Cuentos Fábulas
Cuentos Fábulas
El chivito y el lobo
Fábula de Esopo
Ilustración de Darkmoon

Había una vez un alocado chivito, que siempre estaba buscando la forma de escaparse del rebaño, pues ese modo de vida le resultaba aburrido. Estaba deseando conocer otros lugares y tener grandes aventuras que poder contar dentro de muchos años cuando algún día decidiese volver con sus compañeros.

Un día, aprovechando un despiste de los perros, consiguió escaparse. Aprovechó un hueco entre dos grandes piedras para escabullirse y, una vez fuera de la vista del rebaño, comenzó a correr rápidamente para alejarse lo máximo posible.

El chivito estaba loco de contento pues podría vivir todas esas grandes aventuras con las que tanto soñaba. Ya no tendría que hacer caso a las exigencias del rebaño ni tendría que ir nunca más a donde le mandasen los perros pastores con sus broncos ladridos.

Al poco rato de ir caminando en soledad, un enorme lobo le salió al paso. El lobo se relamía pensando en el festín que se iba a dar con el chivito, quien temblaba asustado pensando en que no tenía quien le protegiera.

Justo cuando el lobo se disponía a saltar sobre él para devorarlo, al chivito se le ocurrió una brillante idea: le pidió al lobo un último deseo que consistía en poder tocar la flauta. El lobo, que, aunque tenía mucha hambre no era malvado, accedió.

El chivito comenzó a tocar, entonces, una melodía que se esparció por todos los alrededores, llegando hasta los agudos oídos de los perros que custodiaban el rebaño y que se habían percatado de la desaparición del chivito.

Rápidamente, echaron a correr hacia el sitio de dónde provenía la música y el lobo tuvo que poner pies en polvorosa, salvándose el chivito de un final desastroso.

Fin
Moraleja
“La astucia es buena compañera, pero
siempre acompañada de la prudencia."
La Hormiga y la Golondrina
Una fábula de Esopo · Versión de Svanhildr MacLeod


Cierto día de verano una hormiga caminaba solitaria por el campo. Se había pasado la tarde explorando el lecho seco de un antiguo río en compañía de otras hormigas, pero habiendo hallado hojas de acacia, muchas de ellas se quedaron trabajando en el camino.

Nuestra hormiguita aun era joven y le faltaba experiencia a la hora de recortar hojas, extraer su néctar o transportarlas al hormiguero para proveer de sustento a la colonia. Eso sí, tenía una pasión por la aventura, de modo que se dedicaba a lo que mejor sabía hacer: explorar.

Pero sucedió que en un momento se distanció demasiado de su grupo, y casi sin darse cuenta se encontró sola y perdida mientras bajaba una pendiente. El Sol todavía calentaba a lo lejos, pero ya estaba cansada y tenía mucha sed.
— ¡Ojalá encontrara un poco de agua! —Suspiró.
En eso escuchó el murmullo de un riachuelo, así que bajo otro poco guiada por su rumor. Tras algunos pastitos verdes divisó una piedra redonda y algo humedecida por cuya base corría un caudal. La imprudente hormiga se aventuró... pero con tan mala suerte que sus patitas pisaron un musgo resbaloso, cayendo directo al agua.

Afortunadamente no fue una caída muy alta, pero como no había aprendido a nadar, todavía, el agua se la llevó y quedó atrapada en un remolino.
— ¡Auxilio, auxilio! —gritó la hormiguita desesperada— ¡Alguien que me ayude, por favor!
Buscó con la mirada a alguno de sus compañeros. Quizá algún amigo que, con suerte, la hubiera seguido. Pero no: ella no había dado el aviso y por más que gritaba no había nadie que respondiera.
— "¡Si tan sólo no me hubiera alejado tanto!" —se reprendió mentalmente ella misma mientras intentaba sostenerse en la superficie del agua— ¡Esto no estaría pasando!
La hormiguita sentía miedo y quería llorar, pero había oído que el miedo es mal compañero en el agua y pensó que lo mejor era respirar con calma para no gastar su energía. Estaba en lo cierto, pero como los minutos pasaban y no lograba escapar del remolino volvió a gritar:

— ¡Ayuda, por favor!
Sea voluntad de la madre naturaleza, obra del destino, los dioses o la buena fortuna, una golondrina que descansaba en el hueco de un árbol —cerca de ahí— oyó el grito de la hormiga y se apresuró a socorrer al desconocido que angustioso clamaba otra oportunidad. Con algo de dificultad localizó a la pequeña hormiga, entendiendo su difícil situación. Sin embargo, ella misma sintió miedo de quedar atrapada en el remolino si intentaba meterse al agua para sacarla.

No lo pensó demasiado y voló velozmente sobre la superficie del riachuelo hasta alcanzar una hoja de encino que flotaba perdida en la corriente. En pleno vuelo agarró la hoja con su pico y la fue a depositar justo sobre el remolino, esperando que la hormiga lo usara como bote. Pero el remolino se tragó la hoja, y la hormiguita seguía dando vueltas, cada vez más cerca de ser succionada por el torrente.
— ¡Ayúdame, buena golondrina, por favor! —suplicó de nuevo la hormiga.
— "Si atrapo a la hormiga con mi pico, como hice con la hoja, corro el riesgo de tragármela. Y si intento sacarla con mis garras podría hacerle daño... es demasiado pequeña" —pensó rápidamente la golondrina— ¡Tengo que encontrar otra forma de ayudarla!
Armada de coraje, la golondrina dio un vuelo veloz alrededor del área hasta dar con una rama seca que descansaba sobre unas piedras. Era lo único que había cerca, pero era casi tan pesada como el ave. El valor y la urgencia le dieron fuerzas de la nada a la golondrina... así que, agarrando la rama con sus patitas, montó vuelo nuevamente... arrastrando la rama por sobre la corriente de agua. Con suma dificultad se acercó al remolino, procurando que éste no se tragara la rama:
— ¡Nada, nada amiga! —chillaba con fuerza la golondrina— ¡Nada hacia la rama!
— ¡Más cerca, por favor, ya estoy muy cansada! —gemía la hormiguita.
En eso, el remolino agarró la rama, y en un último acto de valentía antes de que la corriente quisiera tragarse también a la golondrina, ésta soltó la rama y hundió el pico en el agua... justo donde segundos antes se había hundido la hormiga. Succionó un buen sorbo mientras batía con fuerza las alas, hasta que sus cachetes se inflaron de agua. Usando sus últimas fuerzas se fue volando a la orilla, con la esperanza de haber alcanzado a la pobre hormiga.

Ya agotada, escupió el agua de sus cachetes sobre un montículo de arena seca. Buscó con atención en la mancha... pero la hormiguita no estaba.
— ¡Oh! —exclamó acongojada— ¿Me la habré tragado? ¿Acaso ya era su tiempo? ¡Pobre hormiguita!
La valerosa golondrina, que había dado su máximo esfuerzo en un intento por salvar la vida de quién consideraba ahora una "amiga perdida", se puso a llorar amargamente.
— Se notaba que era buena persona... ¡no merecía un final así! —Se afligió— Pero a veces la vida tiene planes y voluntades que una no entiende; sólo sé que es más sabia y hay que aceptar sus designios.
Gruesos lagrimones de golondrina cayeron sobre sus alas cansadas, entregadas ahora a la arena y al Sol.
— ¡Cof-cof! —tosió de pronto una vocecita cansada— Qué saladas son tus lágrimas, querida golondrina...
Sorprendida, el ave se miró sus patas... luego sus alas... y he allí, en una de ellas estaba la hormiga exploradora, firmemente agarrada a una de sus plumas.
— ¡Amiga hormiga, estás a salvo! ¿Pero cómo? —la perplejidad tocó el rostro de la golondrina— ¿Cómo llegaste ahí?
— Cuando metiste la cabeza en el agua yo ya estaba detrás de ti, pero me agarré a las plumitas de tu cola —explico— Trepé rápidamente hasta tu cabeza, pero terminé perdida en un bosque de plumas. Luego, caminando y caminando... llegué a una de tus alas. Me encontré con algunos pulgones en el camino, pero ya ves: estoy bien. Ya no llores por mí. ¡Me has salvado y siempre te estaré agradecida!
Ahí mismo se abrazaron como amigos de toda la vida: tanto la hormiga como la golondrina son trotamundos y comparten gustos en común. Largo rato conversaron alegres y se desearon buena suerte en sus caminos. Ya entrado el Sol, se despidieron. La golondrina volvió a su hueco en el árbol, y hormiga recordó el camino a su hormiguero... reforzada, claro, por un aventón del pájaro.

Esta historia que cuentan los animalitos silvestres bien hubiera terminado aquí. Pero sucedió que, tiempo después, un ser humano cazador de pájaros frecuentó esos rincones del campo. Un día el cazador divisó a la golondrina, y como quisiera hacerse de ella para venderla en el mercado extendió su red a la salida del hueco del árbol.

Estaba en el acto cuando un escuadrón de hormigas mirmidonas, lideradas por una valiente exploradora y previsora, llegaron a moderlo con fuerza en sus talones. Sorprendido ante el ataque inesperado el hombre abandonó su intención, dejando tranquila a la buena golondrina que se había ganado la admiración y el respeto de las diligentes y leales hormigas.

Moraleja: Toda buena acción merece agradecimiento, y de ser posible; recompensa.

Fin
El Lobo y las 7 Cabritas
Hermanos Grimm · Versión traducida por Angelina Gatell

Ilustración de Shigeto Takahashi

Había una vez una cabra que tenía siete preciosos cabritos. Un día los llamó a su alrededor y les dijo:
— Tengo que irme al bosque. Tengan mucho cuidado con el lobo. Si consigue entrar en nuestra casa, se los comerá. Procuren siempre tener muy bien cerrada la puerta, y no abrirle a nadie. Y, sobretodo, recuerden que si alguien llama (toc-toc-toc) miren muy bien por debajo de la puerta, y si tiene las patas negras, no abran porque es el lobo malo. Si hacen lo que les digo, nunca les ocurrirá nada malo.
Pero tan pronto como se fue la cabra, llamaron a la puerta, y había una voz ronca que decía:
— ¡Ábranme la puerta; soy su mamá!
Los cabritos escucharon muy atentamente, pero no se atrevieron a abrir. El lobo malo les volvió a tocar, y dijo:
— ¡Ábranme, ábranme! ¡Les traigo muchos regalos a mis hijitos!
Ellos se asomaron por debajo de la puerta y exclamaron:
— ¡Vete de aquí! ¡Te conocemos muy bien por tus patas negras y tu voz ronca!
Entonces el lobo tomó mucha miel para endulzar su voz, cubrió sus patas con harina blanca, y volvió a la cabaña de los cabritos.
— ¡Ábranme la puerta; soy su mamá! ¡He traído muchos regalos para ustedes!
— ¡Es mamá! —dijo uno de los cabritos.
— ¡Enséñanos tus patas, queremos estar seguros!
Entonces, el lobo mañoso, extendió sus patas "blancas" y las mostró.
— ¡Es mamá! —dijo uno de los cabritos.
— ¡Es mamá! ¡Es mamá! —dijeron los otros.
Y tan pronto como los cabritos abrieron la puerta, el lobo entró a la cabaña y se los comió uno tras otro, casi sin respirar. Contento de su triunfo y con el estómago lleno, salió de la cabaña, tambaleándose, y dijo:
— ¡A dormir!
Poco después, la cabra regresó a la cabaña, buscando a sus hijitos, y no vio nada. La mamá cabra imaginó lo que había pasado y se puso a llorar. Pero de repente oyó una voz muy temblorosa que decía:
— ¡Aquí estoy, mami: me he salvado! —dijo el más pequeño de los cabritos, que había alcanzado a esconderse debajo de una cama.
Entonces, salieron a buscar al lobo, y cuando llegaron a su cueva, vieron que su estómago se movía. La cabrita, con unas tijeras, le abrió la panza y empezaron a salir todos sus hijitos, uno por uno. Y ya todos felices, se fueron. Y el lobo malo jamás despertó.

Fin
El Trazador Tramposo
Gudor Ben Jusá · Adaptación de Svanhildr MacLeod

En tiempos del Antiguo Egipto (cuando aun reinaba el faraón "Keops" de la IV Dinastía) una pequeña aldea, en las cercanías de Menfís, se había inundado debido a la crecida del río Nilo. Sus habitantes —la mayoría granjeros— abandonaron sus casas y parcelas, y para cuando el río se retiró, volvieron a la aldea a reconstruir lo que las aguas se había llevado.

Un granjero —casado y con dos hijos— se dirigió hacia el trazador: el hombre enviado por el Municipio para demarcar las parcelas, en base a las medidas conservadas en el plano original de la aldea.
— ¡No te vayas a equivocar con el tamaño de mi parcela! —le exigió con firmeza.
El terreno del reclamante había sido pentagonal, lo que significa que su nueva parcela debía tener también cinco lados; cada uno de un largo diferente y bien estipulado en los registros.

Para cuando el trazador marcó los vértices sobre la arena, el granjero tuvo la sensación de que su nueva propiedad era más pequeña, y así se lo hizo notar. El trazador volvió entonces a calcular el perímetro, usando pasos de camello para contar las distancias, y marcando líneas rectas con un palo en la arena. Así terminó uniendo los mismos vértices demarcados, indicándole al granjero de que efectivamente cada lado medía lo mismo que las longitudes registradas en el plano.
— Como has podido comprobar; todo está en orden —le afirmó el trazador, sonriendo con malicia.
— Conforme —respondió el granjero— cercaré mi parcela, entonces.
El trazador se despidió con una reverencia irónica y se marchó a medir la siguiente parcela. En tanto, el granjero se puso a trabajar en su nuevo cerco, y para cuando llegó la noche el vallado estaba casi listo, así que se fue a dormir.

A la mañana siguiente el granjero se levantó temprano a terminar su labor, pero al salir de su choza improvisada, se puso a apreciar su parcela, reviviendo la sensación de que algo de espacio faltaba.
— No sé —le dijo a su esposa— nuestra propiedad sigue pareciéndome más pequeña que antes de la inundación.
La esposa, entonces, tomó cinco varillas —de esos juncos que crecen junto al río— y las cortó a medidas escaladas con las dimensiones de su parcela. Luego las dispuso sobre la arena, simulando el contorno del terreno.
— ¡Mira! —le dijo a su esposo— Si bien nuestra parcela tiene cinco lados, eso no significa que mida lo mismo que antes.
— ¡Pero si cada lado se midió según los registros! —le indicó el esposo.
— Así es —le respondió la mujer, de mente más ágil que el marido— la parcela tiene las mismas cinco medidas de antes, pero ya no está rodeada por un círculo perfecto.
Dicho esto, trazó una elipse alrededor de las 5 varillas, haciéndole notar que con las mismas dimensiones de los lados, se podían construir pentágonos con áreas diferentes.
— ¡El trazador nos ha timado! —exclamó el granjero, molesto por haber caído en la trampa.
Así, el granjero y su esposa fueron al Municipio a reclamar por los metros perdidos. Grande fue la sorpresa de los esposos al enterarse de que en los planos sólo figuraba constancia de las longitudes de los lados de las parcelas, mas no de sus ángulos interiores: dato al que apenas se le daba alguna importancia al momento de trazar y cercar los terrenos.

Como el trabajo ya se había hecho y el granjero lo había aceptado en su momento, no le permitieron exigir una revisión, pues implicaba también modificar otras varias parcelas cuyos dueños estaban "conformes".

Entonces la mujer del granjero se puso a pensar en una forma para que —en caso de una nueva inundación— el trazador no pudiera volver a robarles terreno. Y se dio cuenta de que las únicas parcelas imposibles de alterar eran las que tenían un contorno triangular, ya que por muy diferentes que sean sus lados, siempre tendrán la misma área y los mismos ángulos interiores a la hora de reproducir sus longitudes originales.

Con esa idea en mente, los esposos subdividieron su terreno pentagonal en tres parcelas, para lo cual trazaron dos nuevos cercos interiores dentro del recinto, partiendo desde un mismo vértice hacia otros dos vértices en el lado opuesto a ese vértice. Posteriormente fueron al Municipio y registraron la parcela central triangular para ellos —como matrimonio— y las otras dos parcelas triangulares adyacentes restantes a nombre de cada uno de sus dos hijos, respectivamente.

Los vecinos de la aldea, al darse cuenta de lo que había pasado con la parcela del granjero, comenzaron a imitar el recurso, recurriendo al Municipio para subdividir sus parcelas en triángulos imposibles de alterar, puesto que la mayoría tenía terrenos pentagonales y trapezoidales.  Fue así como finalmente exigieron a los trazadores municipales que registraran también los ángulos interiores de las parcelas, para que nunca más alguien se quede sin su pedazo.

Desde entonces, la división en triángulos —o triangulación— se ha aplicado en la confección de planos, siendo utilizada hasta nuestros días por nuestros modernos topógrafos.

Fin
Gazapito quiere comer Torta
Marta Brunet

Resulta que una vez había un conejito blanco llamado Gazapito. Y resulta que era muy goloso y siempre estaba robándole a su mamá —Largas Orejas— zanahorias y betarragas, que para los gazapos es algo tan exquisito como los chocolates y los caramelos para los "niñitos del hombre". Y aparte de los castigos que mamá Largas Orejas le imponía al descubrir sus merodeos por la despensa, sufría Gazapito unos tremendos dolores de estómago, tan tremendos que a veces requerían la intervención de doña Rata Sabia Yerbatera.

Y como a pesar de los castigos y de los dolores no escarmentaba, pues resultó que al fin enfermó gravemente y hubo que ponerlo a régimen estricto de yuyitos tiernos y agüita de boldo. Bueno...

Resulta que una tarde estaba muy triste Gazapito pensando en lo amarga que era la existencia sin un poquito de zanahoria o de betarraga que la endulzara, y dando suspiros y más suspiros se quedó medio dormido debajo de una gran col, en la huerta de don Pedro Pérez, que lindaba con el bosque. Y a poco despabilóse muy asustado, oyendo cercanas voces de niños.

Una de las voces decía:
— Qué torta más rica! Es de pura almendra... Y tiene huevo mol...
Gazapito sabía que las tortas eran dulces, condimentadas con azúcar que, según doña Rata del Campo, era lo más delicioso en la despensa del "señor hombre". Y al pobre goloso de Gazapito se le hacía la boca agua al ver que los niños de don Pedro Pérez daban grandes mascadas a unas tortas redondas y blancas. Porque Gazapito, al oír hablar de comida y de dulce, había separado un poco las hojas de la col y asomaba un ojo curioso de mirarlo todo.

Entonces a Gazapito le dio verdadero antojo por comer torta redonda y blanca, con almendra y huevo mol. Y tan preocupado se quedó que esa noche no pudo dormir, y en su inquietud daba vueltas y más vueltas en su cama de suave musgo, y al fin, pasito, salió de la cueva en que vivía con mamá Largas Orejas y sus hermanos Gazapillo y Gazapeta.

En cuanto a papá —Ojo Colorado— había muerto en un accidente de caza (no había que hablar de esto delante de mamá Largas Orejas, porque le daban ataques de pena y agitaba las manitas desesperadamente, lo mismo que si tocara el tambor).

Resulta que Gazapito se internó esa noche en el bosque, moviendo las orejas a cada ruido que le traía el Viento, arriscando la naricilla, desazonado por cada olor desconocido, representándosele en cada cosa aquella torta blanca y redonda con almendra y huevo mol...

Y en esto... ¡Oh!..., sorpresa, Gazapito vio ante sus ojos, en el fondo de un hoyo al cual se asomara por casualidad, pues nada menos que una torta blanca y redonda, que tenía que ser de almendra con huevo mol y todo. Y dando un brinco...

¡Zas! ¡Brrr!

Gazapito cayó al fondo del hoyo, justamente sobre la torta redonda y blanca.

Y resulta que como el hoyo era mucho más profundo que lo que imaginara, ese "¡Brrr!" que tú ves, lo dio Gazapito de susto. Pero lo lamentable fue que al hacer "¡Zas!" se percató de que con la impresión le había pasado una cosa terrible, que no se puede contar, pero que lo obligaba a levantarse en la punta de las patitas para no mojar la bata de piel blanca que llevaba puesta.

Y todo acongojado, sin acordarse más de la torta, ni de las almendras, ni del huevo mol, se echó a llorar a toda boca, como el conejito chiquitito que era. Además, el hoyo estaba muy oscuro y el miedo aumentaba sus sollozos.

Andaba por allí, volando, en el bosque y cerca del hoyo, una mariposa llamada Falena, que al oír a Gazapito preguntó asomándose al boquetón negro:
— ¿Quién llora?
— Yo. Gazapito, que me caí por casualidad..., de puro distraído...
— No es verdad — dijo misiá Rana Vieja, que todo lo sabía y era muy chismosa—; se cayó porque el tonto quería comer torta... La torta que vio en el fondo del hoyo...
— ¡Cállese, la acusete! —dijo el señor Grillo, que no porque hablara dejó de darle cuerda a su reloj.
— ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —decía entre tanto Gazapito.
— Voy a avisarle a tu mamá. ¿Dónde vives? —preguntó Falena.
— No, no. No hay que decirle nada a mamá, que me castigará por haber salido sin su permiso —contestó entre sollozos Gazapito.
— Avísele, avísele —gritó misiá Rana Vieja—, para que le den su merecido por meterse en casa ajena. Para que le den sus buenos coscorrones...
— No, por favor, no le digan nada... Pero sáquenme de aquí... ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!
Entonces Falena —que es muy buena a pesar de cierto atolondramiento que se le reconoce—  fue a avisar a las señoritas Luciérnagas, para que vinieran a iluminar el hoyo y pudiera Gazapito salir fácilmente. Estas señoritas Luciérnagas son bailarinas de oficio y están siempre dando representaciones nocturnas al aire libre, vestidas con coseletes de azabache y luciendo sus lindos ojos de luz celeste. Y como también son muy serviciales, vinieron en seguida e iluminaron el hoyo formando guirnaldas y ruedas y estrellas de cinco puntas, todo ello con esos ojos lindos de luz celeste que ya te dije que ellas tienen.

Le dio entonces a Gazapito una vergüenza enorme, ya que todas se iban a enterar de lo que le había pasado y que, tú sabes, eso que lo obligaba a ponerse de puntillas para no mojar la bata de piel blanca. Pues bien resulta que al ver con claridad lo que había en el hoyo, se dio cuenta Gazapito de que era aquello una poza, vivienda de misiá Rana Vieja, y de ahí sus protestas. Y que lo que creyera una torta no era otra cosa que la señora Luna Llena reflejada en el agua, y que esta agua en que se empinaba no era eso terrible que él creyó que le había pasado con el susto al caerse...

Ya con más bríos y sin ninguna vergüenza, Gazapito se dispuso a salir del hoyo, pero no alcanzaba a saltar hasta afuera. Entonces pasó una cosa maravillosa, que te sorprenderá: pues nada menos que las raíces de un gran Sauce Llorón que por allí asomaban, se fueron moviendo lentamente hasta tomarse de la mano unas con otras, formando una escalera, por donde ágil y retozón subió Gazapito.

Y resulta que al poner éste pie afuera, Falena se posó en su mejilla, con la intención tal vez de darle un beso, pero el caso fue que Gazapito sintió un cosquilleo en la nariz, dando un estornudo formidable:
— ¡Achís!
Y entonces despertó lleno de sobresalto —con la noche encima, y una gran estrella dorada mirándolo atentamente—, debajo de la col donde se había dormido. ¡Porque todo esto no había sido otra cosa que un sueño!

Fin
El Ratón sin Cola
Isabel Mézquita de Aguilar
Ilustración de JenDigitalArt

Un travieso ratoncito se divertía molestando al gato. Un día logró derramar el plato de leche en que el gato bebía. Furiosa, el gato persiguió al ratón, dispuesto a comérselo, pero sólo logró arrancarle la colita y se quedó con ella.
— Te la daré —dijo el gato—, si repones la leche que me tiraste.
El ratoncito fue a ver a la vaca.
— Vaquita, regálame un poco de leche para que se la dé al gato y él me devuelva mi colita.
— Te la daré —dijo la vaca—, si me traes un poco de masa fresca.
El ratoncito fue a pedir la masa fresca a la cocinera.
— Panchita, regálame un poco de masa fresca para que se la dé a la vaca, obtenga de ella un poco de leche y se la dé al gato a cambio de mi colita.
— Te daré la masa —respondió la cocinera—, si me traes el maíz para que la prepare.
El ratoncito fue en busca del labrador y le dijo:
— Amigo, regálame un poco de maíz para que se lo lleve a la cocinera para que me prepare masa fresca, y yo se la dé a la vaca, obtenga de ella un poco de leche y se la dé al gato a cambio de mi colita.
— Con gusto te lo daría, si no fuera porque la falta de lluvia ha retrasado la cosecha.
El ratoncito se quedó muy triste y empezó a llorar amargamente. El labrador, apenado, empezó a llorar también, y unidas las lágrimas corrieron por los surcos regando el maíz, que comenzó a dar unas hermosas mazorcas.

El labrador, muy contento, empezó a cosechar y le dio al ratoncito una buena bolsa de maíz. Así que el ratoncito se fue corriendo para llevar el maíz a la cocinera, que en un momento le molió y preparó la masa fresca.

Llevó la masa fresca a la vaca, que se la tragó en un abrir y cerrar de ojos, y así pudo dar leche al ratoncito. El gato, al ver tanta leche, le dio al ratoncito su colita, y el ratoncito se la pegó.

Fin
Por Favor
Alicia Aspinwall, 1896


Algunos nombres de personajes han sido cambiados
para proteger la identidad de los protagonistas.

Érase una vez un ser diminuto llamado "Porfavor" que vivía en la boca de un niño... y la razón de un nombre tan curioso es que este "ser" era una palabra. O sea: había nacido en forma de palabra.

La verdad es que los porfavores son una civilización completa de seres que viven en la boca de todo el mundo, ya que cada persona tiene su propio porfavor, aunque a veces la gente se olvida de que viven allí. Para que los porfavores estén sanos y felices, deben salir a menudo de la boca para que puedan tomar aire y respirar, así como los peces de una pecera necesitan, de cuando en cuando, subir a la superficie. Los porfavores respiran tanto oxígeno como los seres humanos para vivir.

El porfavor del que os voy a hablar vivía en la boca de Patricio, pero eran contadas las veces que tenía la oportunidad de salir. El pobre Porfavor vivía encerrado porque Patricio no lo dejaba salir, pues —lamento decirlo— él era un niño grosero, y nunca se acordaba de decir "por favor".
— ¡Dame pan! ¡Pásame el agua! ¡Quiero ese libro! –así era como Patricio pedía las cosas.
Era habitual que sus padres y hermanos se disgustaran con él, porque dejaba que Porfavor se pasara los días sentado en su boca, esperando la oportunidad de salir. Y como Porfavor no salía, cada día estaba más debilitado. Por otro lado, Patricio tenía un hermano llamado Luis, que era mayor que él; de unos diez años, y era tan educado como grosero era su hermano. Así que su porfavor disponía de mucho más aire, y por eso era fuerte y feliz.

Un día, durante el desayuno, el porfavor de Patricio sintió que debía salir a tomar aire fresco aunque tuviera que escapar. Así que en un momento que Patricio abrió su boca, su porfavor huyó fuera y se escondió para poder inspirar aire profundamente. Después de haber respirado se echó a correr por la mesa y entre los platos, y de un brinco saltó dentro de la boca de Luis. Pero como Luis ya tenía en su boca a un porfavor viviendo allí, el dueño de casa se enfado con el intruso:
— ¿Qué haces aquí? —exclamó— ¡Fuera, éste no es tu sitio! ¡Esta boca es mi casita y tú ya tienes una!
— Ya lo sé —contestó el porfavor de Patricio — Yo vivo al otro lado, en la boca del hermano del dueño de su boca. Pero soy muy desdichado porque Patricio nunca me usa... ¡No puedo salir y respirar aire fresco como hacen todos los buenos porfavores! Estaba pensando que quizá serías tan amable de permitir quedarme aquí un día o dos, hasta que me sienta más fuerte...
°-°
— Ya veo, está bien —le respondió comprensivamente el porfavor de Luis al ver a su vecino pasando malos tiempos— no hay problema entonces, por supuesto te puedes quedar: yo me encargaré de que te recuperes, y cuando mi dueño me utilice saldremos los dos juntos a hablar, después de todo dos porfavores son mejor que uno. Luis es muy cortés y no creo que le importe repetir una palabra de más. Quédate el tiempo que necesites.
— Muchas Gracias —respondió el porfavor de Patricio, que ya no era más de Patricio porque ahora era de Luis.
Sucedió entonces que esa noche, a la hora de cenar, Luis quería mantequilla y dijo:
— Papá, ¿me pasas la mantequilla, por favor–por favor?
— Claro —contestó su padre— Pero, ¿no eres demasiado educado?
Luis no alcanzó a responder pues justo se había vuelto hacia su madre a decirle:
— Mamá, ¿me das un pancito, por favor–por favor?
Su madre se rió.
— Te daré el pancito, cariño. Pero, ¿por qué dices "por favor" dos veces?
— No sé lo que me pasa —respondió Luis— Es como si las dos palabras salieran solas de mi boca.
Y agregó:
— Clara (dirigiéndose a su hermana) por favor–por favor, ¿puedes acercarme el agua?
Su hermana también se rió.
— Bueno, bueno —comentó el padre— No hay nada de malo en que este mundo sea más educado y que se empleen muchos "porfavores".
Mientras eso le pasaba a Luis, Patricio seguía pidiendo:
— ¡Dame un huevo! ¡Quiero leche! ¡Pásame la cuchara! —tan groseramente como era su mala costumbre.
Pero de repente se calló, pues escuchaba a su hermano repitiendo mucho "por favor-por favor"... lo encontró divertido y quiso imitarlo:
— Mamá, ¿me das un pancito, mmm-mmm?
Patricio intentaba decir "por favor", pero no podía. Nunca podría imaginar que su pequeño porfavor estaba viviendo ahora en la boca de Luis. Así que volvió a intentarlo y pidió la mantequilla:
— Mamá, ¿me acercas la mantequilla, mmm-mmm?
Eso fue todo lo que pudo decir.

Así pasó la tarde, y todo el mundo se preguntaba qué les pasaba a los dos niños, que uno hablaba de más y el otro se había quedado sin palabras. Al llegar la noche, estaban cansados y Patricio se sentía tan contrariado que su madre les mandó a la cama temprano.

A la mañana siguiente y tan pronto como se sentaron a la mesa, el porfavor de Patricio —viendo a su dueño cansado— decidió volver a su casa, porque a pesar de todo lo quería, y ya había tomado tanto aire fresco el día anterior que se sentía fuerte y feliz otra vez. Así que agradeció a su amigo porfavor y no tardó en volver a refrescarse desde la boca de Patricio, porque éste dijo:
— Papá, ¿me pelas la naranja, por favor?
— ¡Oh, caramba-caramba! —exclamó su papá— La palabra salió con una facilidad sorprendente, y sonó tan bien como la de Luis.
Luis, por su parte, estaba pronunciando un solo "por favor", así que desde aquel día, el pequeño Patricio fue un niño educado y por lo mismo, terminó ganándose el respeto y apreciación de la gente.

Fin

Otro día les contaré el cuento de los "carambas"
y de porqué el papá de los niños repitió:
¡caramba-caramba! ☺
La Ranita y el Cuervo
Fábula de la Tradición Oral
Versión de Svanhildr MacLeod
Ilustración del Artista Cántabro
Fernando Sáez González (1921-2018)

Era primavera en un hermoso bosque de robles y coníferas, cerca de Los Alpes. Una brillante laguna azul —en medio de la espesura— daba cobijo a diferentes especies de animales. Una ranita que vivía con su mamá, entre las tiernas plantas y musgos que crecían junto al agua, se había escapado de su casa para explorar el mundo, y así había llegado nadando al otro extremo de la laguna.

Un cuervo que pasaba por ahí, cansado de tanto vuelo, se fue a dar un chapuzón al sol de la tarde. Estaba bañándose en las aguas estancadas, cuando vio a la ranita que nadaba en dirección a la playa. El cuervo no lo pensó dos veces, y cuando ésta saltó a la arena, la atrapó de una de sus patitas con la intención de comérsela, pero como no quería ser molestado se la llevó volando al tejado de un antiguo granero abandonado.

La ranita aventurera, que a pesar de haber sido atrapada era muy ingeniosa, comenzó a reírse sin parar, como si le hubieran contado un chiste. Eso descolocó al cuervo, que le preguntó intrigado:
— ¿Porqué te ríes, linda rana? ¿Te hace gracia que seas mi cena?
— No, amigo cuervo, nada de eso —le respondió la ranita— Es que pensé que me llevarías a otra parte, menos al techo del granero donde vive mi mamá. Seguramente ella aparecerá en cualquier momento...
El cuervo pensó que no era buena idea comérsela ahí, así que tomó a la ranita y se la llevó volando hasta la canaleta de agua de una cabaña cercana. El viento comenzaba a soplar, y el cuervo se disponía a engullir a la rana, cuando ésta comenzó a reír de nuevo, con más fuerza todavía.
— ¿Porqué tanta risa otra vez, linda rana?
— Por nada, amigo cuervo —dijo la ranita— La verdad es que es una tontera, pero mi tío que vive al otro lado de esta canaleta, suele venir a chapotear para acá cuando hay viento, y cómo le había avisado que hoy vendría a visitarle, lo más probable es que se aparezca en cualquier momento...
Al cuervo le pareció una respuesta razonable, y como quería comer tranquilo, tomó nuevamente a la rana y se la llevó volando hasta los píes de un pozo; junto a un apacible huerto y apartado de la casa y el granero.
— "Nadie me molestará en este lugar" —pensó el cuervo.
Ahí estaba: a punto de comerse a la ranita el cuervo hosco, cuando ésta recordó que a los cuervos les gusta coleccionar baratijas, y por ende; aman la belleza. Así que exclamó:
— ¡Pero que bello eres, hermoso cuervito!
— Gracias —respondió éste— pero deja de hablar porque te voy a comer.
— Si, si... está bien, pero sólo quería decirte que aunque eres hermoso, y tus plumas son de un negro brillante, se nota mucho que tu pico está desafilado; sería bueno que lo afilaras de vez en cuando.
El cuervo, que era vanidoso, pensó que la rana tenía razón, así que fue a buscar una piedra y comenzó a afilar su pico para comer su cena en las mejores condiciones. Mientras hacía eso, la rana fue dando saltitos para alcanzar el brocal del pozo, pero éste estaba muy alto y no lo alcanzaba.
— ¡Vamos, tú puedes! —se animaba a sí misma la ranita.
Usando su inteligencia y sus diminutas fuerzas, la rana dio muchos saltitos entre las rocas, hasta que por fin logró agarrarse de un tronco de "haya" caído. Trepó por el hasta alcanzar el brocal del pozo, zambulléndose posteriormente en sus aguas. En eso llegó el cuervo, que ya había terminado de afilar su pico, y vio que la rana no estaba. Así que voló hacia el brocal, y mirando al interior del pozo descubrió que la ranita nadaba en el agua.
— ¡Eh, linda rana! —le gritó— Ya regresé, ¿qué haces ahí?
— Tenía sed, amigo cuervo —le respondió la ranita— así que vine a beber un poco de agua. Espero no te moleste.
— No, claro que no —repuso el cuervo— pero ya puedes subir de nuevo. Mi pico está afilado y estoy listo para cenar.
— ¿Pero no sería mejor que bajaras tú, hermoso cuervo? —le observó la ranita— Yo no puedo escalar las paredes del pozo porque soy muy chiquitita, pero tú tienes alas y puedes venir a buscarme.
El cuervo, que ya tenía hambre de tanto esperar, creyó que la rana tenía razón, así que saltó al pozo para cazarla, pero como estaba oscuro y no tenía de donde agarrase erró en la caída, zambulléndose en el agua... ¡¡SPLASH!!
— ¡Ayúdame, rana, que me ahogo! —gritó el cuervo, desesperado, tratando de agarrarse de las paredes resbaladisas del pozo.
— Perdóname cuervito —respondió la rana— me da mucha pena: pero era mi vida o la tuya.
El cuervo se dio cuenta del engaño, y sabiéndose perdido hizo un último intento de agarrar a la rana para compartir su suerte, pero como ésta es un anfibio era hábil buceando bajo el agua, así que la ranita nadó y nadó al fondo del pozo, aguantando la respiración y lejos de las garras del cuervo, quién finalmente no pudo más y terminó ahogándose. Cuando todo hubo pasado, la ranita salió a flote y lloró por el destino del infeliz cuervo, pero se sintió agradecida de haberse librado de su enemigo.

Esa misma tarde llegó una tormenta y toda la noche estuvo lloviendo. El pozo acumuló tanta agua que ya en la madrugada terminó desbordándose, dejando libre a la ranita, que saltó fuera del pozo. Saltando y saltando entre la hierba, para pasar desapercibida, llegó a la laguna, encontrándose con su mamá que había estado buscándola, preocupada.
— ¡¡Mamitaaaaa!!
— ¡¡Mi ranitaaaa!!
Se abrazaron y croaron las ranitas, llorando de felicidad por el reencuentro.

Fin
Roberto, el Volador
Un cuento de Heinrich Hoffmann (1809 - 1894)
Adaptación al español, de Ethan J. Connery


Érase una vez un pueblo lejano, perdido en un hermoso valle, oculto entre las montañas. Lejos, muy lejos... más allá de los vados de Fráncfort. Era una tarde de otoño y una lluvia copiosa caía. Pese a la lluvia, algunos niños jugaban en los prados.
— ¡BRRRMMM! ¡BRRRMMM!
Una gran tormenta pasaba en ese momento a través del campo y amenazaba con alcanzar el pueblito. Antes de su llegada, los padres llamaron a los niños:
— ¡Niñas! ¡Niños! ¡Entren a las casas ahora! ¡Que una tormenta oscura pronto llegará!
Las niñas y los niños del pueblo —que obedientes solían ser— a sus casas regresaron. Nada más oir el llamado de sus padres, abrigaditos y en sus habitaciones se quedaron.
"Que agradable era volver a casa junto a sus padres; a comer algo rico junto al fuego hogareño mientras pasa la tormenta."
Pensaban muchos niños.

Si... eran niños buenos y educados. Todos, menos el pequeño Roberto —más desobediente que el resto de sus aliados— que pensó:
"¡No! ¡No me quedaré en casa! Tengo un sombrerito y el paraguas de mamá. Voy a salir a jugar aunque mis amigos se hayan encerrado." 
— ¡Hijo, ya entra o te vas a enfermar! —le rogó su mamá desde la puerta de su casa— ¡Hice unas ricas galletas de quaker y están calentitas!
— ¡Ya voy, mamá! —le mintió el pequeño Roberto —más desobediente de lo acostumbrado— que pensó, otra vez: 
"¡Es maravillosa la tormenta aquí afuera! Me quedaré un rato más."
Y sin pensarlo de nuevo, al campo salió a chapotear, saltando de tanto en tanto con su sombrerito y el paraguas de su mamá.

Lo que Roberto no sabía era que una niñita lo miraba desde la ventana de la torre de una casita cercana.
— ¡Guau! ¡Cómo silba la tormenta y jadea tanto, que el árbol junto al niño se inclina hacia abajo! —dijo la niña a su papá, quién le preparaba una cena deliciosa en compañía de su mamá y hermanos.
Pero de repente...
— ¡Mira! ¡El viento atrapó el paraguas y Roberto sale volando! —exclamó la niñita.
Ahí va el pobre Roberto, volando a través del aire. Tan alto, hasta ahora, que nadie oye sus gritos.
— ¡Golpeará las nubes! —exclama la niñita, mientras los adultos observan aterrorizados.
Quién lo habría imaginado: paraguas y Roberto volando por ahí. Su sombrerito también ha volado lejos, muy por delante de él... tanto que podría llegar a Fráncfort. Roberto vuela atravesando las nubes y llorando todo el tiempo, pensando en su mamá. Su sombrerito será lo último que verá con él en el cielo. Donde el viento los lleve... ¡Sí! Nadie sabe exáctamente a dónde es eso.

Algunos en el pueblo dicen que el niño desapareció en una nube y jamás lo encontraron. Otros cuentan que las águilas se lo llevaron. Yo no sé que habrá pasado con él. Sólo recuerdo que salió volando; que el viento lo hizo un puntito lejano hasta desaparecer... y que todos los años, en otoño, cuando en las tardes cae una lluvia copiosa, su mamá prepara galletas de quaker calentitas y lo espera en el prado, con la esperanza que alguna tormenta le devuelva a su niño.


Fin


Noticia de último minuto :
Los bomberos de Fráncfort acaban de encontrar a un niño enredado con un paraguas en la parte más alta del "Europaturm"; la torre más alta de la ciudad. Lo acaban de rescatar y al parecer se trata de Roberto. Los doctores dicen que tiene hipotermia pero se salvará. Ahora mismo le están dando la buena noticia a su mamá :)

Fin 2
El Mago de la Botella
Hermanos Grimm — Adaptación de Ethan J. Connery

Érase una vez, en el lejano Oriente, vivía un viejo leñador en las afueras de una ciudad. El hombre era pobre y tenía un hijo a quien amaba tanto como a la vida. Siempre quería lo mejor para él, y por eso se esforzaba, trabajando duro, para darle a su hijo una vida digna.

Un día, cuando el hijo ya era joven (pero necesitado de aprender), tomó el viejito los ahorros de su vida y marchó a la ciudad con la esperanza de matricularlo en la mejor escuela de la región. Habiendo regresado, el viejito llamó a su hijo y le dijo:
— Mi pequeño, ahora irás a la ciudad a estudiar. Es mi deseo que seas un hombre educado, conocedor de las cosas importantes del mundo, para que cuando crezcas puedas tener un trabajo noble, de manera que disfrutes de la vida, y de paso puedas mantener a tu anciano padre en sus últimos años, pues mi vida se está acortando y temo perder algún día las pocas fuerzas que aun me quedan.
Así, el hijo partió a la ciudad, a la escuela que le había indicado su padre, y ahí se quedó, viviendo en una gran casa de hospedaje en compañía de otros estudiantes.

El joven, de naturaleza alegre y compasiva, pronto se hizo de buenos amigos, de modo que su carácter especial le hizo merecedor de simpatías, recomendaciones y elogios tanto de sus maestros como de compañeros de clase. Era trabajador y estudioso, y no había día que pasase sin que llegara a clases con sus tareas bien completas y aprendidas. Por ello obtenía excelentes calificaciones, además de la admiración de la gente.

Haciendo honor a su padre, el muchacho preparaba sus lecciones desde temprano. Se levantaba cuando el Sol comenzaba a salir y trabajaba duramente la mayor parte del día. Cuando le faltaban energías, recordaba a su padre cortando leña en el bosque... todo para que él pudiera ser un gran hombre. Así se daba ánimos y se esforzaba mucho más por lograr sus sueños.

Los días pasaban, y el joven aprendía más y más sobre la vida. Todo parecía ir en orden, hasta que un día dejó de llegar el dinero. Preocupado, el hijo pidió permiso a sus maestros, y regresó a casa a ver a su padre, quién yacía enfermo en cama.
— ¿Estás bien, papá?
— Mi pequeño, he trabajado todo lo que he podido, pero no ha sido suficiente; mis ahorros se han acabado y el esfuerzo me ha restado el vigor de mis mejores años. Ahora me encuentro enfermo y me cuesta mucho moverme.
Muy apenado, el hijo se quedó en casa, cuidando a su padre. Pasaron los días y poco a poco su padre mejoró. Cuando ya estuvo fuerte como para levantarse, le dijo su hijo:
— Papá, trabajaré contigo trozando leña. Ya es tiempo que te ayude con tu duro trabajo.
El viejo leñador abrazó a su hijo, aceptando que no había más remedio que trabajaran los dos para salir adelante. El joven fue a casa de su vecino, le explicó al situación y le pidió prestada una de sus hachas, puesto que su padre sólo tenía una. Así, partieron, padre e hijo a trabajar al bosque...

Sucedió una tarde —tras almorzar al aire libre— que el joven se dirigió a la playa para descansar un rato, recostándose bajo la sombra de una gran palmera que en tiempos pasados había plantado un buen "cheikk", con la esperanza de dar frutos o sombra a algún viajero improvisado.

Mientras dormitaba un poco, el joven soñaba con su escuela, sus maestros y sus compañeros de clase, y comenzó a echarles de menos... estaba en eso cuando de repente despertó, alertado por una vocecita que gritaba entre la arena:
— ¡Auxilio, auxilio, sáquenme de aquí!
El joven se reincorporó y comenzó a buscar el origen del llamado, que parecía venir de abajo de la arena. Comenzó a cavar con las manos creyendo que alguien había terminado de alguna extraña manera, enterrado en aquel lugar. Cual no sería su sorpresa, cuando se encontró de pronto con una botella de vidrio en cuyo interior había una rana encerrada. Un viejo tapón en la boca de la botella le impedía escapar.
— ¡Auxilio, sáquenme de aquí! —le pidió la rana.
El hijo del leñador apenas podía creer que una rana le hablara, y como era un joven de corazón bondadoso, su primer impulso fue quitar el tapón para liberar a la pobre rana que se ahogaba en su interior. Al verse con el paso libre, la rana dio un salto, cayendo en la arena.

Frente al sorprendido joven, la rana se hizo humo y ese humo comenzó a crecer y a expandirse tan alto y grande como la palmera bajo la cual el joven había dormitado. El humo fue condensándose hasta tomar la forma de un mago... como esos genios de lámparas mágicas que se cuentan en los cuentos de Oriente.
— ¡Por fin! —gritó el mago— ¡Llevaba mil años atrapado en esa sucia botella, y tú me has liberado!
El joven le miraba sorprendido. El mago continuó:
— El siglo I me prometí que si alguien me liberaba le daría la vida eterna... pero pasó ese tiempo y seguía atrapado en la botella, bajo la arena nauseabunda. El siglo II me prometí que a quien me liberase le llenaría de riquezas, pero nadie llegó, y seguía sin ver siquiera la luz del Sol. Así llegó el siglo III, en el que decidí que a quien me liberara solo le daría las gracias y me iría sin darle nada. Nadie llegó. El siglo IV me dije que si alguien destapaba la botella sólo le dejaría vivir y me largaría sin más... pero nadie llegó tampoco. Cuando llegó el siglo V me juré que al salir de la botella sacrificaría al que me liberase... y no... nadie llegó tampoco... y así pasaron otros 500 años más. ¡Perdí la esperanza y la cordura hace mucho tiempo, y ahora estás aquí... tú... un mozalbete entrometido!
El joven apenas podía creer lo que escuchaba, pero su corazón estaba tranquilo ante lo que parecía que se le avecinaba. Sin embargo, no podía dejar de sentir lástima por las palabras del taumaturgo.
— ¡Te acabaré de una forma horrible! —gritó el mago enloquecido, y sus ojos brillaron como fuego.
El muchacho se apresuró a responder:
— ¡Espera un momento, mago! No fui yo quien te encerró en esa botella.
— ¡Eso ya no importa! —gritó el mago.
— ¡Pero es que tampoco puedo estar seguro que eras tú quien estaba en la botella! —exclamó el muchacho— ¿Que no ves que eres demasiado grande para caber en ella?
El mago estaba encolerizado:
— ¡Tonto! Yo puedo adoptar cualquier forma y tamaño... ¡Mira y verás!
El mago se hizo humo de nuevo, tomó la forma de la rana, y de un salto se metió en la botella.
— ¿Ves que sí puedo? —preguntó el mago, hecho rana.
El hijo del leñador no lo pensó dos veces: tomó el tapón y cerró la boca de la botella, dejándola en el hueco de la arena. Al verse nuevamente atrapada, la rana intentó empujar el tapón, pero no pudo moverlo ni un milímetro. El joven leñador tomó su hacha y comenzó a alejarse, silbando una triste melodía.
— "Cuando la marea suba, la arena volverá a tapar el hueco" —pensó el chico.
Desesperado, el mago se imaginó lo mismo, y haciendo un esfuerzo infinito por controlar la locura que le enrabiaba el alma, terminó suplicando:
— ¡Perdóname!
El joven siguió caminando y sus pisadas se oían a través de la arena.
— ¡Por favor, perdóname! —repitió el mago— El encierro había nublado mi corazón en tinieblas, pero tú me mostraste la luz... después de mil años... me liberaste... me liberaste y yo... ¡Qué hice! No... ¡Qué hice! ¡Oh, joven, inocente de mi mal! ¡perdóname, te lo ruego!
La rana rompió a llorar desconsoladamente.
— ¡Snif, snif... por favor! —dijo el mago— No quiero volver a estar encerrado nunca más. Prefiero que me mates de un pisotón. Puedes hacerlo. Para tí no sería difícil destruirme junto con la botella. Por favor, libérame o destrúyeme, pero no me dejes encerrado otra vez.
El joven se detuvo. Algo en sus palabras revelaban sinceridad. Fue hasta el hueco de arena, extrajo la botella y miró a la rana, que ya estaba nadando en sus propias lágrimas. La rana apenas ocultaba su vergüenza y lo miró de reojo, sin saber si lo pisaría o lo liberaría.
— Eres libre de marcharte, mago. Se me ha hecho tarde. Mi padre ha estado enfermo y debo ayudarle en su trabajo. Yo sólo pasaba por aquí a descansar un momento. De haber sabido antes que había alguien sufriendo dentro de una botella, le habría venido a rescatar. Pero no soy un mago como tú y no había forma en que pudiera saberlo.
El joven destapó la botella otra vez, dejándola sobre la arena. La rana permaneció unos instantes más en su interior, admirando al joven que lentamente se alejaba. Pasó un momento y la rana salió de la botella, tornándose humo y adoptando nuevamente su forma de mago.
— ¡Quieto ahí! —dijo el mago con una profunda voz de ultratumba.
El joven se detuvo nuevamente. Giró y miró al mago a los ojos, con serena firmeza. Al mago se le encendieron los ojos, y un rayo cayó del cielo, destruyendo la botella en mil pedazos. El mago se acercó al joven.
— Cualquier otro me hubiera dejado encerrado, pero tú actuaste con misericordia, a pesar del peligro que corrías: creíste en mí cuando te defraudé, y me diste una segunda oportunidad. Gracias... por lo que hiciste. Te estaré eternamente agradecido. Eres alguien especial y mereces ser recompensado.
El hijo del leñador parecía conmovido.
— Descuída, mago, puesto que ya estás en paz, tu disculpa es para mí suficiente recompensa. Me conformo con que seas feliz y obres bien... y yo tengo trabajo que hacer.
El mago sonrió.
— ¡Espera! Antes de que te vayas, joven amigo, ten esto, por favor.
Dijo el mago, retirando una brillante joya de su turbante.
— Esta piedra tiene el poder de curar todos los males de la humanidad, y estaba destinada a llegar a tus manos. Si algún día llegara a romperse, cada pedazo, por pequeño que sea, tendrá el poder de curar los males del mundo. Por favor, acéptala.
Sin entender muy bien a qué se refería, el joven aceptó la piedra, pues notó que el mago estaba decidido a entregársela.
— ¡Gracias, mago!
— ¡Bah, no tienes nada que agradecer! Es tuya, por derecho. ¡Vive feliz y prospera! —exclamó el mago, totalmente reformado y a medida que desaparecía en el aire.
El joven se quedó sólo en la playa, con la piedra. Decidió que ya era tiempo de volver con su padre, y al tomar el hacha, ésta entró en contacto con la piedra y he aquí que el acero de la herramienta se convirtió en una pieza de oro macizo.
— ¡No puede ser!
El muchacho regresó junto a su padre y le mostró el hacha de oro, contándole la asombrosa historia del mago y de cómo lo había liberado dos veces, haciéndole recapacitar. Su padre escuchó atentamente el relato y se maravilló de la suerte de su hijo, a quien había criado con suficiente cariño como para ofrecer a otros, segundas oportunidades.

El hacha ya estaba bastante desgastada cuando se convirtió en oro, por lo que el leñador y su hijo decidieron ir a la ciudad a venderla para comprarle una nueva hacha de acero al vecino. Así, llegaron a la tienda de un rico joyero, quien les pagó una enorme suma de dinero por la extraña herramienta.

Era tanto el dinero que obtuvieron, que no sólo compraron nuevas herramientas, sino que había dinero suficiente para que el joven terminara sus estudios en la escuela. Así fue como el muchacho regresó a vivir a la ciudad, para alegría de su padre, compañeros y maestros. Terminó la escuela y se hizo médico. Ya con un buen trabajo, pudo cuidar a su padre en su vejez, compartiendo con él una vida de abundancia.

Como médico, viajó por todo Oriente, mejorando a los enfermos con remedios naturales que se conocían por aquella época. Así el joven, ya adulto, se hizo de gran nombre y reputación. Todo el mundo le quería y admiraba, y su padre vivió feliz sus últimos años, tal como anhelaba.

¿Y la piedra mágica? º-º
Jamás volvieron a usarla después de lo del hacha... o al menos, no para hacer oro. Cuentan algunos cuenteros, que una vez vieron al padre y al hijo dirigirse a la playa y abordar un bote, remando hacia el horizonte... se dice que llevaban una pequeña bolsa de un extraño polvo de diamantes. Se dice que arrojaron el polvo a la mar... y que del océano surgió una neblina... y que la primavera trajo ese año, muchas lluvias en todo el mundo... y que con la llegada de esa estación, los males del mundo empezaron a desaparecer.

Fin
El Rescate de Knol
Hace tiempo, en los extensos pastizales de los Países Bajos, vivía un granjero que tenía un viejo caballo de tiro que respondía al nombre de Knol. Aquel era su caballo de arado favorito debido a su buen porte y fuerza, pero con los años se había convertido en un animal ya cansado, pues había trabajado toda su vida en la granja. Lo cierto es que Knol estaba sobre-trabajado; tanto así que un día ya no pudo soportar más la dura labor de tirar de la rastra, y cayó rendido al suelo. El pobre caballito sentía que ya no podía realizar el trabajo sobre la tierra, y llegó a creer que su vida había llegado a su fin.

Al verlo tan desganado, el granjero quiso llevarlo al establo, pero no pudo hacer que se levantara ni logró quitarle el arado o las riendas, ya que Knol estaba sencillamente exhausto. Así, el agricultor lo dejó a un lado y continuó haciendo el arado a mano, ya que no podía permitirse parar aquel día. Al final del día el granjero ya estaba cansado, y Knol seguía en el mismo lugar en que había caído: se había echado a su suerte, y en su pensamiento solo anhelaba "dormir"... o ser libre.

Pronto llegó la noche y como Knol no se levantaba, el granjero llevó una vieja manta para cubrirlo. Y esa noche Knol durmió a la intemperie...

Al día siguiente el dueño de la granja debió retomar su labor, pero el caballito seguía echado. Así pasó otro día sin que Knol se pudiera siquiera levantar para ir a tomar un poco de agua al estanque. El pobrecillo parecía tullido. Preocupado, el granjero le llevó un cubo de agua y un poco de heno que apenas probó. Llegó entonces la noche, nuevamente, y el granjero le dijo a su esposa:
— Cariño, creo que no queda nada más que podamos hacer para que Knol se recupere.
— Es verdad —dijo la mujer— se ve que ya está viejo y que "su tiempo" llegó.
— ¿Sugieres que lo vendamos? —preguntó el agricultor— Nos ha acompañado tantos años en la granja y siempre ha sido trabajador... si lo vendemos en el mercado así como está no nos darán nada. Y no quiero imaginar lo que harían con él.
— Es verdad —dijo la mujer— pero... ¿qué otra alternativa nos queda?
Así, el matrimonio se fue dormir, con la pena de no saber qué futuro le esperaba al pobre Knol.

Pero el perro de la granja —un enorme y sabio pastor alemán— había estado oyendo la conversación. Se levantó cautelosamente en la noche y corrió a donde se encontraba el caballo.
Knol, tienes que huir rápido... ¡el amo quiere venderte!
— ¿Seguro, Max? —le preguntó Knol, que a pesar de todo reconocía en el granjero algún cariño.
— ¡Totalmente! —le respondió el perro— La señora ha instado al amo para que te lleve al mercado, y ya sabes que por tu edad...
El amigable Max se quedó callado. Pero luego repuso:
— ¿Qué deseas hacer, querido Knol?
— Quisiera ser libre, amigo Max. —respondió el caballo.
— Entonces haremos algo al respecto... —propuso Max.
— Ya, pero estoy atascado —repuso el caballo, que seguía amarrado al arado— Apenas si puedo moverme con tantas correas atadas a mi cuerpo.
El caballito intentó ponerse de pie, pero su esfuerzo fue infructuoso. El perro tiró de las riendas intentando soltarlas, pero tampoco pudo. Estaban en eso cuando se les apareció un ratón que había estado escondido (oyendo toda la conversación), y les dijo:
— ¡Amigos, puedo ayudar!
— Cualquier ayuda es buena —relinchó el caballo, y el perro asintió con un "¡guau!".
Mientras el ratón mordía las riendas y correas, el perro ayudaba tirando del armazón con los dientes... y pronto fueron apareciendo más y más animalitos que —curiosos ante el forcejeo— se acercaban a preguntar. Y cuando se enteraban de lo que pasaba, se apresuraban a ayudar. Entonces llegaron los patos a palmear, las gallinas a picotear, los corderos a mordisquear, los cerditos a animar con sus "¡Oink!", y hasta llegó una que otra liebre silvestre a roer... y así entre todos ayudaban al pobre caballo que había dado una vida de trabajo. Continuaron por varias horas, hasta que el trabajo de equipo se vio recompensado, ya que de pronto la armazón cedió por completo y Knol fue liberado.

El feliz caballito se levantó al fin.
— ¡¡Knol esta libre!! —gritaron todos muy felices.
Y así fue que el buen Knol —ya liberado de su destino— encontró, con ayuda de los demás animales, un hueco en el cerco de la granja. Lo atravesó y corrió por el bosque hacia su libertad, despidiéndose de sus amigos... algunos que felices lo acompañaron en su huida. En el camino se hizo de nuevos amigos del bosque y entre todos se fueron a recorrer el mundo.

Knol ya era feliz. Se alimentaba de tiernas hierbas y de frutas deliciosas que la naturaleza proveía. Bebía el agua cristalina de un río que bajaba a través de hermosas cascadas en el bosque. Con el pasar de los días recobró su energía, y así pasaron los meses... y luego los años... y a pesar de su edad, Knol se hizo un caballo grande, fuerte y silvestre, descubriendo el auténtico sentido de la libertad.

Vio y conoció muchas cosas que en la granja nunca habría podido, y así sus sueños trotaron como el viento en la pradera...

Cuentan los guardabosques, que el caballito vivió rodeado de muchos amigos, y que incluso conoció a una hermosa y apacible yegua silvestre que habitaba la montaña, y que junto a ella viajó por los montes y los valles, y tuvieron muchos potrillitos... hasta que un día, ya de viejito —muy viejito— no pudo más y se echó feliz en un lugar tranquilo, acompañado de su familia y amigos. Y ahí murió, en algún hermoso lugar lleno de árboles entre las montañas...

Fin

Nota: Knol, en holandés, significa "viejo caballo de tiro". Para otros caballos se escribe "paard".
El Sultán y la Palmera
De la Literatura Universal
Adaptación de Ethan J. Connery
Ilustración del Artista Cántabro
Fernando Sáez González (1921-2018)

Hace mucho tiempo, en lejanas tierras de Oriente, existió un Sultán muy querido y admirado por su pueblo. Bien sabido era, que no había día que pasase sin que hiciera algo bueno por sus fieles vasallos. Solía vérsele fuera del palacio, conversando con sus consejeros acerca de sabiduría y gobierno, o por algún rincón de su reino, conociendo los problemas de sus habitantes, y ayudándoles en la medida de lo posible.

Su lema era:
— "¡Sembrad el bien y cosecharéis lo bueno!"
Cuando no estaba otorgando un premio a algún ciudadano destacado, se encontraba regalando bolsas con monedas de oro a los desafortunados, procurando ordenar a sus ministros que asesoraran a los humildes para que la vida les sonriera de nuevo. Así era como todo el mundo le admiraba y quería profundamente, por sus cualidades de hombre consciente del dolor ajeno.

Pero decir sólo eso de aquel rey, tan bueno, sería menospreciar su grandeza. Lo cierto es que era de tan notable fama, que cuando le reconocían en público, la gente se apresuraba a vitorearle, sembrando de helechos y flores, su camino.

Fue así como un día, el amado Sultán enfermó... si bien no de gravedad. Los jardines del palacio se llenaron de gentes venidos de todos los rincones del reino, preocupados genuinamente por la salud de aquel hombre tan respetable. Durante noches y días completos, multitudes aguardaban a las afueras de la residencia real, esperando alguna buena nueva que anunciara un avance en la salud del excelentísimo.

A ciertas horas, un servidor de la corte real salía al balcón para leer a grandes voces el parte médico. Y cuando el servidor pronunciaba:
— "A nuestro amado Sultán le duele la cabeza."
Rápidamente se elevaban voces de entre los ciudadanos, aconsejando algún remedio tradicional para frenar el mal que le quejaba, tales como:
—"¡Cerrad sus cortinas y dejadle dormir!"
— "¡Dadle masajes en la sien!"
— "¡Aplicadle una bolsa de hielo en la frente!"
Y recomendaciones de ese estilo...

Al cabo de unos días, el servidor anunció, por fin, que el Sultán ya se había recuperado de su enfermedad, y tanto ciudadanos como viajeros llegados de otras tierras, atraídos por su fama, se pusieron muy contentos y armaron una enorme fiesta para celebrar con alegría en su corazones. Terminado el festejo, todo el mundo regresó a sus casas, satisfechos de haber podido ofrecer su ayuda al distinguido Sultán.

Ocurrió entonces que cierto día, el Sultán decidió salir a dar un paseo por la playa, rodeado de su corte. La comitiva llevaba algunos kilómetros caminando, junto a las bellas olas que rompían en los roqueríos, cuando el Sultán vio entre las dunas de arena a un anciano campesino que plantaba trabajosamente una palmera. Ordenó descansar a todo su séquito, y mientras sus consejeros y ministros se relajaban al aire tibio y al sonido de las olas, el Sultán se dirigió a donde estaba el campesino.
— ¿Qué haces, buen cheikk? —Preguntó el Sultán.
El campesino, con mirada humilde pero despierta, saludo con gran respeto al Sultán y le respondió:
— Estoy plantando, ¡Oh, gran Sultán!, esta pequeña palmera.
El Sultán observó la palmerita que plantaba y, pensativo unos instantes, preguntó de nuevo:
— ¿Cómo es que plantas una palmera? No conocerás a quiénes comeran el fruto de tu trabajo... ¿No sabes que una palmera necesitará de muchísimos años para que pueda dar frutos y que al ser ya un anciano, no alcanzarás a comer de ella?
— ¡Oh, por supuesto!, querido Sultán —dijo el anciano— No lo ignoro. Pero alguien ya plantó otras palmeras de las que nosotros mismos hemos podido comer, pues justo es entonces que plantemos nosotros para que otros más puedan comer en el futuro... ¿no opina lo mismo el Sultán?
La respuesta tenía mucho sentido, lo que llenó de admiración al soberano. Un hombre viejo le daba  una pequeña lección de sabiduría.
— ¡Muy cierto es! —se apresuró a responder el Sultán, y sacando de su cinto una bolsa con cien monedas de plata, se las obsequió al viejo, por su tan noble y generosa respuesta.
El campesino estaba visiblemente agradecido y emocionado.
— Oh, Sultán. No debería aceptar tan generoso regalo de tu parte, pero temo ofenderte si acaso me negara, de modo que lo acepto humildemente.
El soberano asintió, y se disponía a marcharse, cuando oyó al campesino murmurar:
— ¡Que rápido ha dado fruto mi palmera!
El Sultán, sorprendido de tan sabia observación, sacó de su bolsillo otra bolsa con cien monedas de plata y se la obsequió al campesino, diciéndole:
— ¡Ese comentario ha sido brillante! Ten, te lo mereces.
El viejo, saltando de alegría, no daba crédito a su suerte. Se arrodilló luego ante el Sultán, y, besando el anillo real de su mano, le dijo nuevamente:
— ¡Oh, poderoso y gran Sultán! Lo más maravilloso de todo esto es que una palmera grande da generalmente un sólo fruto al año, y la mía, que es aun pequeña, ya me ha dado dos frutos en sólo unos cuántos minutos.
La nueva respuesta tomó por sorpresa al Sultán, quién sonriendo y desconcertado ante la ingeniosa tozudez del viejo, resolvió recompensarle nuevamente. Buscando entre sus bolsillos encontró una bolsa con cien monedas de oro... eso ya era muchísimo, pero reconoció que el hombre era sabio y no podía dejar de recompensar tamaña inteligencia.

Miró la bolsa un momento más, pensando en la respuesta del anciano, pero terminó extendiéndosela finalmente:
— Toma, buen cheikk. Has resultado ser un vasallo inteligente y de buenas intenciones. Justo es que te recompense también por esa última respuesta que acabas de dar.
Llorando de sincera alegría, el viejo campesino agradeció nuevamente y de todo corazón al buen Sultán. Y como se sentía ansioso de agradecerle se atrevió a responder una vez más, aunque con cierta pícara simpatía:
— ¡Oh, gran señor, Sultán de los Sultanes! ¿Has notado cómo es que las palmeras comunes y corrientes pueden dar un sólo tipo de fruto en toda su vida, y mi palmera ya ha dado dos tipos de frutos cuando aun no termino de plantarla?
El sultán abrió los ojos como platos, pues no podía creer que el viejo le saliera con respuesta semejante...
— "Efectivamente: la plata y el oro son frutos diferentes." —pensó.
El soberano comenzó a reír a carcajadas, llamando la atención de su corte, quiénes se acercaron para ver quién era merecedor de tantas regalías. El Sultán se quedó apreciando al anciano, totalmente admirado de su enorme gracia y talento, y, dándole unas palmaditas en el hombro, le dijo con profundo respeto:
— ¡Ya, ya... debo partir, mi buen cheikk, que tus palmeras maduran con demasiada prontitud, y a este paso me quedaré sin reino a fuerza de tu ingenio! —el Sultán le cerró un ojo al viejo, que se sintió mucho más recompensado por el comentario que por la plata o el oro recibido.
El campesino se despidió con un honorabilísimo ademán, y el Sultán volvió a la playa con su séquito:
— ¡Oh, Sultán! Hemos visto cómo has dado una enorme fortuna a ese campesino... ¿tan necesitado estaba el pobre? —preguntaron sus ministros y consejeros.
— ¡Se lo ha ganado! —respondió el Sultán— A fuerza de experiencia un hombre corriente se vuelve admirable...
Y el buen Sultán regresó al palacio, siempre rodeado de su noble corte. Durante el trayecto, estudió las ingeniosas respuestas del viejo, y decidió que de ahí en más, valoraría en profundidad la cordialidad, el coraje y la experiencia de los hombres sabios.


Fin
El Lobo, la Miel y la Zorra
Cuento popular español

Ilustración del Artista Cántabro
Fernando Sáez González (1921-2018)

Erase que se era un lobo y una zorra, que, siendo vecinos en lo profundo de un bosque y en lo alto de un monte, les unía una buena amistad. Aconteció que cierto día, mientras paseaban juntos, se encontraron una calabaza de miel, y el lobo, que era el más fuerte de los dos animales, se quedó con ella para saborearla en soledad, no sin antes prometer a la zorra que le avisaría para que la comieran juntos, un día que tuviera buena comida.
La astuta zorra no tuvo otro remedio más que conformarse con la decisión del lobo, pero desde ese momento comenzó a pensar en algún modo de comerse la miel ella sola. La zorra tenía dos hermosos zorritos a quienes por ningún motivo dejaba solos ni un instante. Sucedió, pues, que uno de esos días se presentó la zorra en la cueva del lobo, y le dijo:
—Ya sabes, lobo, cuánto quiero a mis zorritos. Me han invitado a un bautizo que no me es posible eludir, pues he sido llamada a ser madrina. Te ruego, lobo amigo, que vayas a mi madriguera y cuides de mis pequeños zorritos.
—Por supuesto, mujer —respondió el lobo— ¡no faltaría más! Ve tranquila que yo cuidaré de tus cachorritos.
Y sucedió que mientras el lobo entraba en la madriguera de la zorra, la zorra penetraba en la cueva del lobo, dándose un tremendo atracón de miel. Cuando la zorra regresó a su madriguera, le dijo el lobo:
—¡Qué tal estuvo el bautizo, amiga zorra! ¿Mucho te divertiste?
—Si... ¡ya lo creo! —le respondió la zorra.
—¿Y con qué nombre bautizaron al niño?
—La llamaron "Principela".
—¡Pobre niña, que nombre más extraño! —exclamó el lobo.
Y así quedó la cosa. Al cabo de unos días la zorra volvió a la cueva del lobo y le dijo:
—Lobo amigo, perdona si te soy inoportuna, pero me han invitado a un nuevo bautizo y no quisiera que mis dos zorritos queden solos en casa...
—Si, mujer, por supuesto, no te preocupes —repuso el lobo— Ve tranquila, que yo cuidaré de tus pequeños.
Y mientras el lobo entraba a la madriguera de la zorra, la zorra entraba en la cueva del lobo y demediaba la calabaza de miel. Terminada su faena regresó la zorra a su madriguera, preguntándole el lobo:
—¿Mucho te divertiste?
—Si..., ¡sin duda!
—¿Y qué nombre le han puesto al niño en esta ocasión?
—La llamaron "Mediela" —respondió la zorra—, también era una niña.
Y así quedo la cosa. Pasados algunos días fue nuevamente la zorra a ver al lobo:
—Lobo amigo, amigo lobo, si quisieras cuidar de mis cachorros te estaría agradecida, pues nuevamente he sido invitada a otro bautizo º-º
—Claro, mujer, nada tienes de qué preocuparte, yo los cuidaré.
Y ya sabemos que mientras el lobo entraba en la madriguera de la zorra, ésta lo hacía en la cueva del lobo, terminando de zamparse el resto de miel de la calabaza. Cuando la zorra regresó a su madriguera, le pregunta el lobo:
—¿Con qué nombre han bautizado a la nueva criatura?
—"Acabela" —contestó la zorra.
Y así quedó la cosa. A la semana siguiente, va la zorra a ver al lobo y le dice:
—Me parece que ya va siendo hora, amigo lobo, de que me invites a saborear esa deliciosa miel que nos encontramos... ¿recuerdas?
—Amiga zorra, casi la había olvidado. Ahora mismo la traigo, pues da la casualidad de que buena comida tengo —repuso el lobo.
Y yendo a la cocina, saca tres enormes gallinas bien cebadas y media docena de pollitos ya preparados. En sólo unos minutos devoraron la comida, y cuando ya tocaba el postre va el lobo a buscar la calabaza y la encuentra vacía.
—¡Te has comido la miel! —acusa el lobo a la zorra.
—¡Habrase visto! —respondió la zorra— ¿Y como me la habría podido yo comer? ¿Que acaso no eras tú el guardián de nuestra deliciosa miel?
—¡Pero si yo no me la he comido! —protestó el lobo.
—Ya, ya... no discutamos más —dijo la zorra—, no merece la pena, pero hagamos una cosa: dicen los sabios que el que come miel suda miel. Vamos a dormir un rato y al despertar sabremos quién se ha comido la miel.
Dicho y hecho, el lobo y la zorra se fueron a dormir. Rápidamente el lobo empezó a roncar, pues mucho había comido. En cuanto la zorra lo escuchó, ésta se levantó y, tomando la poca miel que apenas quedaba en la calabaza, escurrió unas cuántas gotas sobre la panza del lobo. Luego se volvió a acostar. Cuando el lobo despertó se percató que tenía gotas de miel sobre su panza, así que llamó a la zorra y le dijo:
—Amiga zorra, he sudado miel mientras dormía, pero te prometo que no he sido yo quien se la ha comido... ¡si ni siquiera la he alcanzado a probar!
—Quizá, es posible... —respondió la zorra—, pero también pudo ser que mientras soñabas te hayas levantado como un sonámbulo y te la hayas zampado sin darte cuenta, siquiera. ¿Eres sonámbulo?
— ¡No, no... desde luego que no! —repuso el lobo, convencido de haber caminado dormido °-°

Fin
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