Cuentos Infantiles
Cuentos Infantiles
Palitroche, el muñeco de trapo

Palitroche es un muñeco de trapo, tiene dos piernas largas y delgadas como caña. Es tan alegre y divertido que se pasa la vida jugando con su amigo Juan. Por eso tiene rotos el pantalón, la camisa y su blusa. Hasta su gorrita de cuadros marrones y blancos tiene un agujero grandote como el ojo de un oso. Pero a veces Juan se ríe de él y entonces Palitroche se enoja. Otras veces Juan lo deja olvidado en un rincón y entonces Palitroche se pone triste.

Así es Palitroche, el muñeco ilusionado con alma de risa. Tierno y triste, anhela el reencuentro, esperando ser abrazado nuevamente por su amigo. A veces se alejan, pero siempre vuelven. Juegan mucho: corren por el pasto, saltan por los charcos, exploran el jardín y descubren juntos sus secretos. Pero de un momento a otro Juan se ausenta y los días pasan. El tiempo transcurre, y como un río veloz que cruza por el campo, lleva a Juan a crecer; a vivir nuevas travesías lejos de Palitroche. El muñequito, ahora abandonado en un baúl, aguarda paciente. Juan no llega. Ya no lo frecuenta y Palitroche decide dormir por un largo, largo tiempo.

Y así pasan los años...

Hasta que, un día, Juan, ahora un adulto hecho y derecho, encuentra a su viejo amigo escondido entre recuerdos. Los ojos de Juan se abren de asombro y un par de lágrimas recorren sus mejillas. Entonces, su corazón salta como una cometa de alegría mientras acaricia al muñeco entre sus manos. Palitroche despierta de su largo sueño, y el reencuentro lo sorprende. El muñeco de trapo estira sus largos brazos y sus manos de mitones. Llora conmovido. Ha sido mucho tiempo, pero de pronto, los ecos de sus risas pasadas llenan la habitación, como esa melodía familiar de los tiempos del colegio.

Con amor y cuidado, Juan remenda a su querido amigo. Zurce el pantalón, la camisa y su blusa, pero deja intacta su gorrita de cuadros marrones y blancos. Sin perder su estilo, el muñequito recobra su brillo. Ahora se ve tal como el día en que la mamá de Juan confeccionó a Palitroche. Y Juan, con nostalgia en su mirada, comparte a Palitroche con su propio hijo. Porque sí: Juan ya es padre, y Juanito es su hijo.

Padre e hijo, junto a Palitroche, viven nuevas aventuras: exploran mundos imaginarios, descubren tesoros escondidos y desafían a dragones invisibles. La risa de Juan, ahora mezclada con la de Juanito, se convierten en un eco que viaja por el tiempo. Un nuevo capítulo de la historia se escribe. Pero entonces, aparece Patricia... sí: la mamá de Juanito. O sea, la pareja de Juan. Palitroche se sorprende, la familia ha crecido. Aquel día, lleno de sorpresas, todos juegan hasta tarde.

Y así pasa una semana...

Juanito despierta un día y junto a su cama descubre una sorpresa. Por supuesto, se trata de Palitroche. Pero junto al muñeco hay ahora una muñeca pecosa que le toma de la mano. Tiene una falda escocesa plisada, además de dos piernas tan largas y delgadas como las de Palitroche. Un cintillo rosa y una flor violeta, adornan su cabello de lana roja. Palitroche está feliz, tiene ahora una compañera. Juanito le pone nombre: se llama Travesura y gusta de las bromas. Travesura mira con cariño a Palitroche y este la toma de sus manos.

Ahí están hoy, Palitroche y Travesura... con sus espíritus de trapo y corazones risueños. Durante el día juegan con Juanito, Patricia y Juan. También, cuando la familia está durmiendo, cantan y bailan juntos cada noche. Son muy amigos. Quizá más que amigos. También son seres mágicos. Así, con el tiempo, la familia va tejiendo lazos de amor y de recuerdos. Instantes que permanecen. Que nunca desvanecen.

Palitroche y Travesura, los muñecos de trapo, viven para siempre en el mundo de los cuentos, así como en los corazones de quienes conocen y conservan la magia de la amistad verdadera y los bellos recuerdos de la infancia.

Fin
El Sr. Hedgehog

Érase un pequeño animalito llamado el Sr. Hedgehog: un apacible erizo que vivía en compañía de un grupo de erizos. La mayoría un poco más jóvenes y descuidados que él. Entre todos se pusieron de acuerdo para construir un pueblo juntos. Y así trabajaron durante largas jornadas, hasta que un buen día terminaron. Todos estaban muy contentos y satisfechos... todos, menos el Sr. Hedgehog, que sentía que algo más le faltaba.
— El pueblo no está en el bosque, sino en el campo junto al río. —pensó el Sr. Hedgehog— Podría ser mejor...
Así que decidió buscar un lugar que le sentara mejor. Cual no sería la sorpresa de los demás erizos cuando, en un momento dado, lo vieron partir.
— ¿A dónde irá el Sr. Hedgehog? —preguntó curioso un erizo.
— Es verdad... ¿Qué está haciendo? ¡Parece que se va! —exclamó otro.
— No lo creo... —dijo un tercero— ¡Si acabamos de levantar un hermoso pueblo en un lugar tan bonito!
Así que enviaron al erizo más joven a preguntarle.
— Hola Sr. Hedgehog —le dijo ya llegando a la periferia del pueblo donde tenía su casita— ¿No lo está pasando bien?
El erizo mayor le respondió:
— Es bonito, sí... pero el entorno un tanto aburrido. He conocido mejores lugares, y estoy seguro que si exploro un poco más podría encontrar alguno de esos lugares que frecuentaba cuando niño.
El erizo más chico se levantó en sus patitas traseras y agitó las delanteras en el aire, buscando alcanzar la estatura del Sr. Hedgehog.
— ¡Suena interesante! Pero no se vaya muy lejos; sería bueno que nos visitara de vez en cuando. —le dijo el joven erizo con carita de pena.
— No te preocupes, muchacho —le consoló el experimentado erizo mayor— el bosque no queda lejos y prefiero buscar un rincón por ahí. Además y aunque la idea original parecía interesante, se supone que los erizos vivimos en los bosques, no en pueblos.
El joven erizo corrió a contarle a sus compañeros lo que pasaba, y por supuesto ninguno entendió ese cambio repentino. Después de todo habían trabajado mucho para tener su propio pueblo... como las personas.

Cuando parecía que todo el grupo iba a perseguirle para tratar de convencerlo, el Sr. Hedgehog salió corriendo hacia su casa. Rápidamente empacó su mochila con comida y agüita para beber. Tomó su brújula para no perderse, y una manta para estar calentito el tiempo que durara su aventura.

Ahí iba corriendo de nuevo el Sr. Hedgehog. Corrió y corrió lejos a través de los senderos, hasta que llegó a un bosque desconocido. Por suerte, el sol brillaba todavía a pesar que ya era tarde... pero el lugar parecía tranquilo y placentero. Ahí se sentó un ratito a comer su colación.

Estaba en eso cuando oyó un susurro detrás de él. Se dio la vuelta, sorprendido, pues estaba seguro que había dejado muy atrás a los insistentes erizos. ¡Que sorpresa se llevó cuando se encontró frente a él a una linda “Sra. eriza" que parecía vivir en los alrededores!
— ¡Buenas tardes! —saludó amablemente el viejo erizo.
Y pronto se pusieron a conversar. El Sr. Hedgehog le relató de su escape lejos del pueblo buscando un mejor lugar para su madriguera. La “Sra. eriza", le dijo:
— Vivo cerca y también tengo amigos aquí en el bosque. ¿Tal vez quieras venir? Es muy bonito donde vivo, y cerca se puede nadar en el río. Debe ser el mismo que pasa por el pueblo de tus amigos, así que si te quedas aquí a vivir, cualquier día puedes bajar en bote a visitarles.
El erizo pensó que era un buen plan, y se fue con ella. En el camino hacia el lugar, caminaron a lo largo del río. El Sr. Hedgehog, que todavía tenía algo de citadino, no quería mojar sus patitas; así que se fue caminando a través de los tocones de los árboles, y así fue como más adelante cruzó el río al otro lado. ¡Que sorpresa se llevó de nuevo cuando vio a la “Sra. eriza" nadando a través del río.
— Podrías intentarlo la próxima vez —le propuso la dama— ¡Nadar es divertido! Siempre y cuando lo hagas con seguridad, claro.
Se reunieron al otro lado del río nuevamente y siguieron rumbo a casa de la “Sra. eriza". Ahí fue recibido por otros erizos de campo que atendieron al recién llegado.
— ¡Hola, hola! —Se saludaba todo el mundo.
Y allí se quedó viviendo el viejo erizo; compartiendo el tiempo junto a la, ahora, Sra. Hedgehog; pues se casaron y vivieron muy felices.

Fin
La Hormiga y la Golondrina
Una fábula de Esopo · Versión de Svanhildr MacLeod


Cierto día de verano una hormiga caminaba solitaria por el campo. Se había pasado la tarde explorando el lecho seco de un antiguo río en compañía de otras hormigas, pero habiendo hallado hojas de acacia, muchas de ellas se quedaron trabajando en el camino.

Nuestra hormiguita aun era joven y le faltaba experiencia a la hora de recortar hojas, extraer su néctar o transportarlas al hormiguero para proveer de sustento a la colonia. Eso sí, tenía una pasión por la aventura, de modo que se dedicaba a lo que mejor sabía hacer: explorar.

Pero sucedió que en un momento se distanció demasiado de su grupo, y casi sin darse cuenta se encontró sola y perdida mientras bajaba una pendiente. El Sol todavía calentaba a lo lejos, pero ya estaba cansada y tenía mucha sed.
— ¡Ojalá encontrara un poco de agua! —Suspiró.
En eso escuchó el murmullo de un riachuelo, así que bajo otro poco guiada por su rumor. Tras algunos pastitos verdes divisó una piedra redonda y algo humedecida por cuya base corría un caudal. La imprudente hormiga se aventuró... pero con tan mala suerte que sus patitas pisaron un musgo resbaloso, cayendo directo al agua.

Afortunadamente no fue una caída muy alta, pero como no había aprendido a nadar, todavía, el agua se la llevó y quedó atrapada en un remolino.
— ¡Auxilio, auxilio! —gritó la hormiguita desesperada— ¡Alguien que me ayude, por favor!
Buscó con la mirada a alguno de sus compañeros. Quizá algún amigo que, con suerte, la hubiera seguido. Pero no: ella no había dado el aviso y por más que gritaba no había nadie que respondiera.
— "¡Si tan sólo no me hubiera alejado tanto!" —se reprendió mentalmente ella misma mientras intentaba sostenerse en la superficie del agua— ¡Esto no estaría pasando!
La hormiguita sentía miedo y quería llorar, pero había oído que el miedo es mal compañero en el agua y pensó que lo mejor era respirar con calma para no gastar su energía. Estaba en lo cierto, pero como los minutos pasaban y no lograba escapar del remolino volvió a gritar:

— ¡Ayuda, por favor!
Sea voluntad de la madre naturaleza, obra del destino, los dioses o la buena fortuna, una golondrina que descansaba en el hueco de un árbol —cerca de ahí— oyó el grito de la hormiga y se apresuró a socorrer al desconocido que angustioso clamaba otra oportunidad. Con algo de dificultad localizó a la pequeña hormiga, entendiendo su difícil situación. Sin embargo, ella misma sintió miedo de quedar atrapada en el remolino si intentaba meterse al agua para sacarla.

No lo pensó demasiado y voló velozmente sobre la superficie del riachuelo hasta alcanzar una hoja de encino que flotaba perdida en la corriente. En pleno vuelo agarró la hoja con su pico y la fue a depositar justo sobre el remolino, esperando que la hormiga lo usara como bote. Pero el remolino se tragó la hoja, y la hormiguita seguía dando vueltas, cada vez más cerca de ser succionada por el torrente.
— ¡Ayúdame, buena golondrina, por favor! —suplicó de nuevo la hormiga.
— "Si atrapo a la hormiga con mi pico, como hice con la hoja, corro el riesgo de tragármela. Y si intento sacarla con mis garras podría hacerle daño... es demasiado pequeña" —pensó rápidamente la golondrina— ¡Tengo que encontrar otra forma de ayudarla!
Armada de coraje, la golondrina dio un vuelo veloz alrededor del área hasta dar con una rama seca que descansaba sobre unas piedras. Era lo único que había cerca, pero era casi tan pesada como el ave. El valor y la urgencia le dieron fuerzas de la nada a la golondrina... así que, agarrando la rama con sus patitas, montó vuelo nuevamente... arrastrando la rama por sobre la corriente de agua. Con suma dificultad se acercó al remolino, procurando que éste no se tragara la rama:
— ¡Nada, nada amiga! —chillaba con fuerza la golondrina— ¡Nada hacia la rama!
— ¡Más cerca, por favor, ya estoy muy cansada! —gemía la hormiguita.
En eso, el remolino agarró la rama, y en un último acto de valentía antes de que la corriente quisiera tragarse también a la golondrina, ésta soltó la rama y hundió el pico en el agua... justo donde segundos antes se había hundido la hormiga. Succionó un buen sorbo mientras batía con fuerza las alas, hasta que sus cachetes se inflaron de agua. Usando sus últimas fuerzas se fue volando a la orilla, con la esperanza de haber alcanzado a la pobre hormiga.

Ya agotada, escupió el agua de sus cachetes sobre un montículo de arena seca. Buscó con atención en la mancha... pero la hormiguita no estaba.
— ¡Oh! —exclamó acongojada— ¿Me la habré tragado? ¿Acaso ya era su tiempo? ¡Pobre hormiguita!
La valerosa golondrina, que había dado su máximo esfuerzo en un intento por salvar la vida de quién consideraba ahora una "amiga perdida", se puso a llorar amargamente.
— Se notaba que era buena persona... ¡no merecía un final así! —Se afligió— Pero a veces la vida tiene planes y voluntades que una no entiende; sólo sé que es más sabia y hay que aceptar sus designios.
Gruesos lagrimones de golondrina cayeron sobre sus alas cansadas, entregadas ahora a la arena y al Sol.
— ¡Cof-cof! —tosió de pronto una vocecita cansada— Qué saladas son tus lágrimas, querida golondrina...
Sorprendida, el ave se miró sus patas... luego sus alas... y he allí, en una de ellas estaba la hormiga exploradora, firmemente agarrada a una de sus plumas.
— ¡Amiga hormiga, estás a salvo! ¿Pero cómo? —la perplejidad tocó el rostro de la golondrina— ¿Cómo llegaste ahí?
— Cuando metiste la cabeza en el agua yo ya estaba detrás de ti, pero me agarré a las plumitas de tu cola —explico— Trepé rápidamente hasta tu cabeza, pero terminé perdida en un bosque de plumas. Luego, caminando y caminando... llegué a una de tus alas. Me encontré con algunos pulgones en el camino, pero ya ves: estoy bien. Ya no llores por mí. ¡Me has salvado y siempre te estaré agradecida!
Ahí mismo se abrazaron como amigos de toda la vida: tanto la hormiga como la golondrina son trotamundos y comparten gustos en común. Largo rato conversaron alegres y se desearon buena suerte en sus caminos. Ya entrado el Sol, se despidieron. La golondrina volvió a su hueco en el árbol, y hormiga recordó el camino a su hormiguero... reforzada, claro, por un aventón del pájaro.

Esta historia que cuentan los animalitos silvestres bien hubiera terminado aquí. Pero sucedió que, tiempo después, un ser humano cazador de pájaros frecuentó esos rincones del campo. Un día el cazador divisó a la golondrina, y como quisiera hacerse de ella para venderla en el mercado extendió su red a la salida del hueco del árbol.

Estaba en el acto cuando un escuadrón de hormigas mirmidonas, lideradas por una valiente exploradora y previsora, llegaron a moderlo con fuerza en sus talones. Sorprendido ante el ataque inesperado el hombre abandonó su intención, dejando tranquila a la buena golondrina que se había ganado la admiración y el respeto de las diligentes y leales hormigas.

Moraleja: Toda buena acción merece agradecimiento, y de ser posible; recompensa.

Fin
El Lobo y las 7 Cabritas
Hermanos Grimm · Versión traducida por Angelina Gatell

Ilustración de Shigeto Takahashi

Había una vez una cabra que tenía siete preciosos cabritos. Un día los llamó a su alrededor y les dijo:
— Tengo que irme al bosque. Tengan mucho cuidado con el lobo. Si consigue entrar en nuestra casa, se los comerá. Procuren siempre tener muy bien cerrada la puerta, y no abrirle a nadie. Y, sobretodo, recuerden que si alguien llama (toc-toc-toc) miren muy bien por debajo de la puerta, y si tiene las patas negras, no abran porque es el lobo malo. Si hacen lo que les digo, nunca les ocurrirá nada malo.
Pero tan pronto como se fue la cabra, llamaron a la puerta, y había una voz ronca que decía:
— ¡Ábranme la puerta; soy su mamá!
Los cabritos escucharon muy atentamente, pero no se atrevieron a abrir. El lobo malo les volvió a tocar, y dijo:
— ¡Ábranme, ábranme! ¡Les traigo muchos regalos a mis hijitos!
Ellos se asomaron por debajo de la puerta y exclamaron:
— ¡Vete de aquí! ¡Te conocemos muy bien por tus patas negras y tu voz ronca!
Entonces el lobo tomó mucha miel para endulzar su voz, cubrió sus patas con harina blanca, y volvió a la cabaña de los cabritos.
— ¡Ábranme la puerta; soy su mamá! ¡He traído muchos regalos para ustedes!
— ¡Es mamá! —dijo uno de los cabritos.
— ¡Enséñanos tus patas, queremos estar seguros!
Entonces, el lobo mañoso, extendió sus patas "blancas" y las mostró.
— ¡Es mamá! —dijo uno de los cabritos.
— ¡Es mamá! ¡Es mamá! —dijeron los otros.
Y tan pronto como los cabritos abrieron la puerta, el lobo entró a la cabaña y se los comió uno tras otro, casi sin respirar. Contento de su triunfo y con el estómago lleno, salió de la cabaña, tambaleándose, y dijo:
— ¡A dormir!
Poco después, la cabra regresó a la cabaña, buscando a sus hijitos, y no vio nada. La mamá cabra imaginó lo que había pasado y se puso a llorar. Pero de repente oyó una voz muy temblorosa que decía:
— ¡Aquí estoy, mami: me he salvado! —dijo el más pequeño de los cabritos, que había alcanzado a esconderse debajo de una cama.
Entonces, salieron a buscar al lobo, y cuando llegaron a su cueva, vieron que su estómago se movía. La cabrita, con unas tijeras, le abrió la panza y empezaron a salir todos sus hijitos, uno por uno. Y ya todos felices, se fueron. Y el lobo malo jamás despertó.

Fin
Palitroche

Una mañana, Tommy y Annika entraron en la cocina de Pippi y le dieron los buenos días, pero ella no les contestó. Estaba sentada sobre la mesa con el Señor Nelson en el hombro. Sonreía con una expresión feliz en la cara pecosa.
— Buenos días —dijeron de nuevo Tommy y Annika.
— Estoy pensando en lo que acabo de descubrir —murmuró Pippi con voz soñadora.
— ¿Qué has descubierto? —preguntaron sus amiguitos.
A ellos no les sorprendía que Pippi hubiera descubierto algo; lo único que querían saber era de qué se trataba.
— ¿Qué es lo que has descubierto, Pippi? —preguntaron con ansiedad.
— Una palabra nueva —contestó Pippi, y se los quedó mirando como si acabara de verlos en aquel mismo momento— ¡Una palabra estupenda!
— ¿Qué clase de palabra? —preguntó Tommy.
— Una palabra maravillosa. Una de las mejores que he oído en mi vida.
— ¡Dínosla!
— “Palitroche" —dijo Pippi.
— ¡“Palitroche"! —repitió Tommy— ¿Qué quiere decir?
— ¡Ojalá lo supiera! Lo único que sé es que no quiere decir aspiradora.
Tommy y Annika se quedaron pensativos. Finalmente, Annika dijo:
— Pero si no sabes lo que quiere decir, no te sirve de nada.
— Eso es lo que me preocupa —dijo Pippi.
— ¿Quién decidió el significado de las palabras?
— Probablemente se reunieron unos cuantos viejos profesores —explicó Pippi— e inventaron palabras tales como: “tina", “mordaza", “ristra", y cosas así. Sin embargo, nadie se preocupó de descubrir una palabra tan bonita como “palitroche". ¡Qué suerte que yo haya dado con ella! ¡Apuesto a que descubriré lo que significa!
Pippi se puso a meditar con la mano debajo de la barbilla y los ojos cerrados.
— ¡“Palitroche"! Me gustaría saber si se podría llamar así a la punta del palo azul de una bandera.
— Los palos de las banderas no son azules —corrigió Annika.
— Tienes razón. Entonces no sé lo que quiere decir. Quizá se le pueda llamar así al ruido que haces con los zapatos cuando andas por el barro. A ver cómo suena:
“Cuando Annika anda por el barro puede oírse un maravilloso palitroche."
No. No suena bien. 
“Puede oírse un maravilloso chipichap."
¡Eso sí que suena bien!
Y rascándose la cabeza, Pippi añadió:
— Esto se está poniendo difícil. ¡Pero lo he de averiguar! Quizá sea algo que pueda comprarse en las tiendas. ¡Vamos a preguntarlo!
A Tommy y a Annika les pareció muy bien, y Pippi fue a buscar su monedero, lleno de monedas de oro.
— “Palitroche" suena como si fuera una cosa bastante cara. Será mejor que vaya a buscar más dinero.
Cuando tuvo el bolso bien repleto de monedas, Pippi levantó el caballo y lo sacó del porche. El Señor Nelson saltó sobre su hombro.
— ¡Aprisa! Si no nos apresuramos, puede ser que se hayan terminado todos los “palitroches" cuando lleguemos. No me sorprendería que el alcalde hubiese comprado el último que quedaba.
Cuando los chiquillos de la pequeña ciudad oyeron galopar al caballo de Pippi, corrieron felices a su encuentro, porque todos la querían mucho.
— ¿Adonde vas, Pippi? —le preguntaban a gritos.
— Quisiera comprar un “palitroche" —dijo Pippi— Pero que sea bueno y crujiente.
— ¿“Palitroche"? —repitió una linda señorita que estaba detrás del mostrador— Creo que no tenemos.
— Pues deberían tenerlos. En todas las tiendas bien surtidas los despachan.
— Sí, pero los hemos agotado —dijo la señorita, que nunca había oído hablar de “palitroches", pero que no quería admitir que su tienda no estuviera tan bien surtida como las otras.
— ¡Ah! Pero ¿han tenido “palitroches"? —exclamó Pippi ansiosamente— Dígame cómo son. ¿Tienen rayas rojas?
La señorita se ruborizó y dijo:
— No. De todos modos, ahora no tenemos ninguno...
— Entonces tengo que seguir buscando. No puedo volver a casa sin un “palitroche".
La próxima tienda era una ferretería. El vendedor los saludó cortésmente.
— Quisiera comprar un “palitroche" —le dijo Pippi— Pero que sea de la mejor clase. De los que se usan para matar leones.
El vendedor los miró con desconfianza.
— Vamos a ver —dijo rascándose detrás de la oreja— Vamos a ver —Y sacó del cajón un pequeño rastrillo que entregó a Pippi.
— Esto es un rastrillo —exclamó, en el colmo de la indignación— Yo quiero un “palitroche". ¡No intente engañar a una inocente niña!
— Desgraciadamente, no tenemos lo que necesitas —dijo el vendedor riéndose— Pregunta en la tienda de la esquina, que venden baratijas.
— ¡Baratijas! —murmuró Pippi con desdén cuando salieron a la calle— Supongo que tampoco tendrán. Quizás, al fin y al cabo, sea una enfermedad. Vamos a preguntar al médico.
Annika sabía dónde vivía, porque hacía unos días había ido a vacunarse. Pippi llamó al timbre, y una enfermera abrió la puerta.
— Quiero ver al doctor —dijo Pippi— Es un caso muy grave. Se trata de una terrible y peligrosa enfermedad.
— Por aquí, por favor.
Cuando entraron los niños, hallaron al doctor sentado en su despacho. Pippi fue directamente hacia él, cerró los ojos y sacó la lengua.
— ¿Qué te pasa? —le preguntó el médico.
— Me temo que he pillado un “palitroche". Me pica todo el cuerpo, duermo con los ojos cerrados, algunas veces tengo hipo y el domingo me puse mala después de haber comido un plato de betún con leche. Tengo mucho apetito, pero a veces me atraganto y no puedo engullir la comida. Yo creo que tengo un “palitroche". ¿Es contagioso?
El doctor miró la sonrosada carita de Pippi y dijo:
— Creo que tienes más salud que la mayoría de la gente.
— Pero existe una enfermedad con este nombre, ¿verdad?
— No. Pero aunque existiera, dudo que tú la cogieras.
Pippi suspiró tristemente, se despidió del doctor y salió, seguida de Tommy y Annika. No lejos de Villa Mangaporhombro había una casa de más de trescientos años. En aquel momento tenía una de las ventanas del piso superior abierta, y Pippi señaló hacia allí diciendo:
— No me sorprendería que ahí hubiera uno. Voy a subir a ver.
Saltó a la cañería y trepó velozmente hasta la ventana e introdujo la cabeza dentro. Vio una gran sala y en ella dos señoras sentadas en unos sillones charlando tranquilamente. Imaginaos su sorpresa cuando, de repente, apareció en la ventana una cabeza de color rojo y una voz dijo:
— ¿Por casualidad hay por ahí algún “palitroche"?
Las dos señoras chillaron aterrorizadas.
— ¡Cielo santo! ¿Qué estás diciendo, niña? ¿De dónde sales?
— Quisiera saber si tienen algún “palitroche" por ahí.
— ¿Y qué es un... eso que has dicho? ¿Muerde?
— Me parece que sí —dijo Pippi, convencida— Tiene unos colmillos así de grandes.
Las dos señoras se abrazaron y empezaron a gritar. Pippi miró alrededor y dijo, desilusionada:
— No veo que le asomen los bigotes al “palitroche". Perdonen que las haya molestado —Y se deslizó por la cañería hasta el suelo.
— No existe ningún “palitroche" en esta ciudad —dijo a Tommy y Annika— Volvamos a casa.
Cuando iban a montar en el caballo, que los esperaba en el soportal, Tommy puso el pie sobre un pequeño escarabajo que se arrastraba por la arena del sendero.
— Ten cuidado. No pises a ese animalito —dijo Pippi.
Los tres miraron hacia el suelo. El bicho era menudo y tenía unas alas verdes que brillaban como si fueran de metal.
— No es un escarabajo, ni una mariquita —dijo Tommy.
— Ni tampoco una libélula —dijo Annika— Me gustaría saber qué es.
En el rostro de Pippi se dibujó una radiante sonrisa.
— ¡Ya lo tengo! ¡¡Es un “palitroche"!!
— ¿Estás segura? —preguntó Tommy dudando.
— ¿Crees que no voy a conocer un “palitroche" cuando veo a uno? ¿Has visto tú ninguno en tu vida?
Pippi puso el escarabajo en un sitio donde no pudieran pisarlo y le dijo tiernamente:
— ¡Mi querido “palitroche"! Ya sabía yo que al fin iba a encontrarte.
Hemos recorrido toda la ciudad buscándote, y estabas cerca de Villa Mangaporhombro.

Fin

Curiosidades
1) La versión para México cambia los nombres de los personajes por Pita (Pippi), Tomás (Tommy) y Anita (Annika).

2) Existe otro cuento llamado Palitroche (probablemente chileno) que no tiene nada que ver con esta historia. Puedes leerlo haciendo click aquí 👻
Gazapito quiere comer Torta
Marta Brunet

Resulta que una vez había un conejito blanco llamado Gazapito. Y resulta que era muy goloso y siempre estaba robándole a su mamá —Largas Orejas— zanahorias y betarragas, que para los gazapos es algo tan exquisito como los chocolates y los caramelos para los "niñitos del hombre". Y aparte de los castigos que mamá Largas Orejas le imponía al descubrir sus merodeos por la despensa, sufría Gazapito unos tremendos dolores de estómago, tan tremendos que a veces requerían la intervención de doña Rata Sabia Yerbatera.

Y como a pesar de los castigos y de los dolores no escarmentaba, pues resultó que al fin enfermó gravemente y hubo que ponerlo a régimen estricto de yuyitos tiernos y agüita de boldo. Bueno...

Resulta que una tarde estaba muy triste Gazapito pensando en lo amarga que era la existencia sin un poquito de zanahoria o de betarraga que la endulzara, y dando suspiros y más suspiros se quedó medio dormido debajo de una gran col, en la huerta de don Pedro Pérez, que lindaba con el bosque. Y a poco despabilóse muy asustado, oyendo cercanas voces de niños.

Una de las voces decía:
— Qué torta más rica! Es de pura almendra... Y tiene huevo mol...
Gazapito sabía que las tortas eran dulces, condimentadas con azúcar que, según doña Rata del Campo, era lo más delicioso en la despensa del "señor hombre". Y al pobre goloso de Gazapito se le hacía la boca agua al ver que los niños de don Pedro Pérez daban grandes mascadas a unas tortas redondas y blancas. Porque Gazapito, al oír hablar de comida y de dulce, había separado un poco las hojas de la col y asomaba un ojo curioso de mirarlo todo.

Entonces a Gazapito le dio verdadero antojo por comer torta redonda y blanca, con almendra y huevo mol. Y tan preocupado se quedó que esa noche no pudo dormir, y en su inquietud daba vueltas y más vueltas en su cama de suave musgo, y al fin, pasito, salió de la cueva en que vivía con mamá Largas Orejas y sus hermanos Gazapillo y Gazapeta.

En cuanto a papá —Ojo Colorado— había muerto en un accidente de caza (no había que hablar de esto delante de mamá Largas Orejas, porque le daban ataques de pena y agitaba las manitas desesperadamente, lo mismo que si tocara el tambor).

Resulta que Gazapito se internó esa noche en el bosque, moviendo las orejas a cada ruido que le traía el Viento, arriscando la naricilla, desazonado por cada olor desconocido, representándosele en cada cosa aquella torta blanca y redonda con almendra y huevo mol...

Y en esto... ¡Oh!..., sorpresa, Gazapito vio ante sus ojos, en el fondo de un hoyo al cual se asomara por casualidad, pues nada menos que una torta blanca y redonda, que tenía que ser de almendra con huevo mol y todo. Y dando un brinco...

¡Zas! ¡Brrr!

Gazapito cayó al fondo del hoyo, justamente sobre la torta redonda y blanca.

Y resulta que como el hoyo era mucho más profundo que lo que imaginara, ese "¡Brrr!" que tú ves, lo dio Gazapito de susto. Pero lo lamentable fue que al hacer "¡Zas!" se percató de que con la impresión le había pasado una cosa terrible, que no se puede contar, pero que lo obligaba a levantarse en la punta de las patitas para no mojar la bata de piel blanca que llevaba puesta.

Y todo acongojado, sin acordarse más de la torta, ni de las almendras, ni del huevo mol, se echó a llorar a toda boca, como el conejito chiquitito que era. Además, el hoyo estaba muy oscuro y el miedo aumentaba sus sollozos.

Andaba por allí, volando, en el bosque y cerca del hoyo, una mariposa llamada Falena, que al oír a Gazapito preguntó asomándose al boquetón negro:
— ¿Quién llora?
— Yo. Gazapito, que me caí por casualidad..., de puro distraído...
— No es verdad — dijo misiá Rana Vieja, que todo lo sabía y era muy chismosa—; se cayó porque el tonto quería comer torta... La torta que vio en el fondo del hoyo...
— ¡Cállese, la acusete! —dijo el señor Grillo, que no porque hablara dejó de darle cuerda a su reloj.
— ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —decía entre tanto Gazapito.
— Voy a avisarle a tu mamá. ¿Dónde vives? —preguntó Falena.
— No, no. No hay que decirle nada a mamá, que me castigará por haber salido sin su permiso —contestó entre sollozos Gazapito.
— Avísele, avísele —gritó misiá Rana Vieja—, para que le den su merecido por meterse en casa ajena. Para que le den sus buenos coscorrones...
— No, por favor, no le digan nada... Pero sáquenme de aquí... ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!
Entonces Falena —que es muy buena a pesar de cierto atolondramiento que se le reconoce—  fue a avisar a las señoritas Luciérnagas, para que vinieran a iluminar el hoyo y pudiera Gazapito salir fácilmente. Estas señoritas Luciérnagas son bailarinas de oficio y están siempre dando representaciones nocturnas al aire libre, vestidas con coseletes de azabache y luciendo sus lindos ojos de luz celeste. Y como también son muy serviciales, vinieron en seguida e iluminaron el hoyo formando guirnaldas y ruedas y estrellas de cinco puntas, todo ello con esos ojos lindos de luz celeste que ya te dije que ellas tienen.

Le dio entonces a Gazapito una vergüenza enorme, ya que todas se iban a enterar de lo que le había pasado y que, tú sabes, eso que lo obligaba a ponerse de puntillas para no mojar la bata de piel blanca. Pues bien resulta que al ver con claridad lo que había en el hoyo, se dio cuenta Gazapito de que era aquello una poza, vivienda de misiá Rana Vieja, y de ahí sus protestas. Y que lo que creyera una torta no era otra cosa que la señora Luna Llena reflejada en el agua, y que esta agua en que se empinaba no era eso terrible que él creyó que le había pasado con el susto al caerse...

Ya con más bríos y sin ninguna vergüenza, Gazapito se dispuso a salir del hoyo, pero no alcanzaba a saltar hasta afuera. Entonces pasó una cosa maravillosa, que te sorprenderá: pues nada menos que las raíces de un gran Sauce Llorón que por allí asomaban, se fueron moviendo lentamente hasta tomarse de la mano unas con otras, formando una escalera, por donde ágil y retozón subió Gazapito.

Y resulta que al poner éste pie afuera, Falena se posó en su mejilla, con la intención tal vez de darle un beso, pero el caso fue que Gazapito sintió un cosquilleo en la nariz, dando un estornudo formidable:
— ¡Achís!
Y entonces despertó lleno de sobresalto —con la noche encima, y una gran estrella dorada mirándolo atentamente—, debajo de la col donde se había dormido. ¡Porque todo esto no había sido otra cosa que un sueño!

Fin
Los Árboles de Piedra
Los monitos de plastilina que aparecen
arriba son de Cristina Gómez Taboada

Había una vez un curioso mundo, un mundo curioso y extraño. Sus campos eran de piedra. De piedra, sus flores. De piedra, sus ríos. Con cañas de piedra, hombres de piedra pescaban peces de piedra. Aquellos hombres tenían brazos de piedra, cuerpo de piedra, cabeza de piedra y corazón de piedra. "Corazón de piedra" no tenía, allí, ningún significado especial; porque sus corazones estaban llenos de hermosos sentimientos. Con ellos amaban a todos los seres de piedra, que vivían en aquel extraño mundo de piedra.

. Era éste, sin duda, el mundo más curioso y más extraño que se haya conocido. La vida discurría tranquila y feliz. Hasta que, cierto día... empezaron los problemas. Por todas las calles, por todas las plazas, sólo se oía una voz:
— Los niños están tristes.
Después de muchos comentarios, después de muchas discusiones, preguntaron a los niños. Y los niños dijeron:
— Queremos árboles. En nuestro parque.
Entonces, en medio de la reunión, se levantaron tres voces:
— Yo los traeré.
— Y yo.
— Y yo también.
Y los tres jóvenes más aventureros se pusieron en camino. Iban en busca de aquellos árboles que tanto necesitaban los niños para ser felices.

Al cabo de un mes volvió el primero. Traía sobre sus hombros un pino. Caminaba doblado por el peso. Y, con grandes ceremonias, lo pusieron en el parque. Pero, al poco tiempo, el pino, plantado sobre piedras, murió.

Dos meses más tarde volvió el segundo. Traía sobre los hombros un cactus. Y plantaron el cactus con el mismo ceremonial, con la misma alegría. Pero el cactus tampoco pudo vivir en aquel suelo de piedra.

Tres meses después, regresó el tercero. Caminaba de prisa, porque no traía ningún peso sobre sus hombros. Y, cuando todos estuvieron a su alrededor, les dijo:
— He encontrado árboles de piedra. Pero no pude cortarlos. ¡Se necesita la ayuda de todos!
Y allá se fueron con el tercer joven aventurero. Se necesitaba la ayuda de todos; por eso iban todos: la piedra de los caminos, hecha a tragar polvo; la piedra que trabajaba en el molino; la piedra que había nacido para estatua y la que estaba hecha para lucir en un precioso anillo.

Y cruzaron ríos, campos de flores y mariposas; montañas verdes cubiertas de árboles que no podían vivir en su mundo de piedra. Y siguieron adelante y llegaron al mar. Y, cuando estuvieron sobre las rocas que formaban la orilla, todas las piedras se unieron:

La piedra del camino, el canto rodado de los ríos, la piedra del molino, la que había nacido para estatua y la que estaba hecha para brillar en una sortija. Todas, unidas de manos, se engarzaron. Y entonces, cuando ya estaban cerca del mar, comenzaron a descender. Al cabo de unos minutos, llegaron a los bosques de coral. Y, con ayuda de los peces martillo y los peces sierra, cortaron árboles de coral, aquellos hechos a medida de su mundo de piedra.

Y en medio de una gran fiesta y en medio de bailes y canciones, los llevaron al parque. Todos sonreían porque, juntos, habían hecho un buen trabajo, y eso les daba mayor fuerza y seguridad. Y las risas de los niños, contentos porque a su parque ya no le faltaba de nada, les unieron mucho más de lo que ya estaban.

Fin
El Ratón sin Cola
Isabel Mézquita de Aguilar
Ilustración de JenDigitalArt

Un travieso ratoncito se divertía molestando al gato. Un día logró derramar el plato de leche en que el gato bebía. Furiosa, el gato persiguió al ratón, dispuesto a comérselo, pero sólo logró arrancarle la colita y se quedó con ella.
— Te la daré —dijo el gato—, si repones la leche que me tiraste.
El ratoncito fue a ver a la vaca.
— Vaquita, regálame un poco de leche para que se la dé al gato y él me devuelva mi colita.
— Te la daré —dijo la vaca—, si me traes un poco de masa fresca.
El ratoncito fue a pedir la masa fresca a la cocinera.
— Panchita, regálame un poco de masa fresca para que se la dé a la vaca, obtenga de ella un poco de leche y se la dé al gato a cambio de mi colita.
— Te daré la masa —respondió la cocinera—, si me traes el maíz para que la prepare.
El ratoncito fue en busca del labrador y le dijo:
— Amigo, regálame un poco de maíz para que se lo lleve a la cocinera para que me prepare masa fresca, y yo se la dé a la vaca, obtenga de ella un poco de leche y se la dé al gato a cambio de mi colita.
— Con gusto te lo daría, si no fuera porque la falta de lluvia ha retrasado la cosecha.
El ratoncito se quedó muy triste y empezó a llorar amargamente. El labrador, apenado, empezó a llorar también, y unidas las lágrimas corrieron por los surcos regando el maíz, que comenzó a dar unas hermosas mazorcas.

El labrador, muy contento, empezó a cosechar y le dio al ratoncito una buena bolsa de maíz. Así que el ratoncito se fue corriendo para llevar el maíz a la cocinera, que en un momento le molió y preparó la masa fresca.

Llevó la masa fresca a la vaca, que se la tragó en un abrir y cerrar de ojos, y así pudo dar leche al ratoncito. El gato, al ver tanta leche, le dio al ratoncito su colita, y el ratoncito se la pegó.

Fin
Por Favor
Alicia Aspinwall, 1896


Algunos nombres de personajes han sido cambiados
para proteger la identidad de los protagonistas.

Érase una vez un ser diminuto llamado "Porfavor" que vivía en la boca de un niño... y la razón de un nombre tan curioso es que este "ser" era una palabra. O sea: había nacido en forma de palabra.

La verdad es que los porfavores son una civilización completa de seres que viven en la boca de todo el mundo, ya que cada persona tiene su propio porfavor, aunque a veces la gente se olvida de que viven allí. Para que los porfavores estén sanos y felices, deben salir a menudo de la boca para que puedan tomar aire y respirar, así como los peces de una pecera necesitan, de cuando en cuando, subir a la superficie. Los porfavores respiran tanto oxígeno como los seres humanos para vivir.

El porfavor del que os voy a hablar vivía en la boca de Patricio, pero eran contadas las veces que tenía la oportunidad de salir. El pobre Porfavor vivía encerrado porque Patricio no lo dejaba salir, pues —lamento decirlo— él era un niño grosero, y nunca se acordaba de decir "por favor".
— ¡Dame pan! ¡Pásame el agua! ¡Quiero ese libro! –así era como Patricio pedía las cosas.
Era habitual que sus padres y hermanos se disgustaran con él, porque dejaba que Porfavor se pasara los días sentado en su boca, esperando la oportunidad de salir. Y como Porfavor no salía, cada día estaba más debilitado. Por otro lado, Patricio tenía un hermano llamado Luis, que era mayor que él; de unos diez años, y era tan educado como grosero era su hermano. Así que su porfavor disponía de mucho más aire, y por eso era fuerte y feliz.

Un día, durante el desayuno, el porfavor de Patricio sintió que debía salir a tomar aire fresco aunque tuviera que escapar. Así que en un momento que Patricio abrió su boca, su porfavor huyó fuera y se escondió para poder inspirar aire profundamente. Después de haber respirado se echó a correr por la mesa y entre los platos, y de un brinco saltó dentro de la boca de Luis. Pero como Luis ya tenía en su boca a un porfavor viviendo allí, el dueño de casa se enfado con el intruso:
— ¿Qué haces aquí? —exclamó— ¡Fuera, éste no es tu sitio! ¡Esta boca es mi casita y tú ya tienes una!
— Ya lo sé —contestó el porfavor de Patricio — Yo vivo al otro lado, en la boca del hermano del dueño de su boca. Pero soy muy desdichado porque Patricio nunca me usa... ¡No puedo salir y respirar aire fresco como hacen todos los buenos porfavores! Estaba pensando que quizá serías tan amable de permitir quedarme aquí un día o dos, hasta que me sienta más fuerte...
°-°
— Ya veo, está bien —le respondió comprensivamente el porfavor de Luis al ver a su vecino pasando malos tiempos— no hay problema entonces, por supuesto te puedes quedar: yo me encargaré de que te recuperes, y cuando mi dueño me utilice saldremos los dos juntos a hablar, después de todo dos porfavores son mejor que uno. Luis es muy cortés y no creo que le importe repetir una palabra de más. Quédate el tiempo que necesites.
— Muchas Gracias —respondió el porfavor de Patricio, que ya no era más de Patricio porque ahora era de Luis.
Sucedió entonces que esa noche, a la hora de cenar, Luis quería mantequilla y dijo:
— Papá, ¿me pasas la mantequilla, por favor–por favor?
— Claro —contestó su padre— Pero, ¿no eres demasiado educado?
Luis no alcanzó a responder pues justo se había vuelto hacia su madre a decirle:
— Mamá, ¿me das un pancito, por favor–por favor?
Su madre se rió.
— Te daré el pancito, cariño. Pero, ¿por qué dices "por favor" dos veces?
— No sé lo que me pasa —respondió Luis— Es como si las dos palabras salieran solas de mi boca.
Y agregó:
— Clara (dirigiéndose a su hermana) por favor–por favor, ¿puedes acercarme el agua?
Su hermana también se rió.
— Bueno, bueno —comentó el padre— No hay nada de malo en que este mundo sea más educado y que se empleen muchos "porfavores".
Mientras eso le pasaba a Luis, Patricio seguía pidiendo:
— ¡Dame un huevo! ¡Quiero leche! ¡Pásame la cuchara! —tan groseramente como era su mala costumbre.
Pero de repente se calló, pues escuchaba a su hermano repitiendo mucho "por favor-por favor"... lo encontró divertido y quiso imitarlo:
— Mamá, ¿me das un pancito, mmm-mmm?
Patricio intentaba decir "por favor", pero no podía. Nunca podría imaginar que su pequeño porfavor estaba viviendo ahora en la boca de Luis. Así que volvió a intentarlo y pidió la mantequilla:
— Mamá, ¿me acercas la mantequilla, mmm-mmm?
Eso fue todo lo que pudo decir.

Así pasó la tarde, y todo el mundo se preguntaba qué les pasaba a los dos niños, que uno hablaba de más y el otro se había quedado sin palabras. Al llegar la noche, estaban cansados y Patricio se sentía tan contrariado que su madre les mandó a la cama temprano.

A la mañana siguiente y tan pronto como se sentaron a la mesa, el porfavor de Patricio —viendo a su dueño cansado— decidió volver a su casa, porque a pesar de todo lo quería, y ya había tomado tanto aire fresco el día anterior que se sentía fuerte y feliz otra vez. Así que agradeció a su amigo porfavor y no tardó en volver a refrescarse desde la boca de Patricio, porque éste dijo:
— Papá, ¿me pelas la naranja, por favor?
— ¡Oh, caramba-caramba! —exclamó su papá— La palabra salió con una facilidad sorprendente, y sonó tan bien como la de Luis.
Luis, por su parte, estaba pronunciando un solo "por favor", así que desde aquel día, el pequeño Patricio fue un niño educado y por lo mismo, terminó ganándose el respeto y apreciación de la gente.

Fin

Otro día les contaré el cuento de los "carambas"
y de porqué el papá de los niños repitió:
¡caramba-caramba! ☺
La Ranita y el Cuervo
Fábula de la Tradición Oral
Versión de Svanhildr MacLeod
Ilustración del Artista Cántabro
Fernando Sáez González (1921-2018)

Era primavera en un hermoso bosque de robles y coníferas, cerca de Los Alpes. Una brillante laguna azul —en medio de la espesura— daba cobijo a diferentes especies de animales. Una ranita que vivía con su mamá, entre las tiernas plantas y musgos que crecían junto al agua, se había escapado de su casa para explorar el mundo, y así había llegado nadando al otro extremo de la laguna.

Un cuervo que pasaba por ahí, cansado de tanto vuelo, se fue a dar un chapuzón al sol de la tarde. Estaba bañándose en las aguas estancadas, cuando vio a la ranita que nadaba en dirección a la playa. El cuervo no lo pensó dos veces, y cuando ésta saltó a la arena, la atrapó de una de sus patitas con la intención de comérsela, pero como no quería ser molestado se la llevó volando al tejado de un antiguo granero abandonado.

La ranita aventurera, que a pesar de haber sido atrapada era muy ingeniosa, comenzó a reírse sin parar, como si le hubieran contado un chiste. Eso descolocó al cuervo, que le preguntó intrigado:
— ¿Porqué te ríes, linda rana? ¿Te hace gracia que seas mi cena?
— No, amigo cuervo, nada de eso —le respondió la ranita— Es que pensé que me llevarías a otra parte, menos al techo del granero donde vive mi mamá. Seguramente ella aparecerá en cualquier momento...
El cuervo pensó que no era buena idea comérsela ahí, así que tomó a la ranita y se la llevó volando hasta la canaleta de agua de una cabaña cercana. El viento comenzaba a soplar, y el cuervo se disponía a engullir a la rana, cuando ésta comenzó a reír de nuevo, con más fuerza todavía.
— ¿Porqué tanta risa otra vez, linda rana?
— Por nada, amigo cuervo —dijo la ranita— La verdad es que es una tontera, pero mi tío que vive al otro lado de esta canaleta, suele venir a chapotear para acá cuando hay viento, y cómo le había avisado que hoy vendría a visitarle, lo más probable es que se aparezca en cualquier momento...
Al cuervo le pareció una respuesta razonable, y como quería comer tranquilo, tomó nuevamente a la rana y se la llevó volando hasta los píes de un pozo; junto a un apacible huerto y apartado de la casa y el granero.
— "Nadie me molestará en este lugar" —pensó el cuervo.
Ahí estaba: a punto de comerse a la ranita el cuervo hosco, cuando ésta recordó que a los cuervos les gusta coleccionar baratijas, y por ende; aman la belleza. Así que exclamó:
— ¡Pero que bello eres, hermoso cuervito!
— Gracias —respondió éste— pero deja de hablar porque te voy a comer.
— Si, si... está bien, pero sólo quería decirte que aunque eres hermoso, y tus plumas son de un negro brillante, se nota mucho que tu pico está desafilado; sería bueno que lo afilaras de vez en cuando.
El cuervo, que era vanidoso, pensó que la rana tenía razón, así que fue a buscar una piedra y comenzó a afilar su pico para comer su cena en las mejores condiciones. Mientras hacía eso, la rana fue dando saltitos para alcanzar el brocal del pozo, pero éste estaba muy alto y no lo alcanzaba.
— ¡Vamos, tú puedes! —se animaba a sí misma la ranita.
Usando su inteligencia y sus diminutas fuerzas, la rana dio muchos saltitos entre las rocas, hasta que por fin logró agarrarse de un tronco de "haya" caído. Trepó por el hasta alcanzar el brocal del pozo, zambulléndose posteriormente en sus aguas. En eso llegó el cuervo, que ya había terminado de afilar su pico, y vio que la rana no estaba. Así que voló hacia el brocal, y mirando al interior del pozo descubrió que la ranita nadaba en el agua.
— ¡Eh, linda rana! —le gritó— Ya regresé, ¿qué haces ahí?
— Tenía sed, amigo cuervo —le respondió la ranita— así que vine a beber un poco de agua. Espero no te moleste.
— No, claro que no —repuso el cuervo— pero ya puedes subir de nuevo. Mi pico está afilado y estoy listo para cenar.
— ¿Pero no sería mejor que bajaras tú, hermoso cuervo? —le observó la ranita— Yo no puedo escalar las paredes del pozo porque soy muy chiquitita, pero tú tienes alas y puedes venir a buscarme.
El cuervo, que ya tenía hambre de tanto esperar, creyó que la rana tenía razón, así que saltó al pozo para cazarla, pero como estaba oscuro y no tenía de donde agarrase erró en la caída, zambulléndose en el agua... ¡¡SPLASH!!
— ¡Ayúdame, rana, que me ahogo! —gritó el cuervo, desesperado, tratando de agarrarse de las paredes resbaladisas del pozo.
— Perdóname cuervito —respondió la rana— me da mucha pena: pero era mi vida o la tuya.
El cuervo se dio cuenta del engaño, y sabiéndose perdido hizo un último intento de agarrar a la rana para compartir su suerte, pero como ésta es un anfibio era hábil buceando bajo el agua, así que la ranita nadó y nadó al fondo del pozo, aguantando la respiración y lejos de las garras del cuervo, quién finalmente no pudo más y terminó ahogándose. Cuando todo hubo pasado, la ranita salió a flote y lloró por el destino del infeliz cuervo, pero se sintió agradecida de haberse librado de su enemigo.

Esa misma tarde llegó una tormenta y toda la noche estuvo lloviendo. El pozo acumuló tanta agua que ya en la madrugada terminó desbordándose, dejando libre a la ranita, que saltó fuera del pozo. Saltando y saltando entre la hierba, para pasar desapercibida, llegó a la laguna, encontrándose con su mamá que había estado buscándola, preocupada.
— ¡¡Mamitaaaaa!!
— ¡¡Mi ranitaaaa!!
Se abrazaron y croaron las ranitas, llorando de felicidad por el reencuentro.

Fin
Pablito, el Pingüino Friolero
En el sur del mundo, muy muy al sur... cerca del Polo Sur, hace no demasiado tiempo, vivía un pingüinito de nombre Pablito. Pablito vivía en un pequeño pueblo de pingüinos, y su "iglú" (o casa de nieve) se encontraba al final de la calle principal. Su casita era la única de todo el poblado que tenía su chimenea propia, y eso porque a diferencia de los demás pingüinos de la aldea, Pablito era friolento (o sea que siempre andaba con frío). Ya sea en invierno o verano, la Antártica está llena de nieve, y a Pablito ver ese paisaje tan polar, le provocaba más frío aun.

Era tanto el frío que sentía el Pablito, que usualmente se le veía usando una bufanda verde, así como mitones (que son como guantes con un sólo dedito) y un gorro rojo. Siempre que sus amigos pingüinos se encontraban jugando en sus actividades invernales —como patinando en esquí o en snowboard, explorando grutas de hielo o haciendo muñecos de nieve— Pablito se encontraba encerrado en su iglú... poniendo leña a su estufita, a la que él puso por nombre, "Pepita".

Así, Pepita (la estufa) era su mejor amiga. Y aunque muchos pingüinitos iban a su casa a buscarle para salir a jugar, Pablito siempre se negaba diciéndoles que afuera estaba muy helado y que prefería estar calentito en su casa, descansando. A pesar de todo, sus amigos lo querían y se interesaban por él.

Un día, Pablito estaba tomando un baño de agua caliente, cuando se puso a soñar despierto con la idea de visitar alguna cálida y soleada isla tropical. Tenía algunas postales que le había enviado una amiga tortuga desde las islas Galápagos, y se había enamorado de sus paisajes... de las playas, de la arena templada, de las verdes y exuberantes palmeras. Su mayor sueño era irse a vivir a esas islas para no sentir frío nunca más.
— ¡Ya no aguanto más! Este lugar es muy helado para mí... ¡Me iré a una isla tropical!
Pablito saltó de la tina de baño, con su gorro y bufanda aun puestos, se puso sus mitones, y unas raquetas de nieve (para no hundirse en la nevada), y salió de su casa decidido a buscar nuevos horizontes. Sus amigos le hicieron una despedida y luego partió.
— ¡Adiós Pablito!
— ¡Que tengas suerte!
— ¡Envíanos una postal cuando llegues a tu isla!
Le despedían sus amigos.
— Así lo haré, amigos —respondía Pablito— ¡Pronto tendrán noticias mías... desde las Galápagos!
Armado de valor, Pablito empezó a caminar por la nieve en dirección del Sol. Pero se había alejado demasiado tiempo de Pepita, y el frío lo atrapó; se quedó tieso mientras subía una colina nevada. Trató de moverse pero no pudo, y de tanto esforzarse cayó hacia atrás y empezó a rodar colina abajo. Rodó y rodó, formando una enorme pelota de nieve a medida que caía... hasta que la pelota terminó chocando con sus amigos, que estaban abajo.
- ¡¡CATAPLÁS!!
Fue un choque espectacular º-º ...pingüinitos saltaban por los aires en todas direcciones y algunos llegaron a volar, lo cual ya es raro para un pingüino, acostumbrados por naturaleza sólo a nadar o a caminar de forma graciosa en la nieve.

Rápidamente, los amigos que quedaron ilesos lo sacaron de la bola de nieve y lo llevaron, colgando de sus raquetas, junto a su querida estufa, Pepita. Ahí se quedó Pablito, un buen rato, hasta que se descongeló.
— Brrrrr... ¡Que helado es ahí afuera! —exclamó Pablito.
— ¡Que esto te sirva de lección, Pablito! —le dijeron amablemente sus amigos— ¡Somos pingüinos y la nieve es donde vivimos!
Pero Pablito ya estaba decidido, así que una vez que se hubo secado y repuesto lo suficiente, calentó un poco de agua en la tetera y llenó tres guateros (bolsas de agua caliente). Se amarró un guatero a cada píe (a modo de zapato), y uno más en su barriga. Luego se puso su bufanda, su gorro y sus mitones, y partió de nuevo a la aventura...

En esta ocasión, sólo dos amigos lo despidieron, pues Pablito ya se había ganado el apodo de "la peligrosa bola de nieve".

Así fue como, caminando y caminando, Pablito avanzó varios kilómetros sobre un tempano de nieve, pero en un momento se detuvo para consultar un mapa que había llevado consigo, con tan mala suerte que mientras estaba distraído en el mapa, el hielo que había debajo de los guateros comenzó a derretirse. Hasta que...
— ¡¡SPLASH!!
Pablito cayó al agua helada.

¡Que suerte tuvo Pablito de tener amigos buenos! Ya que los mismos de quiénes se había despedido rato atrás, le habían seguido —por sí acaso— y se apresuraron a rescatarlo de las frías aguas del mar antártico. Cuando lograron sacarlo, Pablito ya se hallaba congelado en un enorme cubo de hielo.

Así, sus amigos lo llevaron nuevamente a su casa. Pusieron el cubo de hielo sobre "Pepita" y esperaron, pacientemente, a que se derritiera para sacar a su amigo. Finalmente sacaron a Pablito, quién les agradeció por el rescate.
— ¡Esta lección si que no la olvidará! —decía un amigo.
— Al menos ya no te llamarán "la peligrosa bola de nieve" —decía el otro— Ahora te llamarán "el helado cubo de hielo".
El pobre Pablito se sonrojaba de sus fracasos y las burlas de sus amigos.

Y así pasaron los días, y Pablito seguía encerrado en su casa. Ya casi ni siquiera salía a comprar pescado, porque tenía la idea fija de dejar la Antártica para irse a vivir a su amada isla tropical. Como casi no se le veía, sus amigos llegaron a creer que había desistido de su empresa aventurera, y eso les tranquilizaba.

Pero una mañana vieron a Pablito salir de su casa. Llevaba una enorme manta que colgó a lo largo de un palo largo, y que luego amarró por la mitad a lo alto de un mástil, como si fuera la vela de un  barco, o uno de esos navíos de la época de los descubrimientos. Luego vieron que volvió a entrar a su casa, y al salir de ésta, llevaba un serrucho º-º
— ¿Qué locuras está haciendo Pablo, ahora? —preguntaban sus amigos.
— ¡Ojalá no sea otro plan peligroso para abandonar la Antártica! —decían otros.
Usando el serrucho y sin inmutarse, Pablito comenzó a cortar el hielo alrededor de su iglú, dándole al suelo la forma de una flecha.
— ¡Pero si está haciendo un barco de hielo! —se dió cuenta un amigo.
— ¡Ja ja ja, eso no va a funcionar! —rieron unos.
— ¡Ridículo! —le gritaron otros.
— ¡Mejor cómprate una bicicleta de escarcha! —se mofó otro.
— ¡Ja ja ja ja!
Y todos reían, sin cesar, de su idea estrafalaria.

Pero de pronto, y ante la sorpresa de los pingüinos de la aldea, el hielo que sustentaba la casa de Pablito comenzó a moverse, impulsado por el viento que empujaba la vela, hasta que...
— ¡Oh, increíble!
— ¡El barco se ha ido!
— ¡Pablito se va! ¡Pablito se va de la Antártica!
— ¡Se va a las islas tropicales!
Todo el mundo gritaba entusiasmado ante la grandeza de su hazaña. El barco-casa de Pablito se iba alejando en la distancia.
— ¡Adios, amigos! —gritaba Pablito— ¡Les enviaré una postal cuando llegue!
— ¡Pablito... Pablito... te echaremos de menos! —gritaban sus amigos— ¡Que tengas buen viaje, amigo!
Y así Pablito inició su última aventura hacia lo desconocido. Su casita flotante navegó y navegó por los mares antárticos y por los mares australes, en dirección norte. Durante el día se quedaba afuera mirando el horizonte, y en las noches, luego de consultar su mapa y guiado por las constelaciones, entraba a su casita y se acomodaba en su cama, junto a "Pepita", su estufa que le acompañaba en las buenas y malas. A veces, mientras el barco navegaba por las noches, Pablito se ponía a leer algún cuento de Ethan J. Connery para hacer su viaje mas placentero º-º

Una tarde que viajaba, no se veía nada, porque la niebla se hizo tan espesa, pero tan espesa, que Pablito tuvo que usar un cuchillo para cortarla como si de mantequilla se tratara. Luego, otra tarde que no había nada de viento para impulsar el barco, el mismo Pablito se encargaba de soplar la vela, con la esperanza que avanzara.

También ocurrió, en otra ocasión, que llegó una tormentita espantosita... o sea: era un tormenta espantosa pero chiquitita. Tan chiquitita que no alcanzaba ni para "tormenta" ni para "espantosa". Pablito fue a buscar su paraguas y cuando la tormenta lo vió se asustó tanto de su paraguas que se escapó.

Finalmente, una buena mañana, el pingüino Pablito llegó en su navío al Cabo de Hornos. ¡Por fín llegaba a Sudamérica! Pablito estaba fascinado.
— ¡Arboles verdes, flores y mamíferos! Ya estoy más cerca de mi amada isla tropical... -¡¡Viva!! —gritaba entusiasmado.
El barco continuó navegando, día y noche, hasta que un día se topó con una línea blanca que atravesaba el Océano Pacífico de lado a lado. Era la línea del Ecuador. El dios Neptuno, amo de los mares, le salió al encuentro.
— Hola muchacho... ¿A dónde vas en esa extraña embarcación? —dijo Neptuno.
— A las islas Galápagos, caballero, quiero vivir en un lugar cálido y soleado —repondió amablemente el pingüino.
— ¡Oh, ya estás muy cerca de ahí —repondió Neptuno— De hecho, pasaste la isla de largo. Permíteme levantar la línea del Ecuador para que tu barco de la vuelta y atraque en las Galápagos. Sólo debes girar y dirigirte a la derecha.
Neptuno usó su enorme tridente para levantar la línea, y el navío de hielo de Pablito pudo girar para alcanzar la isla.
— ¡Gracias amigo! —dijo Pablito.
Neptuno se despidió y se hundió nuevamente en el mar. En tanto, el pingüino torció rumbo a la isla, pero el Sol calentaba tan bien que Pablito se quedó profundamente dormido.
— Z-z-z-z... —se oía roncar a Pablito.
Sucedió, entonces, que mientras dormía, el Sol empezó a derretir el barco de hielo, y a los pocos minutos se oyó un sonido siseante:
— ¡FSSSSHHHH!
Era su estufa, Pepita, que se hundía en el agua. Pablito despertó de un salto.
— ¡Pepita! —gritó el pingüino— ¡¡Oh, no, mi barco se derrite!!
El barquito rápidamente se derretía, con igú y todo. Pablito no tuvo más remedio que saltar sobre los trozos de hielo que aun flotaban, pero se deshacían rápidamente... hasta que avistó a su bañera (la que usaba para tomar baños calientes) flotando en las aguas del mar. Pablito, que no era muy buen nadador, no lo pensó dos veces y la alcanzó.
— ¡Mi bañera me salvará!
Pero una vez se hubo metido a la bañera, se dio cuenta que le faltaba el tapón y estaba entrando agua, por lo que también corría el riesgo de hundirse. Trató de sacar el agua con un balde que flotaba por ahí, pero el agua entraba más rápido de lo que él la sacaba.

Desesperado, se le ocurrió una idea descabellada: tomó el desaguadero de la ducha, lo giró en dirección al mar, abrió la llave y...
— ¡CHUUUUUMMMM!
La bañera empezó navegar, expulsando la misma agua que entraba, como si de un sistema de propulsión a chorro se tratara. Y así, navegando a todo vapor, Pablito se dirigió hacia donde Neptuno le había indicado. La silueta de una isla apareció en el horizonte.
— ¡Las Galápagos! ¡Por fin mi sueño se cumple!... ¡¡Mi sueño se cumple!!
Pablito llegó a la isla tropical. Apenas podía creerlo... tanto viaje, tanta aventura y por fin estaba ahí. Ya no necesitaba su bufanda, su gorro y sus mitones. Los guardó en una cajita junto con varios recuerdos que había rescatado de su naufragio. Usando hojas de palmera, construyó una hermosa choza con forma de iglú, y luego se hizo una hamaca para relajarse, colgada entre dos profusas y verdes palmeras.

También aprendió a bucear, y fue así como rescató a Pepita del fondo del mar. La llevó a su nueva choza, y como ya no necesitaba estufa en ese lugar, Pepita se hizo refrigerador, así que la mantenía en una esquina fresca de la choza, para almacenar sus refrescos.

Y ahí se quedó Pablito, viviendo feliz, tomando el solcito y comiendo ricos plátanos de los árboles.

Un día, explorando la isla, se encontró con su amiga tortuga (la que le enviaba postales). Se abrazaron felices de encontrarse y Pablito le contó sus aventuras. Tiempo después, en la Antártica, sus amigos pingüinitos recibían una postal.
— ¡Es de Pablito! —gritaron los pingüinos.
— ¡Recórchilis, lo ha logrado! —exclamaban unos.
— ¡Pablito es un explorador y un aventurero! —aclamaban otros, con admiración.
— ¡Woooooooo!
Pablito era feliz en compañía de nuevos amigos. Pero lo que no muchos sabían, era que a veces, cuando lo invadía la nostalgia, echaba de menos a su antigua colonia de pingüinos... a su lejana patria de nieve y hielos milenarios que lo había visto crecer. Después de todo, Pablito era un pingüino.


Fin
El Rescate de Knol
Hace tiempo, en los extensos pastizales de los Países Bajos, vivía un granjero que tenía un viejo caballo de tiro que respondía al nombre de Knol. Aquel era su caballo de arado favorito debido a su buen porte y fuerza, pero con los años se había convertido en un animal ya cansado, pues había trabajado toda su vida en la granja. Lo cierto es que Knol estaba sobre-trabajado; tanto así que un día ya no pudo soportar más la dura labor de tirar de la rastra, y cayó rendido al suelo. El pobre caballito sentía que ya no podía realizar el trabajo sobre la tierra, y llegó a creer que su vida había llegado a su fin.

Al verlo tan desganado, el granjero quiso llevarlo al establo, pero no pudo hacer que se levantara ni logró quitarle el arado o las riendas, ya que Knol estaba sencillamente exhausto. Así, el agricultor lo dejó a un lado y continuó haciendo el arado a mano, ya que no podía permitirse parar aquel día. Al final del día el granjero ya estaba cansado, y Knol seguía en el mismo lugar en que había caído: se había echado a su suerte, y en su pensamiento solo anhelaba "dormir"... o ser libre.

Pronto llegó la noche y como Knol no se levantaba, el granjero llevó una vieja manta para cubrirlo. Y esa noche Knol durmió a la intemperie...

Al día siguiente el dueño de la granja debió retomar su labor, pero el caballito seguía echado. Así pasó otro día sin que Knol se pudiera siquiera levantar para ir a tomar un poco de agua al estanque. El pobrecillo parecía tullido. Preocupado, el granjero le llevó un cubo de agua y un poco de heno que apenas probó. Llegó entonces la noche, nuevamente, y el granjero le dijo a su esposa:
— Cariño, creo que no queda nada más que podamos hacer para que Knol se recupere.
— Es verdad —dijo la mujer— se ve que ya está viejo y que "su tiempo" llegó.
— ¿Sugieres que lo vendamos? —preguntó el agricultor— Nos ha acompañado tantos años en la granja y siempre ha sido trabajador... si lo vendemos en el mercado así como está no nos darán nada. Y no quiero imaginar lo que harían con él.
— Es verdad —dijo la mujer— pero... ¿qué otra alternativa nos queda?
Así, el matrimonio se fue dormir, con la pena de no saber qué futuro le esperaba al pobre Knol.

Pero el perro de la granja —un enorme y sabio pastor alemán— había estado oyendo la conversación. Se levantó cautelosamente en la noche y corrió a donde se encontraba el caballo.
Knol, tienes que huir rápido... ¡el amo quiere venderte!
— ¿Seguro, Max? —le preguntó Knol, que a pesar de todo reconocía en el granjero algún cariño.
— ¡Totalmente! —le respondió el perro— La señora ha instado al amo para que te lleve al mercado, y ya sabes que por tu edad...
El amigable Max se quedó callado. Pero luego repuso:
— ¿Qué deseas hacer, querido Knol?
— Quisiera ser libre, amigo Max. —respondió el caballo.
— Entonces haremos algo al respecto... —propuso Max.
— Ya, pero estoy atascado —repuso el caballo, que seguía amarrado al arado— Apenas si puedo moverme con tantas correas atadas a mi cuerpo.
El caballito intentó ponerse de pie, pero su esfuerzo fue infructuoso. El perro tiró de las riendas intentando soltarlas, pero tampoco pudo. Estaban en eso cuando se les apareció un ratón que había estado escondido (oyendo toda la conversación), y les dijo:
— ¡Amigos, puedo ayudar!
— Cualquier ayuda es buena —relinchó el caballo, y el perro asintió con un "¡guau!".
Mientras el ratón mordía las riendas y correas, el perro ayudaba tirando del armazón con los dientes... y pronto fueron apareciendo más y más animalitos que —curiosos ante el forcejeo— se acercaban a preguntar. Y cuando se enteraban de lo que pasaba, se apresuraban a ayudar. Entonces llegaron los patos a palmear, las gallinas a picotear, los corderos a mordisquear, los cerditos a animar con sus "¡Oink!", y hasta llegó una que otra liebre silvestre a roer... y así entre todos ayudaban al pobre caballo que había dado una vida de trabajo. Continuaron por varias horas, hasta que el trabajo de equipo se vio recompensado, ya que de pronto la armazón cedió por completo y Knol fue liberado.

El feliz caballito se levantó al fin.
— ¡¡Knol esta libre!! —gritaron todos muy felices.
Y así fue que el buen Knol —ya liberado de su destino— encontró, con ayuda de los demás animales, un hueco en el cerco de la granja. Lo atravesó y corrió por el bosque hacia su libertad, despidiéndose de sus amigos... algunos que felices lo acompañaron en su huida. En el camino se hizo de nuevos amigos del bosque y entre todos se fueron a recorrer el mundo.

Knol ya era feliz. Se alimentaba de tiernas hierbas y de frutas deliciosas que la naturaleza proveía. Bebía el agua cristalina de un río que bajaba a través de hermosas cascadas en el bosque. Con el pasar de los días recobró su energía, y así pasaron los meses... y luego los años... y a pesar de su edad, Knol se hizo un caballo grande, fuerte y silvestre, descubriendo el auténtico sentido de la libertad.

Vio y conoció muchas cosas que en la granja nunca habría podido, y así sus sueños trotaron como el viento en la pradera...

Cuentan los guardabosques, que el caballito vivió rodeado de muchos amigos, y que incluso conoció a una hermosa y apacible yegua silvestre que habitaba la montaña, y que junto a ella viajó por los montes y los valles, y tuvieron muchos potrillitos... hasta que un día, ya de viejito —muy viejito— no pudo más y se echó feliz en un lugar tranquilo, acompañado de su familia y amigos. Y ahí murió, en algún hermoso lugar lleno de árboles entre las montañas...

Fin

Nota: Knol, en holandés, significa "viejo caballo de tiro". Para otros caballos se escribe "paard".
El Lobo, la Miel y la Zorra
Cuento popular español

Ilustración del Artista Cántabro
Fernando Sáez González (1921-2018)

Erase que se era un lobo y una zorra, que, siendo vecinos en lo profundo de un bosque y en lo alto de un monte, les unía una buena amistad. Aconteció que cierto día, mientras paseaban juntos, se encontraron una calabaza de miel, y el lobo, que era el más fuerte de los dos animales, se quedó con ella para saborearla en soledad, no sin antes prometer a la zorra que le avisaría para que la comieran juntos, un día que tuviera buena comida.
La astuta zorra no tuvo otro remedio más que conformarse con la decisión del lobo, pero desde ese momento comenzó a pensar en algún modo de comerse la miel ella sola. La zorra tenía dos hermosos zorritos a quienes por ningún motivo dejaba solos ni un instante. Sucedió, pues, que uno de esos días se presentó la zorra en la cueva del lobo, y le dijo:
—Ya sabes, lobo, cuánto quiero a mis zorritos. Me han invitado a un bautizo que no me es posible eludir, pues he sido llamada a ser madrina. Te ruego, lobo amigo, que vayas a mi madriguera y cuides de mis pequeños zorritos.
—Por supuesto, mujer —respondió el lobo— ¡no faltaría más! Ve tranquila que yo cuidaré de tus cachorritos.
Y sucedió que mientras el lobo entraba en la madriguera de la zorra, la zorra penetraba en la cueva del lobo, dándose un tremendo atracón de miel. Cuando la zorra regresó a su madriguera, le dijo el lobo:
—¡Qué tal estuvo el bautizo, amiga zorra! ¿Mucho te divertiste?
—Si... ¡ya lo creo! —le respondió la zorra.
—¿Y con qué nombre bautizaron al niño?
—La llamaron "Principela".
—¡Pobre niña, que nombre más extraño! —exclamó el lobo.
Y así quedó la cosa. Al cabo de unos días la zorra volvió a la cueva del lobo y le dijo:
—Lobo amigo, perdona si te soy inoportuna, pero me han invitado a un nuevo bautizo y no quisiera que mis dos zorritos queden solos en casa...
—Si, mujer, por supuesto, no te preocupes —repuso el lobo— Ve tranquila, que yo cuidaré de tus pequeños.
Y mientras el lobo entraba a la madriguera de la zorra, la zorra entraba en la cueva del lobo y demediaba la calabaza de miel. Terminada su faena regresó la zorra a su madriguera, preguntándole el lobo:
—¿Mucho te divertiste?
—Si..., ¡sin duda!
—¿Y qué nombre le han puesto al niño en esta ocasión?
—La llamaron "Mediela" —respondió la zorra—, también era una niña.
Y así quedo la cosa. Pasados algunos días fue nuevamente la zorra a ver al lobo:
—Lobo amigo, amigo lobo, si quisieras cuidar de mis cachorros te estaría agradecida, pues nuevamente he sido invitada a otro bautizo º-º
—Claro, mujer, nada tienes de qué preocuparte, yo los cuidaré.
Y ya sabemos que mientras el lobo entraba en la madriguera de la zorra, ésta lo hacía en la cueva del lobo, terminando de zamparse el resto de miel de la calabaza. Cuando la zorra regresó a su madriguera, le pregunta el lobo:
—¿Con qué nombre han bautizado a la nueva criatura?
—"Acabela" —contestó la zorra.
Y así quedó la cosa. A la semana siguiente, va la zorra a ver al lobo y le dice:
—Me parece que ya va siendo hora, amigo lobo, de que me invites a saborear esa deliciosa miel que nos encontramos... ¿recuerdas?
—Amiga zorra, casi la había olvidado. Ahora mismo la traigo, pues da la casualidad de que buena comida tengo —repuso el lobo.
Y yendo a la cocina, saca tres enormes gallinas bien cebadas y media docena de pollitos ya preparados. En sólo unos minutos devoraron la comida, y cuando ya tocaba el postre va el lobo a buscar la calabaza y la encuentra vacía.
—¡Te has comido la miel! —acusa el lobo a la zorra.
—¡Habrase visto! —respondió la zorra— ¿Y como me la habría podido yo comer? ¿Que acaso no eras tú el guardián de nuestra deliciosa miel?
—¡Pero si yo no me la he comido! —protestó el lobo.
—Ya, ya... no discutamos más —dijo la zorra—, no merece la pena, pero hagamos una cosa: dicen los sabios que el que come miel suda miel. Vamos a dormir un rato y al despertar sabremos quién se ha comido la miel.
Dicho y hecho, el lobo y la zorra se fueron a dormir. Rápidamente el lobo empezó a roncar, pues mucho había comido. En cuanto la zorra lo escuchó, ésta se levantó y, tomando la poca miel que apenas quedaba en la calabaza, escurrió unas cuántas gotas sobre la panza del lobo. Luego se volvió a acostar. Cuando el lobo despertó se percató que tenía gotas de miel sobre su panza, así que llamó a la zorra y le dijo:
—Amiga zorra, he sudado miel mientras dormía, pero te prometo que no he sido yo quien se la ha comido... ¡si ni siquiera la he alcanzado a probar!
—Quizá, es posible... —respondió la zorra—, pero también pudo ser que mientras soñabas te hayas levantado como un sonámbulo y te la hayas zampado sin darte cuenta, siquiera. ¿Eres sonámbulo?
— ¡No, no... desde luego que no! —repuso el lobo, convencido de haber caminado dormido °-°

Fin
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