegría, y se inclinaban sobre Yungo, con la manita sobre la oreja, para escuchar mejor. Yungo estaba muy admirado, y al ver la atención con que los muñecos escuchaban tocaba con mayor gusto.

-¿Quién te enseñó estas palabras tan hermosas, niño? -le preguntaron los muñecos.

Entonces Yungo dejó de tocar, y los dos muñecos cayeron lacios sobre la boca del escenario. Sus bracitos pendían hacia el suelo, llenos de desolación, y Yungo se entristeció.
Por una esquina del escenario asomó la cabeza del hombre del guiñol. Era un hombre viejo, con gafas azules, y le llamó:

-¿Quién eres tú, muchacho? Hace mucho tiempo que nadie viene a contemplar mis muñecos. ¿Sabes? Las gentes prefieren el tiro al blanco, los tiovivos y los papeles del porvenir. Dicen que mis muñecos son demasiado tristes. Y es que yo también tengo el corazón lleno de pena, y no puedo hacerles decir cosas alegres.

Yungo estaba muy admirado y, como no podía hablar, volvió a tocar la guitarra...
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