Cuentos Misterio
Cuentos Misterio
Sir Cedric d'Jèrri

Poco antes del ocaso del medioevo, cuando las olas del mar aún rugían con la ferocidad de las bestias marinas y el viento soplaba con la fuerza del poniente ignoto, existía una tierra poco explorada y llena de misterios llamada Isla d'Jèrri: un rincón, en el canal de la Mancha, que llegó a nuestros tiempos más galantes bajo el título de la Bailía de Jersey.

Canciones antiguas profetizaban una gran batalla de tres leones guiados por un niño contra una bestia. Así pues, los esforzados habitantes de esta isla hacían honor a ese folclore, pues luchaban día y noche para proteger su hogar de las amenazas que provenían del mar embravecido; tanto así de los insociables piratas como de las sombras siniestras que se ocultaban en los rincones más oscuros y poco frecuentados de la isla.

En el corazón de esta administración señorial, se alzaba un antiguo castillo de piedra cuyos muros habían resistido viejas batallas al paso de los siglos. La fortaleza sostenía imponentes torres que se elevaban por encima de la densa neblina marina. Dichos baluartes representaban el último bastión de defensa contra esos temibles piratas que merodeaban las aguas circundantes, ansiosos por saquear y sembrar el caos bajo la protección de una bestia mítica a cuyo pronto despertar invocaban con extraños rituales.

Una noche, la oscura amenaza se cernió sobre la Bailía de Jersey... una sombra ancestral de pavor despertó de su letargo. Los rumores hablaban del regreso de la bestia pirata; un mal antiguo que durante siglos había estado durmiendo, sumergido en las profundidades. Un maligno ser del inframundo abisal cuyo único propósito era sumir a la isla y a sus habitantes en la oscuridad eterna. Su nombre era Ombrochïn: el azote de los kelpies y flagelo de los krakens.

Conscientes de su retorno milenario y entendiendo que solo a través de la valentía y la unidad comunitaria prevalecerían tras la batalla contra los piratas, los habitantes de la Bailía de Jersey se prepararon para enfrentar a la mayor amenaza de sus leyendas antiguas. Así fue como se organizaron y enviaron una primera avanzada de navíos para hacer frente a la bestia, tan pronto divisaron en la distancia a la flota enemiga que ésta protegía.

No obstante la bravía natural de los isleños, el optimismo y la confianza inicial pronto decayeron luego de que esa primera avanzada se hundiera en el horizonte. Los vigías en las torres no pudieron ocultar su temor al advertir que la bestia marina que lideraba a las fuerzas piratas era tanto más impresionante que aquella descrita en las antiguas gestas.

El Ombrochïn, la bestia abisal, empezaba con la forma de una serpiente marina de proporciones descomunales... más la cola terminaba en una serie de tentáculos monstruosos. Sus ojos destellaban como el fuego de los volcanes, y sus escamas oscuras, puntiagudas como clavos, se erizaban amenazantes con cada arremetida. Afiladas garras surgían al final de sus poderosos tentáculos, y sus mandíbulas, repletas de filosos colmillos, revelaban su deseo implacable de devorar todo lo que se cruzara en su camino. La criatura se retorcía a través de las aguas con un sigilo espeluznante aguardando a los navíos como un depredador esperando su próxima presa. Así, la flota pirata se encontraba protegida por el engendro que custodiaba su avance.

Al oscurecer ese día y tras la primera batalla perdida, la noche se hizo eterna. Una segunda y última avanzada de navíos comenzó a cercar el paso a los piratas, pero la batalla parecía perdida. El temor a un final inminente comenzó a cundir en los primeros corazones.

Fue entonces, poco antes de salir el sol y con la flota enemiga ya a simple vista, que un niño de unos diez u once años llegó corriendo a las tiendas de campaña que los jefes de los clanes isleños supervivientes habían levantado juntos, a la espera del combate en tierra.

—¡Señor, señor! —exclamó el niño, colándose en la reunión donde el más viejo de los caudillos organizaba la estrategia.
—¡Vete, chico! Deja trabajar a los mayores y corre a cuidar a tu madre. ¡Este no es lugar para un niño! —le reprendió un capitán.
—Perdí a mi madre al nacer, señor, y hace muchos años que a mi padre se lo llevó la mar —insistió el niño— Me crió mi tío, a quién perdí en la batalla de ayer. Mi tío me dijo que si no regresaba debía darle a Ud. esta carta.
Y el niño entregó su misiva al capitán.

Curioso ante la historia del infante, el capitán desató la carta. Era un mapa, y en el se señalaba el camino hacia una cueva desconocida que no figuraba en los planos oficiales de la isla.
—¿De qué se trata? —preguntó el viejo caudillo, que sabía reconocer momentos decisivos.
—Es un mapa, señor... ¡un mapa de un refugio que no conocíamos!
—¿Qué tan grande es? —preguntó otra vez.
—Si lo que dice aquí es cierto —respondió el capitán— Grande... muy... ¡muy grande!
El caudillo pidió el mapa y al estudiarlo, en seguida comprendió su importancia fundamental para la supervivencia de los clanes.
—No sé quién era tu tío, chico, y no entiendo por qué no nos informó antes de este secreto, pero cualquier nuevo refugio es una buena noticia. ¡Enviad de inmediato a los rezagados! —ordenó el caudillo— ¡Enviad a todos aquellos que no puedan luchar!
—Señor, si es la “bodega" de mi tío, él no me permitía entrar, pero... ¡yo sé donde está!
—¿Entonces sabías de esta cueva, chico?
—¡Si, señor!
—¡No se hable más! Ve con el capitán y guíale de inmediato... ¡No hay tiempo que perder!
El capitán movilizó velozmente a un reducido destacamento que custodió a los rezagados, siempre guiados por el huérfano que para entonces era el héroe oportuno más pequeño de esta historia. Llegados a la entrada de la cueva, en medio de unos matorrales cercanos a la costa, el niño advirtió al capitán:
—Señor, por la emoción del momento olvidé decirle que en la cueva hay un guardián.
—¿Un guardián?
—Un fantasma, señor.
—¡No cuentes! —replicó el capitán.
—¡Sí, señor! Yo lo vi sólo una vez... mi tío me advirtió que si algún día volvía a entrar, debía hacerlo “con un corazón humilde y acompañado de tres valerosos leones". De lo contrario no tendría su aprobación.
Sólo por complacer al niño que parecía convencido, el capitán llamó a los dos soldados más fieles de su guardia.
—Bien, chico, hoy no habrá leones. Pero somos tres soldados con espíritu valiente. Danos la humildad de tu parte y lo tenemos todo.
Mientras los rezagados esperaban afuera, el capitán entregó al chico una antorcha, y éste se internó por segunda vez en su vida en la cueva misteriosa. Antorchas en mano, los tres soldados le siguieron. El capitán tuvo la intención de explorar rápidamente el interior con el fin de ponderar las posibilidades para el grupo a su cuidado, pero inmediatamente quedó maravillado al encontrarse con un amplísimo espacio, totalmente preparado para recibir a tantos acogidos como numeroso era el grupo que protegía.
—¡Es perfecto! —exclamó— Aquí caben muchos de los nuestros, y los piratas jamás hallarán este lugar... ¡Está muy bien resguardado!
Estaban en eso cuando frente a ellos, y sobre una fuente natural de agua, apareció flotando lo que parecía ser la llama azul de una vela. La pequeña luz creció hasta confrontar el brillo de las antorchas. Los soldados se impresionaron, pero no retrocedieron. Entendieron que el chico decía la verdad: algo fuera de este mundo habitaba el lugar.
—Valientes hombres... —dijo una voz grave desde lo profundo de la caverna— Os encontráis en los aposentos del último Caballero a las órdenes de Arturo Pendragon. Aquí vivió parte de su vida Sir Bors, hermano de Sir Lancelot y leal custodio de la sagrada Excalibur. Yo soy su fiel escudero y por la magia de Merlín he esperado por vosotros desde los albores del viejo reino para enfrentar juntos vuestro destino. Hoy mi espera ha terminado.
La figura de plata fantasmal de un escudero apareció frente a ellos. Se arrodilló junto a la fuente de agua, y de ésta emergió el brazo desnudo de una dama sosteniendo una brillante espada dorada. Los presentes se arrodillaron, esta vez, temblando atemorizados por el encuentro espeluznante. El brazo de la dama se movió y Excalibur se posó sobre un hombro del escudero, y luego sobre el otro.

La figura de plata se volvió dorada, adquiriendo todo el temple y postura de un Antiguo Caballero digno de los viejos cantares de los más ilustres trovadores.

El capitán no pudo contener la emoción, y sin desviar la vista de semejante escena, susurró a sus subordinados:
—He oído esta historia profética... me la contó mi abuelo. Dijo que un día llegaría, sino en esta generación, en la siguiente o la posterior, un líder defensor de nuestro pueblo.
— ¿Sir Cedric? —preguntó asombrado uno de sus soldados con espíritu de león que conocía la leyenda.
— ¡El temerario! —completó el otro soldado leonino, mientras comprendía que estaban siendo testigos del nacimiento de una antigua leyenda que se creía fantasía de niños; siendo ellos mismos protagonistas de la famosa y enigmática balada que describía tiempos futuros.
— Es Sir Cedric y somos sus leones. Su nombre cobrará fama de su coraje y de su espíritu dispuesto como el agudo brillar de las estrellas. Así cantan las “gestas del mañana". Su prestigio y calidad humana también se extenderán tan lejos como perdidos están los últimos reinos de la Tierra. Tal es como augura el cantar.
La voz de la misteriosa dama resonó, entonces, como una melodía a través de las paredes de la cueva:
—Estás en lo correcto, joven capitán. Sir Cedric dedicará su vida a proteger al noble pueblo d'Jèrri y a salvaguardar la paz en la isla. Así como la luz de la mañana brilla en el horizonte, la bandera de la Orden de los Tres Leones flameará al son de la gaita mágica conservada por la familia del último hechicero celta de los antiguos clanes. Será tu misión encontrarles. Los tambores del valor también retumbarán de nuevo y por primera vez en muchos siglos. La bravía alimentará vuestros pacíficos corazones isleños. Adoptad, pues, al niño como vuestro escudero, y proteged éste: vuestro pequeño reino hermano en este rincón del mundo.

La escena se desvaneció, y las antorchas retomaron su protagonismo. Tras el divino encuentro, el capitán adoptó al niño por escudero, ordenando que hicieran entrar a sus protegidos a la cueva. Tan pronto como camuflaran la entrada, se reuniría luego con los caudillos.

Los piratas, por su parte, continuaban atacando a la segunda avanzada de navíos, siempre protegidos por la bestia, Ombrochïn: el verdugo de todo lo que es bueno. Algunas embarcaciones enemigas ya habían arribado a puerto y los primeros piratas incursionaban, tanteando las defensas de la isla.    

Una figura en armadura dorada apareció de pronto caminando en lo que sería pronto el campo de batalla.

Tras la noticia de que un extraño y radiante guerrero deambulaba inspeccionando sus brigadas, los caudillos de los diferentes clanes reunidos salieron al encuentro del desconocido. Pronto se percataron de que la sola presencia del extraño infundía valor en los corazones atemorizados, y el rumor de que un poder mágico había llegado a protegerles pronto comenzó a circular, trayendo a la memoria la antigua profecía.

Sir Cedric, el temerario, llamó a los valientes caudillos y a sus clanes:

—¡Hermanos y hermanas isleños, hijos de la libertad! —clamó— Por favor... ¡reuniros!
Las brigadas se reunieron en torno al nuevo y desconocido Caballero.
—Ha llegado el momento de alzarnos contra las cadenas de la oscuridad y reclamar nuestro derecho a vivir en un mundo de dignidad y honor. Hoy, en este campo de batalla, no luchamos por riquezas ni gloria personal, luchamos por la libertad misma: por el derecho a decidir nuestro destino en ésta, nuestra tierra libre de opresión... ¡libre de piratas!
—¡Son demasiados! —gritó alguien por ahí.
—¡Sí, lo son! —respondió de inmediato Sir Cedric— Pero, mirad a vuestro alrededor... veis a hombres y mujeres valientes que han decidido plantarse contra el mal que amenaza con consumirnos. Ya no somos simples individuos, sino un ejército unido por el fuego de la determinación y la pasión por la justicia. Los opresores podrán tener números y armas, e incluso algunos aparentarán bravía. Pero nosotros tenemos algo mucho más poderoso: ¡el deseo de proteger a los nuestros como un pueblo amante de la libertad que sabe que hace lo correcto!
—Pero... ¿cómo enfrentarlos? —preguntó un hombre lisiado— ¡Casi han acabado con nuestra única flota!
El Caballero contempló al hombre, que a pesar de sus desventajas y temores estaba dispuesto a dar la vida por proteger a su familia. Cedric reconoció el sentimiento y lo revalorizó:
—Veo en cada uno de nosotros una chispa de esta llama ardiente que resiste. No permitamos que esa llama se apague. Dejad que nuestras voces se escuchen en cada rincón de nuestra isla. Que el eco de nuestra valía inspire hasta el último de los nuestros a levantarse y unirse a esta voluntad conjunta. ¡No seremos silenciados, ni tampoco esclavizados! Hoy marchamos hacia el campo de batalla con el espíritu de nuestros antepasados guiando nuestros pasos y corazones. Ellos lucharon por la misma causa, por la misma tierra que amamos y la misma libertad que anhelamos. Y al igual que ellos, estamos dispuestos a darlo todo por nuestro sueño de una vida sin cadenas, una vida en la que podamos decidir nuestro destino.
—¡Dinos tu nombre, Caballero! ¡Explícales a nuestro pueblo quién eres y quién te ha enviado! —exclamó a viva voz el más viejo de los caudillos y a cuya palabra otorgaban gran importancia los jefes de los distintos clanes, así como sus brigadas y hasta los mismísimos granjeros dispuestos a defender sus tierras.
El guerrero de la armadura dorada no vaciló:
—Mi nombre no es importante, pero si os insistís... soy Cedric: aprendiz del escudero Lavain y junto a él, antiguo escudero de Sir Bors, quien fuera habitante y protector de la Isla d'Jèrri, hermano de Sir Láncelot, Primer Caballero de su Antigua Majestad, Arturo Pendragon, hijo de Uther e Igraine, y he sido enviado por la Providencia y la magia de Merlín con la misión de cumplir con vuestro destino.

Las aleluyas se elevaron al cielo. Pocos en la isla conocían esa noble parte de su historia. La extraordinaria revelación cambió las caras y enalteció los espíritus de un ejército de valerosos isleños que hasta entonces habían llevado vidas tranquilas y sencillas, pero en cuyos corazones guardaban todavía el recuerdo ancestral de un pasado glorioso, digno de honor y alabanza. Juntos los clanes, forjaron alianzas con las fuerzas mágicas que habitaban desde tiempos antiguos los bosques y playas de la isla d'Jèrri, formando una coalición de fuerzas benefactoras dispuestas a enfrentar al Ombrochïn, pero especialmente: a dar una lección de bravía y unidad a sus malignos invasores.

Envalentonados por sus primeras victorias, pero sobre todo por el número de saqueadores que triplicaba a los habitantes de la isla, las fuerzas piratas finalmente alcanzaron el campo de batalla. No obstante la injusta arremetida, fueron sorprendidos al no encontrase con los pacíficos habitantes comunes como esperaban, sino más bien con los más fieros guerreros que en toda su vida habían debido enfrentar. Una férrea defensa, tan heroica como propia de tiempos legendarios, se hacía partícipe de una nueva gesta en las futuras crónicas de poetas aun no nacidos.

La batalla final se libró en el corazón mismo del castillo, donde las fuerzas del mal y la luz colisionaron en una épica confrontación como pocas historias ilustres han podido contar.

La espada de Sir Cedric, heredera de la luz de Excalibur, brillaba con la fuerza de todos aquellos que habían luchado junto con él, tanto desde tiempos inmemoriales como en ésta: la batalla decisiva. Cada golpe que asestaba resonaba como un eco de la determinación de los honorables y muy valientes habitantes de la Bailía de Jersey.

En un choque titánico final, Sir Cedric se enfrentó cara a cara al Ombrochïn, blandiendo su espada con una destreza asombrosa digna de los reyes antiguos. La batalla rugió durante horas interminables, donde la oscuridad chocó de frente contra la luz innumerables veces, buscando fatigar su espíritu de lucha.

Los piratas comenzaban a retroceder cuando, finalmente, con un golpe poderoso que resonó en todo el castillo y hasta los confines de la isla, Sir Cedric atravesó el corazón del Ombrochïn, dispersando su maléfica presencia cual hechizo roto de Morgana en un grito gutural agonizante. La isla se iluminó con un resplandor dorado mientras la oscuridad retrocedía, y los habitantes de la Bailía de Jersey vitorearon... el bien y la luz habían prevalecido sobre la adversidad.

Cuenta la leyenda que tras la victoria, Sir Cedric desapareció del campo de batalla tan misteriosamente como había llegado. No sin antes prometer al niño, escudero del capitán del caudillo jefe de los clanes aliados, que algún día regresaría cuando su presencia se hiciera nuevamente necesaria.

Finalmente, el castillo fue reconstruido con los años, alcanzando de nuevo toda la grandeza de los cuentos de antaño. Así fue como se convirtió entonces y para siempre en un símbolo de la victoria y la unidad de los isleños de la Bailía de Jersey.

La historia de Sir Cedric y su lucha contra el Ombrochïn se convirtió más tarde en una leyenda que se contaría a lo largo de las generaciones; recordando a todos aquellos quiénes han convivido con la tradición que pesar de los momentos más oscuros, el valor, la lealtad y el honor pueden, con unidad, vencer al peor de los males cuando éste se atreva a amenazar la paz y la prosperidad de los pueblos libres y valientes.

Fin

Atlántida

Una leyenda de los antiguos griegos, cuenta que Atlántida era una isla enorme y poderosa. Tan o más grande que Libia y Asia Menor reunidas. Se dice que existió hace miles de años en medio del brumoso y agitado océano Atlántico.

Lejos... muy lejos... más allá de las Columnas de Hércules*. Sus habitantes —los atlantes— adelantadísimos en tecnología y cultura, forjaron una sociedad extraordinariamente organizada, erudita y próspera.

En definitiva: se trataba de una civilización vigoroza y adelantada para su tiempo, ya que el resto del mundo parecía vivir en una era precaria; mucho más propia de los tiempos arcaicos a los que nos referimos.

Atlántida era una cultura sin igual y como nunca ha presenciado nuestra humanidad moderna. Alcanzaron un dominio tecnológico tan sofisticado y sublime que les permitió, incluso, construir gigantescos templos conectados por estupendos canales de agua, maravillosos palacios rodeados de bellos jardines, y formidables pirámides... tan o más magníficas que las de Egipto. Así, también, gozaban de la protección de una poderosa y entrenada fuerza naval que navegaba alrededor de la prodigiosa isla y sus anillos.

O así es, más o menos, cómo la retratan los diálogos de Platón —Timeo y Critias— escritos en el siglo IV de la era pre-cristiana. Platón dijo que esa historia se le contó su mentor, Sócrates; quién a su vez la escuchó de Solón, quién la habría aprendido de su padre. Y quién sabe de dónde la sacó este último.

Sea como fuere, sus orígenes verdaderos tal vez se pierden en la insondable memoria del tiempo antiguo... o puede que todo no sea más que un gran cuento fantasioso con el que Platón divertía a sus ingenuos amigos, ya que los auténticos arqueólogos —esos que enseñan en universidades, usan sombreros de los años '20 y temen a las serpientes— no han encontrado pruebas concretas de que Atlántida haya existido alguna vez.

Los pocos hallazgos que parecen provenir de Atlántida suelen, por lo corriente, ser vestigios de otras viejas culturas pre-cristianas, o quizá precolombinas, ya conocidas:
  1. Una teoría dice que Atlántida sucumbió en la isla de Thera, en el mar Egeo.
  2. Otra dice que está hundida en la cadena de islas de Bimini, en las Bahamas.
  3. Otra dice que frente a la costa de Portugal.
  4. Otra más, que se encuentra congelada bajo los hielos de la Antártida.
  5. Alguna teoría exótica sugiere la costa de las islas Ryukyuen, en Japón.
  6. No falta quién cree que Sudamérica era Atlántida.
  7. Están los que sospechan que era Isla de Pascua o por ahí.
  8. Y hasta algún despistadillo afirma que está bajo las aguas del archipiélago chilote, en Chile.
En fin... fuera cuento o realidad, el rumor creció como la levadura en el pan durante miles de años. Así es como su leyenda inspiró a muchos aventureros a buscar la famosa civilización perdida. Y digo “perdida” porque yo también la busqué y no la encontré (al menos, no del todo 🤔). Desapareció cuando los atlantes —por entonces ciudadanos honorables y conscientes de sus deberes— abandonaron sus viejas filosofías científico-humanistas para volverse arrogantes y codiciosos.

Fue así como sus habitantes quisieron ser dioses... y habiendo alcanzado el esplendor de su cultura y progreso, comenzaron a usar ese poder para oprimir a otros pueblos más pequeños, quitándole sus derechos y posesiones.

Sucedió, entonces, que los verdaderos dioses —si acaso existen— molestos por la arrogancia de los atlantes, decidieron castigarlos de la peor forma: destruyendo la isla extraordinaria por medio de un desastre natural que terminó por hundir a Atlántida bajo las oscuras olas del océano... para no ser vista nunca jamás por ojos humanos.

Bueno, en realidad la idea era que no fuera vista nunca más por ningún ojo, pero si digo “ojos humanos” suena más dramático, y naturalmente que esto hace más espeluznante mi versión del relato.

Como sea, fue una gran inundación lo que destruyó todo. Algunos dicen que la provocó un terremoto. Otros dicen que fue un tsunami. Hay quiénes dicen que la isla simplemente se desmoronó. E incluso algún soñador afirma que la isla era una gran nave espacial que salió volando hacia las estrellas de una galaxia lejana... muy... muy lejana. Pero esa idea la descarté por descabellada. 😏

Lo más seguro es que alguien olvidó ponerle el tapón a alguna pileta de alguna plaza y el agua del mar se coló por ahí; y es que los antiguos griegos ya conocían las tuberías, así que los atlantes con mayor razón.

La culpa fue de un fontanero.

Fin

* Las Columnas de Hércules (Estrecho de Gibraltar)
Palitroche

Una mañana, Tommy y Annika entraron en la cocina de Pippi y le dieron los buenos días, pero ella no les contestó. Estaba sentada sobre la mesa con el Señor Nelson en el hombro. Sonreía con una expresión feliz en la cara pecosa.
— Buenos días —dijeron de nuevo Tommy y Annika.
— Estoy pensando en lo que acabo de descubrir —murmuró Pippi con voz soñadora.
— ¿Qué has descubierto? —preguntaron sus amiguitos.
A ellos no les sorprendía que Pippi hubiera descubierto algo; lo único que querían saber era de qué se trataba.
— ¿Qué es lo que has descubierto, Pippi? —preguntaron con ansiedad.
— Una palabra nueva —contestó Pippi, y se los quedó mirando como si acabara de verlos en aquel mismo momento— ¡Una palabra estupenda!
— ¿Qué clase de palabra? —preguntó Tommy.
— Una palabra maravillosa. Una de las mejores que he oído en mi vida.
— ¡Dínosla!
— “Palitroche" —dijo Pippi.
— ¡“Palitroche"! —repitió Tommy— ¿Qué quiere decir?
— ¡Ojalá lo supiera! Lo único que sé es que no quiere decir aspiradora.
Tommy y Annika se quedaron pensativos. Finalmente, Annika dijo:
— Pero si no sabes lo que quiere decir, no te sirve de nada.
— Eso es lo que me preocupa —dijo Pippi.
— ¿Quién decidió el significado de las palabras?
— Probablemente se reunieron unos cuantos viejos profesores —explicó Pippi— e inventaron palabras tales como: “tina", “mordaza", “ristra", y cosas así. Sin embargo, nadie se preocupó de descubrir una palabra tan bonita como “palitroche". ¡Qué suerte que yo haya dado con ella! ¡Apuesto a que descubriré lo que significa!
Pippi se puso a meditar con la mano debajo de la barbilla y los ojos cerrados.
— ¡“Palitroche"! Me gustaría saber si se podría llamar así a la punta del palo azul de una bandera.
— Los palos de las banderas no son azules —corrigió Annika.
— Tienes razón. Entonces no sé lo que quiere decir. Quizá se le pueda llamar así al ruido que haces con los zapatos cuando andas por el barro. A ver cómo suena:
“Cuando Annika anda por el barro puede oírse un maravilloso palitroche."
No. No suena bien. 
“Puede oírse un maravilloso chipichap."
¡Eso sí que suena bien!
Y rascándose la cabeza, Pippi añadió:
— Esto se está poniendo difícil. ¡Pero lo he de averiguar! Quizá sea algo que pueda comprarse en las tiendas. ¡Vamos a preguntarlo!
A Tommy y a Annika les pareció muy bien, y Pippi fue a buscar su monedero, lleno de monedas de oro.
— “Palitroche" suena como si fuera una cosa bastante cara. Será mejor que vaya a buscar más dinero.
Cuando tuvo el bolso bien repleto de monedas, Pippi levantó el caballo y lo sacó del porche. El Señor Nelson saltó sobre su hombro.
— ¡Aprisa! Si no nos apresuramos, puede ser que se hayan terminado todos los “palitroches" cuando lleguemos. No me sorprendería que el alcalde hubiese comprado el último que quedaba.
Cuando los chiquillos de la pequeña ciudad oyeron galopar al caballo de Pippi, corrieron felices a su encuentro, porque todos la querían mucho.
— ¿Adonde vas, Pippi? —le preguntaban a gritos.
— Quisiera comprar un “palitroche" —dijo Pippi— Pero que sea bueno y crujiente.
— ¿“Palitroche"? —repitió una linda señorita que estaba detrás del mostrador— Creo que no tenemos.
— Pues deberían tenerlos. En todas las tiendas bien surtidas los despachan.
— Sí, pero los hemos agotado —dijo la señorita, que nunca había oído hablar de “palitroches", pero que no quería admitir que su tienda no estuviera tan bien surtida como las otras.
— ¡Ah! Pero ¿han tenido “palitroches"? —exclamó Pippi ansiosamente— Dígame cómo son. ¿Tienen rayas rojas?
La señorita se ruborizó y dijo:
— No. De todos modos, ahora no tenemos ninguno...
— Entonces tengo que seguir buscando. No puedo volver a casa sin un “palitroche".
La próxima tienda era una ferretería. El vendedor los saludó cortésmente.
— Quisiera comprar un “palitroche" —le dijo Pippi— Pero que sea de la mejor clase. De los que se usan para matar leones.
El vendedor los miró con desconfianza.
— Vamos a ver —dijo rascándose detrás de la oreja— Vamos a ver —Y sacó del cajón un pequeño rastrillo que entregó a Pippi.
— Esto es un rastrillo —exclamó, en el colmo de la indignación— Yo quiero un “palitroche". ¡No intente engañar a una inocente niña!
— Desgraciadamente, no tenemos lo que necesitas —dijo el vendedor riéndose— Pregunta en la tienda de la esquina, que venden baratijas.
— ¡Baratijas! —murmuró Pippi con desdén cuando salieron a la calle— Supongo que tampoco tendrán. Quizás, al fin y al cabo, sea una enfermedad. Vamos a preguntar al médico.
Annika sabía dónde vivía, porque hacía unos días había ido a vacunarse. Pippi llamó al timbre, y una enfermera abrió la puerta.
— Quiero ver al doctor —dijo Pippi— Es un caso muy grave. Se trata de una terrible y peligrosa enfermedad.
— Por aquí, por favor.
Cuando entraron los niños, hallaron al doctor sentado en su despacho. Pippi fue directamente hacia él, cerró los ojos y sacó la lengua.
— ¿Qué te pasa? —le preguntó el médico.
— Me temo que he pillado un “palitroche". Me pica todo el cuerpo, duermo con los ojos cerrados, algunas veces tengo hipo y el domingo me puse mala después de haber comido un plato de betún con leche. Tengo mucho apetito, pero a veces me atraganto y no puedo engullir la comida. Yo creo que tengo un “palitroche". ¿Es contagioso?
El doctor miró la sonrosada carita de Pippi y dijo:
— Creo que tienes más salud que la mayoría de la gente.
— Pero existe una enfermedad con este nombre, ¿verdad?
— No. Pero aunque existiera, dudo que tú la cogieras.
Pippi suspiró tristemente, se despidió del doctor y salió, seguida de Tommy y Annika. No lejos de Villa Mangaporhombro había una casa de más de trescientos años. En aquel momento tenía una de las ventanas del piso superior abierta, y Pippi señaló hacia allí diciendo:
— No me sorprendería que ahí hubiera uno. Voy a subir a ver.
Saltó a la cañería y trepó velozmente hasta la ventana e introdujo la cabeza dentro. Vio una gran sala y en ella dos señoras sentadas en unos sillones charlando tranquilamente. Imaginaos su sorpresa cuando, de repente, apareció en la ventana una cabeza de color rojo y una voz dijo:
— ¿Por casualidad hay por ahí algún “palitroche"?
Las dos señoras chillaron aterrorizadas.
— ¡Cielo santo! ¿Qué estás diciendo, niña? ¿De dónde sales?
— Quisiera saber si tienen algún “palitroche" por ahí.
— ¿Y qué es un... eso que has dicho? ¿Muerde?
— Me parece que sí —dijo Pippi, convencida— Tiene unos colmillos así de grandes.
Las dos señoras se abrazaron y empezaron a gritar. Pippi miró alrededor y dijo, desilusionada:
— No veo que le asomen los bigotes al “palitroche". Perdonen que las haya molestado —Y se deslizó por la cañería hasta el suelo.
— No existe ningún “palitroche" en esta ciudad —dijo a Tommy y Annika— Volvamos a casa.
Cuando iban a montar en el caballo, que los esperaba en el soportal, Tommy puso el pie sobre un pequeño escarabajo que se arrastraba por la arena del sendero.
— Ten cuidado. No pises a ese animalito —dijo Pippi.
Los tres miraron hacia el suelo. El bicho era menudo y tenía unas alas verdes que brillaban como si fueran de metal.
— No es un escarabajo, ni una mariquita —dijo Tommy.
— Ni tampoco una libélula —dijo Annika— Me gustaría saber qué es.
En el rostro de Pippi se dibujó una radiante sonrisa.
— ¡Ya lo tengo! ¡¡Es un “palitroche"!!
— ¿Estás segura? —preguntó Tommy dudando.
— ¿Crees que no voy a conocer un “palitroche" cuando veo a uno? ¿Has visto tú ninguno en tu vida?
Pippi puso el escarabajo en un sitio donde no pudieran pisarlo y le dijo tiernamente:
— ¡Mi querido “palitroche"! Ya sabía yo que al fin iba a encontrarte.
Hemos recorrido toda la ciudad buscándote, y estabas cerca de Villa Mangaporhombro.

Fin

Curiosidades
1) La versión para México cambia los nombres de los personajes por Pita (Pippi), Tomás (Tommy) y Anita (Annika).

2) Existe otro cuento llamado Palitroche (probablemente chileno) que no tiene nada que ver con esta historia. Puedes leerlo haciendo click aquí 👻
El Trazador Tramposo
Gudor Ben Jusá · Adaptación de Svanhildr MacLeod

En tiempos del Antiguo Egipto (cuando aun reinaba el faraón "Keops" de la IV Dinastía) una pequeña aldea, en las cercanías de Menfís, se había inundado debido a la crecida del río Nilo. Sus habitantes —la mayoría granjeros— abandonaron sus casas y parcelas, y para cuando el río se retiró, volvieron a la aldea a reconstruir lo que las aguas se había llevado.

Un granjero —casado y con dos hijos— se dirigió hacia el trazador: el hombre enviado por el Municipio para demarcar las parcelas, en base a las medidas conservadas en el plano original de la aldea.
— ¡No te vayas a equivocar con el tamaño de mi parcela! —le exigió con firmeza.
El terreno del reclamante había sido pentagonal, lo que significa que su nueva parcela debía tener también cinco lados; cada uno de un largo diferente y bien estipulado en los registros.

Para cuando el trazador marcó los vértices sobre la arena, el granjero tuvo la sensación de que su nueva propiedad era más pequeña, y así se lo hizo notar. El trazador volvió entonces a calcular el perímetro, usando pasos de camello para contar las distancias, y marcando líneas rectas con un palo en la arena. Así terminó uniendo los mismos vértices demarcados, indicándole al granjero de que efectivamente cada lado medía lo mismo que las longitudes registradas en el plano.
— Como has podido comprobar; todo está en orden —le afirmó el trazador, sonriendo con malicia.
— Conforme —respondió el granjero— cercaré mi parcela, entonces.
El trazador se despidió con una reverencia irónica y se marchó a medir la siguiente parcela. En tanto, el granjero se puso a trabajar en su nuevo cerco, y para cuando llegó la noche el vallado estaba casi listo, así que se fue a dormir.

A la mañana siguiente el granjero se levantó temprano a terminar su labor, pero al salir de su choza improvisada, se puso a apreciar su parcela, reviviendo la sensación de que algo de espacio faltaba.
— No sé —le dijo a su esposa— nuestra propiedad sigue pareciéndome más pequeña que antes de la inundación.
La esposa, entonces, tomó cinco varillas —de esos juncos que crecen junto al río— y las cortó a medidas escaladas con las dimensiones de su parcela. Luego las dispuso sobre la arena, simulando el contorno del terreno.
— ¡Mira! —le dijo a su esposo— Si bien nuestra parcela tiene cinco lados, eso no significa que mida lo mismo que antes.
— ¡Pero si cada lado se midió según los registros! —le indicó el esposo.
— Así es —le respondió la mujer, de mente más ágil que el marido— la parcela tiene las mismas cinco medidas de antes, pero ya no está rodeada por un círculo perfecto.
Dicho esto, trazó una elipse alrededor de las 5 varillas, haciéndole notar que con las mismas dimensiones de los lados, se podían construir pentágonos con áreas diferentes.
— ¡El trazador nos ha timado! —exclamó el granjero, molesto por haber caído en la trampa.
Así, el granjero y su esposa fueron al Municipio a reclamar por los metros perdidos. Grande fue la sorpresa de los esposos al enterarse de que en los planos sólo figuraba constancia de las longitudes de los lados de las parcelas, mas no de sus ángulos interiores: dato al que apenas se le daba alguna importancia al momento de trazar y cercar los terrenos.

Como el trabajo ya se había hecho y el granjero lo había aceptado en su momento, no le permitieron exigir una revisión, pues implicaba también modificar otras varias parcelas cuyos dueños estaban "conformes".

Entonces la mujer del granjero se puso a pensar en una forma para que —en caso de una nueva inundación— el trazador no pudiera volver a robarles terreno. Y se dio cuenta de que las únicas parcelas imposibles de alterar eran las que tenían un contorno triangular, ya que por muy diferentes que sean sus lados, siempre tendrán la misma área y los mismos ángulos interiores a la hora de reproducir sus longitudes originales.

Con esa idea en mente, los esposos subdividieron su terreno pentagonal en tres parcelas, para lo cual trazaron dos nuevos cercos interiores dentro del recinto, partiendo desde un mismo vértice hacia otros dos vértices en el lado opuesto a ese vértice. Posteriormente fueron al Municipio y registraron la parcela central triangular para ellos —como matrimonio— y las otras dos parcelas triangulares adyacentes restantes a nombre de cada uno de sus dos hijos, respectivamente.

Los vecinos de la aldea, al darse cuenta de lo que había pasado con la parcela del granjero, comenzaron a imitar el recurso, recurriendo al Municipio para subdividir sus parcelas en triángulos imposibles de alterar, puesto que la mayoría tenía terrenos pentagonales y trapezoidales.  Fue así como finalmente exigieron a los trazadores municipales que registraran también los ángulos interiores de las parcelas, para que nunca más alguien se quede sin su pedazo.

Desde entonces, la división en triángulos —o triangulación— se ha aplicado en la confección de planos, siendo utilizada hasta nuestros días por nuestros modernos topógrafos.

Fin
Los 3 Cerditos y la Lámpara Maravillosa
Ethan J. Connery

Será cierto lo que se cuenta, que este cuento ni pretende ni aparenta, pero a mí me lo narraron de forma que se entienda, que aunque ni rima ni resalta: es la verdad científica exacta. La historia es sobre tres cerditos que vivían en el campo. Todos hermanables y unidos. Mutuamente apoyaban sus labores camperas. Su casita siempre limpia y ordenada los enorgullecía completamente y debiera. Pues muy bien complementaban.

Un puerquito era inventor y construía lo que necesitaban; desde zapatitos para pezuñas hasta camisas llevaban. Otro cochinito era cocinero y por tanto, cocinaba; esas cosas ricas que a todos gustaban. Y por último, un cerdito escritor, quién redactaba; de inventos y recetas, pero de vez en cuando, algún cuento en su momento de poeta.

Y así durante años crecieron a la par, hasta que ya grandes decidieron marchar. Tiraron una moneda, y como no saliera cara, cada cual tendría su propia morada. Un día simplemente partieron: fila india por el bosque a construir sus casitas, porque así lo quisieron.

Pero —y aquí es donde la rima se acaba— los senderos del bosque se enrevesaban, y sucedió que en un momento de la travesía tomaron —sin quererlo— diferentes caminos, llegando cada uno a lugares muy distantes. Para cuando se dieron cuenta, se encontraban solos, aislados y con hambre: se habían perdido.

De esta suerte, Puerquito inventor llegó a una campiña; con muchas frutas, verduras y setas. Todas muy grandes que crecían en el área. Pero como no era cocinero, no pudo hacer más rica cena que lo dejara dormir y soñar feliz y contento. Por su parte, cochinito cocinero llegó a una montaña; llena de árboles, piedras y lianas. Muy útil y convenientemente estaban dispuestas. Pero como no era inventor, no pudo hacer una choza que le protegiera del frío para dormir y soñar feliz y contento.

Pasó —entonces— que el cerdito escritor llegó a un paraje muy diferente. Más allá del bosque, la campiña y la montaña. Una hermosa playa se extendía, sinuosa y sugerente, limitando al mar con sus arenas doradas. El océano brillante y azulado se perdía en la distancia. Poco le importaba a este cerdito la comida o el techo; así que llegada la noche se echó a dormir bajo una inspiradora morada.

Al día siguiente el sol brilló nuevamente en lo alto cuando el cerdito escritor despertó en la arena. Una duna tibia lo cubría, pero él bien lo sabía: su viaje apenas comenzaba. Un largo trayecto le esperaba para encontrar a sus hermanos perdidos. Estaba con ese pensamiento en mente, cuando una gran ola se acercó justo a donde reposaba.

¡¡Fussssh!!

Rompió la ola en la playa. Sorprendido el cerdito alcanzó a saltar hacia atrás, antes de que el agua lo empapara, y para cuando el maretazo se retiró, en la arena quedó depositada una lámpara de aceite... como esas doradas y curvas que venden en los mercados de Oriente.
— ¡Una lámpara maravillosa! —exclamó— ¡Como en los cuentos de Aladino!
El cerdito tomó el tesoro entre sus pezuñas, apreciando su agraciada y exótica forma ondulante: se sentía con suerte.
— ¡Que elegante diseño: ha sido bien elaborada. Sin duda sorprenderé a mis hermanos cuando los encuentre!
De pronto se le ocurrió que de verdad sería mágica, así que la frotó esperando que un genio apareciera. Aunque mucho intentó no pasó nada. Así que cansado se echó nuevamente en la arena a tomar otra siesta, porque sí: era dormilón. Ya había empezado a roncar otra vez, cuando una palmadita en la cara lo despertó.
— ¡Pssst! Amigo... ¡Despierta! —dijo una vocecita chillona.
Cerdito escritor se levantó sobre su colita resortera. Frente a él un genio de Oriente flotaba en el aire, como omnipresente. Pero a diferencia de los genios comunes, que son muy grandes, éste era chiquito... incluso más pequeño que el cerdito.
— ¿Quién eres tú? —preguntó, despistado.
— ¿Cómo quién? ¡Soy el mago de la lámpara! ¿No me acabas de llamar?
— ¡Oh, ya veo! —respondió asombrado el cerdito— Pero harto rato pasó, y como no aparecieras en tiempo prudente, supuse que la lámpara era de aceite, común y corriente.
— Es verdad —reconoció el mago— Es que yo también estaba durmiendo dentro de la lámpara y me costó despertar.
— ¿Tenías mucho sueño?
— No sabría decirte: llevo cincuenta años durmiendo allí, así que estoy un poco fuera de práctica —se disculpó el geniecillo.
Que la respuesta causó gracia al cerdito, no hay duda, pues preguntó entusiasmado:
— ¿Y me concederás un deseo?
— En realidad tres puedo concederte —le explicó el mago— Pero antes presentémonos, ya que no he conversado con nadie en mucho tiempo, y el trato es más educado si nos dirigimos por nuestros nombres verdaderos.
— Me llamo "Cerdito". ¡Mucho gusto, Sr. genio!
— Eso me vale. ¡Un placer conocerte, Cerdito! Mi nombre es "Genio".
Ambos se dieron la mano (o más bien: la pezuña y el humo), e inmediatamente se voltearon a mirar hacia afuera de este cuento... hacia la cara del lector que los iba imaginando... lo miraron con sus ojos saltones: harto rato y directo a la cara °-° como si supieran que el lector sabía que de ellos y de él mismo se trataba. Luego los personajes volvieron a lo suyo.

Cerdito explicó a Genio que si bien su nombre era Cerdito, sus hermanos se llamaban correspondientemente "Puerquito" y "Cochinito", y de esa forma todos eran perfectos marranos. Ni uno más ni menos gorrino que el otro. El mago escuchó atentamente esta descripción y su posterior relato, así se enteró de sus motivaciones viajeras y de porqué el chanchito estaba tan solitario en esa playa desierta.
— ¿Qué me sugerirías en mi situación? —Preguntó el cerdito escritor, que deseaba reencontrarse con sus hermanos.
— Mi sugerencia es que nunca le pidas una sugerencia a un genio, o perderás un deseo en forma de sugerencia... por lo demás: te quedan sólo dos deseos.
A Cerdito le sorprendió la respuesta, y atinó que debía pensar bien lo que decía de ahora en adelante, así que se puso a pensar. Y así pensó y pensó... largo rato pensó, hasta que finalmente dijo:
— Okey.
El mago puso cara de espanto.
— ¡Acabas de perder tu segundo deseo! —le reprochó.
— ¡Espera, espera! —reclamó Cerdito— ¡Eso es injusto: si sólo dije "okey"!
— Sí —respondió el genio, agachando la cabeza como quién no quiere la cosa— Pero eso significa que estás conforme con tu segundo deseo... ¡Así que sólo te queda uno!
Estaba por ponerse rojo, Cerdito, cuando notó que el genio lo miraba de reojo:
— ¡Era broma, era broma! —rió el pícaro geniecillo.
Era evidente que el mago de la lámpara tenía un sentido del humor poco común para los de su especie; por lo corriente más formales y matemáticos en sus tratos.
— ¡¡Ufff!! —suspiró aliviado el cerdito, y replicó— ¡No hagas eso de nuevo!
Genio se llevó la mano a la cara.
— ¡Noooooo! ¡Ahora si que perdiste tu segundo deseo! —exclamó afligido— ¡Y ésta vez no puedo hacer nada para remediarlo! Lo que sí, puedes estar seguro que no volveré a hacer eso de nuevo.
Contento no estaba Cerdito, pues se dio cuenta que al pedirle eso había perdido su segundo deseo. Se dio una palmadita en la cara por ingenuo.
— ¡Pero si no estaba deseándolo! —reclamó de nuevo.
— ¿Entonces no deseas que bromee en cuanto a la cantidad de tus deseos?
— ¡Mejor hablemos de otra cosa o perderé mi último deseo! —exclamó Cerdito.
— "Otra cosa" —dijo el genio que fue desvaneciéndose en el aire junto con la lámpara, al tiempo que se despedía, sonriendo— ¡Ha sido un placer hacer tratos contigo!
Cerdito escritor no lo podía creer: había perdido su último deseo, y lo peor de todo es que seguía perdido, al igual que sus hermanos.
— ¡Oye, autor! —gritó enojado Cerdito hacia el cielo— ¿Qué clase de cuento tan ridículo es éste? ¡¡Acabas de quitarme tres deseos que bien me los había ganado!!
 El Autor de esta historia quedó pasmado: su personaje le estaba reprochando sin su consentimiento.
— ¡Ya déjate de juegos semánticos y escribe algo cuerdo! ¿Cómo se supone que terminará este cuento? —reclamó de nuevo Cerdito a su autor— ¡Te exijo que te hagas presente!
Porque no podía ser de otra manera, el autor se dio cuenta de que estaba jugando con su personaje. Así que el escritor humano se puso más serio y luego de pensarlo detenidamente, decidió abrir un Vórtex hacia el reino de los cuentos perdidos, donde naturalmente vive Cerdito y su cuento. Bien merecía el personaje una explicación coherente, por lo que este autor se fue a disculpar.
*

Un Vórtex —también llamado "vórtice" o "portal"— es un remolino de magia por el que uno puede pasar (como a través de un túnel o espejo) hacia El Reino de los Cuentos Perdidos: un universo paralelo donde el tiempo no existe y la imaginación no tiene fronteras. Ahí habitan nuestros personajes más queridos. Las personas que conservan y cultivan a su "niño interior" —sin importar su edad— tienen el poder de abrir aquel pasaje extraordinario, ya que todos hemos estado ahí alguna vez... en nuestros propios sueños. Más adelante les redactaré un manual detallado sobre cómo abrir un Vórtex desde el planeta Tierra ☺ — El autor.

*
Conoció a su autor —pues— nuestro protagonista, pues el hombre atravesó el Vórtex desde la Tierra de los humanos al universo de la fantasía, llegando justo a la playa donde se encontraba Cerdito, que ya sabemos: también era escritor.
— ¡Hola Cerdito! —saludó amablemente, Ethan J. Connery, que acababa de convertirse en personaje de su propio cuento.
— ¡Que tal! —correspondió el cerdito, curioso— ¿Tú eres mi creador?
— En este cuento, sí —respondió Ethan— De verdad, lamento haber desperdiciado tus deseos... ¿Me perdonarás?
— ¡Claro! Tú me creaste y es lo menos que podría hacer yo. Pero a falta de ese mago tramposo que me enviaste, requiero de tu ayuda.
— No hay problema, Cerdito. Aunque no puedo intervenir directamente en este mundo, sí puedo imaginar lo que te hace falta para que completes cabalmente tu aventura.
— Entiendo —asintió el cerdito... ¡Dame esos cinco!
Y personaje y autor chocaron las palmas. En ese momento una segunda gran ola se estrelló en la playa, dejando a los píes de nuestros personajes una nueva lámpara maravillosa:
— ¿Otra vez? ¡Creí que harías algo diferente!
— Pues, ¿qué habrías hecho tú, Cerdito?
— No sé... quizás me hubieras enviado un globo aerostático para volar por encima de la playa, de la montaña y la campiña, de manera de buscar a mis hermanitos desde arriba.
— ¡Es una buena idea! Se nota que eres un colega escritor —observó Ethan— Eres muy imaginativo. Me pregunto a donde van a parar los cuentos que tú mismo imaginas.
— Algún día te contaré ese secreto —contestó Cerdito escritor, guiñando un ojo.
Ethan J. Connery hizo una reverencia a Cerdito antes de desaparecer, de regreso por el Vórtex hacia la Tierra de los humanos. El portal se cerró en el aire, y Cerdito quedó solo otra vez. Tomó entre sus pezuñas la nueva lámpara mágica y la frotó con su brazo, pero en lugar de salir un genio de la boquilla, comenzó a salir un globo rojo que se fue inflando hasta alcanzar el tamaño de una casa. Del globo colgaba un canasto lo suficientemente grande como para contener a varios cerditos a la vez. Cerdito no lo dudó un instante y saltó dentro de la canasta, llevándose su lámpara maravillosa: el globo comenzó a elevarse.
— ¡Estupendo! —se regocijó, y de algún lado sacó un telescopio para mirar hacia abajo.
Su ánimo bien alto estaba ahora, y así llegó hasta la montaña, donde encontró a su hermano "Cochinito" —el cocinero— que de tanto explorar el área había aprendido a inventar cosas. Se alegraron los chanchitos de encontrarse de nuevo, y entre los dos siguieron su camino aéreo hacia la campiña, donde encontraron a su otro hermanito, "Puerquito" —el inventor— que de tanto recorrer las hortalizas había aprendido a cocinar ricos platos que saborearon entre todos.

Creador y protagonistas quedaron contentos, pues los tres cerditos regresaron en globo aerostático a su casita en el campo. Pero al poco tiempo les volvió a parecer chiquita. Así que tiraron una moneda, y como no saliera cara, cada cual tendría su propia morada, decidieron... Pero un lobo que vagaba en el bosque se enteró de sus planes, y ahí comienza la clásica historia de los tres cochinitos y el lobo feroz ☺

Fin
El Último Expreso de la Noche
(Para la Tía Mabel, en su 44º cumpleaños)

Ethan J. Connery

El reloj de péndulo de la biblioteca tocaba la medianoche, cuando el profesor Herrera despertó.
¡Cielos! ¿me habré dormido? —se preguntó.
Ante él, la sala de clases yacía solitaria y sus luces apagadas. ¡Que interminable día le había tocado!
¡Oh! —pensó— sólo Morfeo sabe cuántas horas han pasado.
La luz de luna que entraba por el largo ventanal a su derecha, inundaba el ambiente con fuerza seductora.
— Querida Sofi... —murmuró.
Había soñado con su amada Sofía, a quien conoció durante unas vacaciones abordo de una barcaza con destino a Puyuhuapi. Tan solita y delicada estaba ella en una esquina, apreciando los bosques que se extienden hasta la costa. El paisaje era insuperable y la embarcación flotaba placentera, cual hoja de lirio en un estanque. Amor a primera vista.
Si tan sólo pudiera dormir otro poco —pensó el profesor, quien deseaba continuar aquel sueño encantador.

Todo el mundo había partido en el expreso de la tarde. Eso incluía al director, dos profesoras, el cocinero y sus queridos alumnos, ninguno de los cuales vivía en “Cerrito Olvidado”, que tal era el pintoresco nombre del sector.
El profe”, como lo llamaban cariñosamente sus estudiantes, se había quedado revisando los exámenes hasta que el sueño lo venció. Un cerro de papeles aguardaba impasible su escrutinio.
¡Snorrrr...! —ya había comenzado a roncar de nuevo, pero un sonido no tan lejano lo despertó de improviso.
¡Tuuut Tuuuuuut! —sonó a la distancia— ¡chuku chuku chuku!
El profe se levantó de su sillón, sobresaltado. Miró por el ventanal y divisó un foco de luz redondo y amarillo que se acercaba vertiginosamente a la estación.
¡Recórcholis! —exclamó— ¡se me ha hecho tarde otra vez!
El pobre profesor, seguro de haber oído sólo once campanadas del reloj, guardó en su maletín su libro y los exámenes restantes.
¡Terminaré el trabajo en casa!
Abrió la puerta de la sala y corrió por el pasillo rumbo a la salida. Parecía una centella. —¡Qué son 75 años para un espíritu joven! —solía decir.
Por alguna razón el profesor Herrera siempre era la última persona en irse de la escuela. El portero lo sabía y por eso le dejaba la copia de las llaves debajo del pisapapeles con forma de hidroavión, sobre el escritorio.
¡La llave! —se acordó nada más llegar a la puerta de salida, y acto seguido volvió “volando” a la sala. Levantó el pequeño hidroavión y descubrió con horror que la llave que abría la única puerta funcional del recinto, no estaba.
— ¡Por Plutón! —imprecó el profesor de matemáticas— ¡no es posible!

Efectivamente, el portero había olvidado el encargo, y no era la primera vez. Para ese entonces el tren ya había arribado a la pequeña estación, iluminada con un par de focos a trescientos metros de la escuela. Cerrito Olvidado era un pueblo pequeño. Tan pequeño que sólo lo conforma la escuela, la estación, la cabaña de Eric (el portero), y un galpón que guardaba una vieja locomotora Pacific un tanto oxidada y en la que los niños jugaban durante los recreos. Todo ello al atento resguardo de los tres profesores de la escuela “Christa McAuliffe”.

El profesor sabía que aparte de él, nadie más abordaría el último expreso de la noche. La estación estaba vacía, y en distancia le pareció ver a Eric durmiendo en la oficina de boletos. De su maletín extrajo unos prismáticos que usaba para buscar planetas cuando viajaba de noche a bordo del expreso. Dirigió los lentes hacia la oficina de boletos y enfocó...
¡En efecto! Ahí estaba el bueno de Eric, sentado, con el asiento echado hacia atrás contra el mesón, y su ridículo sombrero de “cowboy” en la cara.
¡Roncando de lo lindo y yo aquí atrapado! —se quejó el profesor.
El pobre Eric además de guardia y portero, era el gásfiter, el mecánico, el nochero, el vendedor de boletos de tren, y el ahuyentador de pumas ocasionales. Incluso ayudaba en la cocina y su salsa de champiñones era mundialmente famosa entre los habitantes del Cerrito Olvidado.
¿A quién se le ocurriría levantar una escuela en un lugar tan apartado?
Los niños venían desde “Cerrito Alejado”, a unos 6 o 7 kilómetros. Nadie en Chile recuerda a Cerrito Alejado, ¿qué más le queda a Cerrito Olvidado?
El maquinista sabía que el profesor salía tarde del trabajo, pero todos tenían un horario que cumplir: si el Sr. Herrera no llegaba a las 00:15 horas a la estación, se entendería no había pasajeros y el tren partiría según el itinerario.
— ¡Eric, me quedaré encerrado! —gritó el profesor— ¡Ah, bribonzuelo!

De nuevo se acordó de Sofía. Si no llegaba a casa ella esperaría en vano, preocupada. Recordó el bello autorretrato que su esposa pintó para su cumpleaños, exactamente un año atrás. Era el regalo más bonito: la dulzura que infundía aquella mirada era miel para su corazón, enamorado del recuerdo.
Es mi cumpleaños y Sofi me espera. —pensó. ¿Qué podía hacer?
Miró el pestillo de la ventana, pero él no iba a salir por ahí como un vulgar ladrón. El profesor era caballero de la vieja escuela, y ellos salen por la puerta.
¡Tuuut Tuuuuuut! —sonó por vez segunda la bocina del tren.
Sofia era más importante que el ego caballeresco, así que el profe saltó sobre el pupitre más elegante, giró el pestillo de la ventana y lo rompió.
¡No puede ser, que mala suerte! —exclamó incrédulo.
Con la mirada perdida unos segundos, intentó buscar una solución matemática al problema, pero no la encontró. En aquel efímero instante, un pequeño punto de luz en el suelo de la sala, llamó su atención. Bajó del pupitre y recogió el objeto: era un clip metálico que brillaba a la luz de la luna. No lo pensó dos veces: tomó el clip, se hizo un ganchito y corrió una vez más por el pasillo, de regreso a la salida. ¡Tenía que funcionar!, introdujo el gancho a la cerradura mientras giraba la manilla. Lo hizo varias veces pero no abría.
¡Vamos! —se animó— ¡si a MacGyver le funcionaba en la tele!
Su afición a los clásicos en VHS no había pasado de moda para él.
¡Tuuut Tuuuuuut! —sonó por vez tercera la bocina del tren.
El profesor sabía que cinco minutos después el tren partiría sin más. Era ahora o nunca, pero pasaron los minutos y la improvisada llave no giraba.
De haber hecho Eric su trabajo, él no se encontraría en esa situación.
— ¿Olvidarse la llave, quedarse dormido y no despertar con la bocina del tren, dejándome aquí encerrado? ¡Ni que hubiera conspirado contra mí! —se quejó.
¡Chuuf chuuf chuuf! —se oía en la estación— ¡chuuuku chuuku chuuku...!
¡Chuku...! —repitió el profesor, conjurando a la cerradura para que entendiera la difícil situación.

Era claro que el tren había partido, y a medida que se alejaba, el profesor dejó de insistir... hasta que se detuvo finalmente. Aun abriendo la puerta sabía que no podía darle alcance a un moderno ferrocarril. El profe soltó su maletín.
¡Lo perdí! —se dijo en voz alta y acongojado, revelando a un ser humano capaz de cometer errores, como cualquiera.
Metió una mano en el bolsillo interior de su abrigo y extrajo su boleto de tren, pero casi al instante se le cayó. ¿De qué le servía hora?
Sofía... —murmuró impotente.
Los ojos del profe humedecieron, y una lágrima se liberó cayendo sobre el boleto que yacía en el suelo. Rendido, se sentó en el frío piso de madera y ahí permaneció, observando con el boleto con tristeza. A lo lejos las ruedas del último expreso de la noche resonaban sobre sus rieles sinuosos, adentrándose en lo profundo del bosque que cubría los parajes de Cerrito Olvidado.

El crepúsculo llegó con fuerza cuando el generador a diésel se detuvo y las luces de la estación se apagaron, dando lugar al profundo y solitario silencio de la noche. El profesor se cubrió con su abrigo ahí mismo donde estaba, pensando en Sofía. De alguna manera creía oír en la distancia al "Ángel", de Sarah McLachlan, aquel tema musical que tanto gustó a Sofía en sus últimos años. La noche se tornó fría y desolada. De vez en cuando el profe despertaba incómodo.
Si al menos hubiera traído mi saquito de dormir... —pensó de repente. Parecía que iba a dormirse de nuevo, cuando entreabrió un ojo y le pareció ver un destello de luz sobre el boleto de tren. De pronto el billete se vio succionado a través de la rendija de la puerta, como tragado por una aspiradora. El profesor se reincorporó de un plumazo.
¡Vaya! —exclamó estupefacto— acaba de volar mi pase.
Dirigió instintivamente la mano a la manilla de la puerta y casi al instante se detuvo al recordar que estaba cerrado. Sin embargo, el ganchito que había construido giró sólo y se abrió la cerradura. Una luz entró por los bordes de la puerta y una bocanada de aire tibio se coló al interior. La puerta se abría. 

¿Eric? —preguntó en voz alta el profesor.
Se acomodaba el cuello del abrigo cuando su atención quedó hechizada al observar que, tras la puerta y en lugar del sendero que da a la estación, la salida se hallaba por encima de unos rieles de ferrocarril, que estrepitosamente y a gran velocidad se alejaban... hacia un horizonte indescifrable. Como si fuera la puerta de salida del último vagón de un tren corriendo lo largo de una extensa pradera de infinitos pastizales. En lo alto, la luz de una luna bañaba de azul el impresionante paisaje, así como la copa de los árboles que cada cierto tramo aparecían junto a la vía. El profesor Herrera no salía de su asombro.
¡Cielo santísimo! —exclamó finalmente— ¿estaré soñando?
El viento se arremolinó a su alrededor, enmarañando su cabello. Podía sentir el vaivén del vagón en el piso de la escuela. Las paredes se movían.
¡Chuku chuku chuku! —la atmósfera era inconfundible. Si hasta podía oler la caldera de una vieja locomotora a vapor funcionando al rojo vivo. No tenía sentido. No en el mundo humano. El era hombre de ciencia, y donde la ciencia gobierna no hay lugar para lo que está más allá de lo extraordinario.

Embobado ante la visión fantástica, se dio una pequeña bofetada para despertar, pero definitivamente no soñaba: la escuela avanzaba sobre rieles, ahora plagados de luceros refulgentes y hermosos planetas que giraban. El profesor Herrera, giró a sus espaldas buscando una explicación. Todo estaba en su lugar: la biblioteca, la oficina del director, las fotografías en sepia de viejos ferroviarios rescatadas de la Pacific que yacía en el galpón. Las había enmarcado él mismo con ayuda de Eric. La escuela oscilaba al vaivén del último vagón de un expreso que viajaba cuan cometa errante a través de las estrellas. Si había alguien en el mundo para quiénes una locomotora o una escuela podía ser lo mismo que una nave espacial, aquellos eran los niños de la prestigiosa Escuela Christa McAuliffe, de Cerrito Olvidado. Una escuela humilde, con un historia enigmática que contar.
Los papeles del maletín volaron por los aires, pero el profesor ya no estaba ahí. Caminaba hacia la puerta de su sala, al final del pasillo. Estaba abierta y una cálida luz le llamaba. Un aroma delicioso llegó hasta él.
El vagón cafetería está abierto, profesor. —se asomó un inspector de boletos que nunca había visto— tienen un delicioso sándwich de queso y tocino preparado para usted... ¡tal como le gustan!

Envuelto en una brisa de noche verano, el profe se vio transportado a un universo donde el tiempo no existe y el espacio no tiene fronteras. Ahí se quedó, magnetizado ante la belleza del encanto propio de los antiguos viajeros del siglo XIX que le acompañaban. Caminó al interior del vagón cafetería, al son fascinante y misterioso del último expreso de la noche, que avanzaba con energía y decisión a través del firmamento inmaculado. Un deslumbrante aerolito despertó al "cowboy" en la oficina de boletos.
¡Profesor! —exclamó Eric, pero la estrella fugaz ya se había desvanecido.

"Ya sea en cacharrito, en tren, en avión, barco, globo o nave espacial... nuestros viajes nos hacen lo que somos. Cada experiencia nos abre las puertas a un universo nuevo. Viajamos por el mundo buscando respuestas que nunca encontraremos, porque el viaje en sí es la respuesta que buscamos. A veces el mejor camino está en los insondables abismos del amor humano. La vida siempre será el primer medio de transporte, el primer vehículo que conduce nuestras voluntades hacia un cruce de posibilidades infinitas." 

¡¡Sofía!! —exclamó entre sollozos el profe Herrera, corriendo a los brazos de su amada, que había ido a buscarle...

THE END
º-º
El misterio de la momia chinchorro
Este hecho sucedió en el museo regional Ica en Nazca, Perú a 1.430,8 kilómetros del centro de Arica. La momia chinchorro desapareció inexplicablemente. Nadie aún tiene una respuesta a este gran misterio, pero como el museo esta igual que antes de la desaparición de la momia, dicen que debe haber sido una teletransportación con algún aparato de un ser no identificado de otro lugar del universo.

Coincidentemente la momia desapareció el 10 de octubre, mismo día en que personas de diferentes lugares del mundo cuentan haber visto extrañas luces en el cielo que no pudieron ser identificadas. La momia venía de la cultura chinchorro, un pueblo que vivió en Sudamérica entre Tacna y Tarapacá.

Unos investigadores a cargo de este caso cuentan que salieron a investigar a las reservas del norte de Chile y que cuando iban a descansar y a hacer sus carpas, se pusieron a cavar para prender fuego, y en eso, encontraron bajo un montón de tierra, un libro con una misteriosa nota que decía :

"Cuando la momia desaparezca en este sector, encontrarán la razón..."

El libro contaba sobre una mujer de la cultura chinchorro a la cual envenenaron por venganza ya que el padre de ésta mato al líder de otra tribu. El padre de la mujer confesaba que ella había podido contactarse con extraterrestres que le dijeron que volverían por ella. Con ese libro se afirma la teoría que dice que los extraterrestres se llevaron a la momia para guardarla como parte de su historia.

Después de una larga investigación, encontraron de vuelta a la momia enterrada en el mismo sitio donde encontraron aquel libro con la nota...

ô_ô Buuuu !!
La Esfera de Marskid
Ethan J. Connery



Dibujo alienígena de YFoley (Pixabay)
— Rediseñado por Connery —

Este cuento es sobre dos niños de verdad, que —como todos los niños— gustaban de aprender y de jugar. Uno se llamaba Rick y al otro lo llamaremos “Marskid”, pero entre ellos no se conocían porque eran diferentes:
  • Rick era blanco y Marskid era de color verde.
  • Rick vivía en la Tierra y Marskid vivía en el espacio.
  • Rick creció en el pasado y Marskid venía del futuro.
  • Rick era humano y Marskid era marciano.
Si hasta aquí no te has perdido °-° continuamos...

Sucedió que un buen día de primavera —de esos del siglo XX. ¡Que tiempos aquellos!— Rick caminaba por un sendero en lo profundo de un bosque. Buscaba fósiles, pues —como todo Scout—  amaba explorar sitios remotos y acampar en los cerros.

Estando así el niño —en sus andanzas y medio perdido entre las montañas— apareció en lo alto del cielo una nubecilla dorada. La pequeña nube se escapó de sus papás mayores (los grandes cúmulos tormentosos que desafían a los viajeros) y bajó para descansar un rato de tanto volar por el mundo.

Cuál sería la suerte de Rick cuando se encontró con la pequeña nube, cansada en el camino, y ambos se hicieron amigos. Conversaron largamente aquella tarde junto a una fogata. Llegada la noche se quedaron dormidos, y así —medio en sueños— la nubecita invitó al niño a volar para conocer la Tierra desde las alturas.

El pequeño Rick —sentado ya en su nube voladora— se elevó hacia el cielo nocturno, volando lejos, muy lejos...  Más allá de los montes cercanos... Más allá de las montañas... Incluso más allá de las nubes tormentosas y del propio firmamento estrellado. Y así —volando, volando— ambos amigos llegaron más allá del tiempo...
— ¿Dónde estamos? —preguntó Rick en un momento especial.
— Este es el mundo sin tiempo —respondió la nubecita— Aquí es donde todo sucede y nada sucede. Es el túnel vacío que siempre está lleno. Un lugar de paso donde nada se escucha pero todo lo oyes.
— No entiendo mucho lo que quieres decir —dijo Rick— pero la brisa es cálida y eso me reconforta.
Cuando ya habían volado lo suficiente, la nubecita dorada comenzó a descender hacia lo que parecía ser una gran ciudad colmada de luces y cristales que iluminaban el silencio de la noche. La nube se posó en la cima de un enorme edificio. Era tan alto, pero tan alto que a Rick le pareció más bien una montaña.

Del suelo surgió una luz blanca y un simpático amiguito emergió como por arte de magia.
— Hola Rick. ¡Bienvenido a la Tierra! —dijo el personaje (que era tan pequeño como el niño, pero a diferencia de éste, su color era verde y tenía una extraña vocecita que se oía en todas partes).
— ¡Hola! —respondió educadamente Rick— Vengo en son de paz.
Rick levanto su brazo mostrando la palma de su mano derecha.
— ¡Lo sé! —respondió su nuevo amigo— Mi nombre es §☼'Øß⌂×, pero si no puedes pronunciarlo llámame como gustes.
— Suena difícil. ¿Está bien si te llamo “Marskid”? °-°
— Me agrada — dijo §☼'Øß⌂×, y a partir de entonces Rick le llamó Marskid (el niño marciano).
Ambos niños se dieron la mano mientras la nubecita giraba en torno a ellos.
— ¡Ven! —propuso Marskid mientras montaba en la nube voladora— ¡Ven a conocer la Tierra del Futuro!
Y los tres amigos se fueron conversando muchas cosas mientras volaban sobre la Ciudad Celestial, recorriendo bellísimos laberintos de luz que producían dulces melodías al paso de la nube. Miles de estrellas de colores atravesaban el cielo. Algunos colores eran tan increíbles que Rick nunca los había visto en su vida.

La nubecita dorada bajó aun más, descendiendo hacia el suelo de la Tierra del Futuro hasta aterrizar en un gran círculo de luz. Muchas personas, de todas las razas conocidas y desconocidas, se habían reunido ahí.
— ¡Traemos un emisario del siglo XX! —exclamó Marskid a viva voz, dirigiéndose a las gentes que habían ido a ver— ¡Pasa amigo: preséntate!
— ¡Hola, que tal! —exclamó Rick, con alguna timidez—  Me llamo Rick. Gracias por invitarme a este lugar... es muy hermoso y tranquilo. El laberinto luminoso me recuerda a mis verdes bosques en un día soleado. ¡Me gusta mucho la Tierra del Futuro!
Las personas y seres de otros mundos sonrieron y conversaron animadamente con Rick. Hablaban diferentes idiomas, pero de alguna forma todos entendían lo que Rick les quería decir. Les parecía fascinante que un viajero del tiempo les acompañara.
— Gracias, Rick. —dijo Marskid, cuando terminó la charla, y agregó a grandes voces—  ¡Ahora llevaremos a nuestro nuevo amigo a conocer la Tierra Dilémica!
La gente entristeció al oír esto, y el niño del siglo XX —aunque maravillado por todo lo que vivía— desconocía la causa de esa tristeza. Sabía que iba a otro lugar, lejos de aquel maravilloso mundo, de modo que se despidió  de todos a la manera de los humanos del siglo XX: levantó sus manos y las agitó en el aire.
— ¡Adiós y gracias por todo, me gustaría regresar algún día! —clamó a viva voz mientras se alejaba en compañía de Marskid; montados en la siempre leal nube voladora.
De pronto Rick levantó la mirada; llamada su atención por una ola de aire. En las alturas surgió un vacío circular gigante y obscuro, rodeado de una intensa luz escarlata. Un anillo de fuego  —similar a un eclipse— creció a medida que descendía del cielo nocturno, posándose alrededor de donde volaba la nubecita con sus pasajeros. El anillo los envolvió cubriendo todo el lugar hasta cerrarse debajo de ellos. Estaban viajando a otro mundo.

Los tres amigos (nubecita, marciano y humano) se encontraron de pronto en un vasto desierto con montañas llanas y cuevas abandonadas. El cielo había desaparecido y así toda la gente. Sólo se sentía un viento frío a medida que el polvo se levantaba. Un tormenta de arena acechaba inquietante en medio de la noche más obscura que el niño de los bosques del siglo XX había visto en su vida.

Ante el desolador paisaje Rick se sintió abandonado. Se dio cuenta que ya no estaba en la nubecita, sino que sus píes se posaban sobre el suelo arenoso. Miró hacia atrás y vio que Marskid y la nube estaban detrás de él.
— ¡Menos mal que no te fuiste! —exclamó Rick, afligido y con miedo.
— ¿Porqué me iría? —preguntó extrañado Marskid.
— A veces las personas abandonan a otras —explicó a su vez, Rick.
— Pero yo no soy una persona... o al menos no un ser humano —le dijo el niño marciano— ¿Tú me abandonarías en mi lugar?
— No, por supuesto que no... ¡Somos amigos!
Marskid asintió y apoyó una mano en el hombro de Rick.
— Somos amigos: tú lo has dicho.
El niño extraterrestre abrió su otra mano y una luz emergió de su palma, iluminando el entorno.
— ¿Qué es este lugar y qué son esas cuevas?
— Escucha con atención, Rick: ahora estamos en la Tierra Dilémica... podrías llamarla “una tierra sin nombre porque no hay nadie para pronunciarlo”. Como ves, no hay vida aquí; sólo arena. No hay plantas, ni árboles, ni aves o animales. No hay arroyos ni lluvias. Todo eso quedó atrás hace mucho junto con tu pueblo desaparecido por la guerra y el deterioro medioambiental. Mi pueblo tampoco existe en esta versión de la realidad. Al menos no en la forma que yo lo concibo. No hay esperanza en este lugar: sólo los fantasmas de un pasado glorioso y caído en decadencia habitan estas oscuras moradas.
El niño de los bosque no quería creerlo. Se sentía desolado.
— ¿Quieres decir que éste es el futuro de mi Tierra? —preguntó temeroso.
— Sólo si lo llevas contigo. —le aclaró Marskid, y la nubecita dorada brilló tres veces para hacerle entender a Rick de que Marskid decía la verdad.
Los amigos montaron nuevamente la nube y volaron a través del yermo inhabitado y las tormentas de arena. Los vientos huracanados los sacaban de curso, pero ambos se aferraban con fuerza a la nubecita. Rick miraba a su alrededor, esperando encontrar algún indicio de civilización... él era Scout —un explorador— y sabía bien dónde buscar. Pero de nada le sirvió. Por más vueltas que dieron por el mundo sólo veían dunas interminables y algunos promontorios de roca gastada emergiendo en los rincones. En esa “Tierra” el Sol nunca se elevaba ni se ponía, ni la Luna acompañaba con su brillo en las eternas noches heladas, pues las nubes de tormenta cubrían por completo al planeta.
— Volvamos a las cuevas, por favor. —pidió humildemente Rick— Es lo más parecido a una casa que he visto en esta última travesía.
— Es verdad, es suficiente. —respondió Marskid, y el niño extraterrestre comenzó a brillar.
— ¡Estás brillando como la nube! —exclamó sorprendido Rick.
— Yo y la nube somos uno y el mismo. —le explicó Marskid.
En ese instante el niño extraterrestre se fundió con la nube, que ahora brillaba con un dorado tan perfecto que a Rick le pareció que montaba una fogata encendida. Los amigos volaron a toda velocidad hacia las cuevas, y en un momento a Rick le pareció que sus manos se fundían también con la nube. Levantó sus manos, asustado.
— “¡Ha ha ha!”
Rick creyó escuchar a Marskid riendo debajo de él.
— ¿Qué eres en realidad? —preguntó Rick— Pareces una nube de vapor de agua, pero hace un rato te pude tocar. ¿Cómo puedes existir así?
— Soy energía. —le reveló Marskid— Todos lo somos.
— ¿Energía? ¿Quieres decir, como electricidad?
— Eso es sólo una parte ínfima... somos algo mucho más grande.
— Explícame, por favor, quiero saber. —solicitó nuevamente, Rick.
— Somos cómo la luz de las estrellas: viajamos a través de los mundos amados; aquellos donde hay vida y aquellos que son poblados.
— ¡Pero te puedes transformar en un niño como yo!
— Sí... la materia, la energía, la vida, la inteligencia y la consciencia es lo mismo en el universo, pero en diferente grado de evolución.
Rick asintió con la cabeza, tratando de entender. Él era sólo un niño y aun le quedaba toda una vida para conocer el mundo y descubrir por su cuenta los secretos del universo.
— ¿Sobrevivirá mi pueblo, la gente de la Tierra? —preguntó finalmente.
— ¿Qué te dice tu corazón?
— ¡Que lo haremos! Que los humanos exploraremos otros planetas y, tarde o temprano, visitaremos las estrellas como hacen los tuyos.
— Guarda ese sentimiento, trabájalo y estará hecho. —dijo la nube, y Rick sintió que le guiñaba un ojo a pesar que como nube no tenía ojos (al menos no como los nuestros). °-°
La nube y su pasajero atravesaron un enorme sistema de cavernas.
— ¡Afírmate! —pidió Marskid en forma de nube, de niño marciano o lo que sea que haya sido— Volveremos a tu casa... ¡Mira hacia arriba!
— Aquí sólo hay rocas —dijo Rick, mirando el techo de la cueva.
— No, no... ¡Hacia adelante!
Rick divisó cuatro pequeñas estrellas azules que brillaban al fondo de la cueva. Pronto se dio cuenta de que en realidad iban hacia arriba y lo que estaba viendo era cielo. La nube dorada salió disparada  y fulgurante del pozo profundo, internándose hacia las estrellas. Las cuatro estrellas más grandes descendieron hasta posarse alrededor de los viajeros.
— ¡Puedo tocarlas! —exclamó el niño terrícola, sorprendido— ¡Puedo tocar las estrellas!
— Así es: somos polvo de estrellas. —explicó la luz.
Las estrellas se unieron y su luz se hizo tan pequeña como un grano de arena, para luego explotar en la forma de una perfecta esfera de cristal dorado que vibraba con la fuerza del viento, pues cada vez parecía que volaban más y más rápido.
— Debes llevarla a tu tiempo... a tu mundo. Guárdala en un lugar seguro. En tus bosques... En tus montañas... y cuando sientas que se acerca el tiempo de volver con nosotros, ve a recuperarla.
— ¿Para qué sirve?
— Es esperanza... el sentimiento compartido por todos los seres sintientes. Es lo que puede salvarnos a todos. Ya has conocido el futuro de tu planeta y tu pueblo. Estuviste en la Ciudad Celestial y conoces el desierto de la perdición. Ambos futuros están ahí adelante: de ti depende escoger el mejor futuro que puedas construir. Pero ten siempre presente que el futuro cambia... se mueve. Puedes hacer que el tiempo vaya en un sentido u otro. Sólo una parte de tu destino está escrito en el lenguaje del universo. La otra parte la escribes tú mismo, porque tú eres parte del universo.
— “Creo que entiendo.” —pensó Rick, pero no fue necesario decirlo pues Marskid le había escuchado en su corazón.
Nubecita dorada siguió volando con su ahora único pasajero a través de un vórtice de esperanza. Rick sostuvo la esfera entre sus manos.
— ¡Que extraño material! —exclamó.
La esfera giraba brillante en su mano, a voluntad.
— La esperanza es del material con que están hechos los sueños. —dijo Marskid hecho luz— La esfera te concederá un deseo. Cuando crezcas llegará el momento de pedirlo... sólo pídelo y la esfera te lo concederá por tu propia, auténtica y consciente voluntad. Procura cuidarla como aquello a lo que más ames, y sobretodo: no olvides dónde la guardarás.
— Gracias Marskid... eres un buen amigo, no olvidaré su destino.
Y así ocurrió que ambos niños regresaron a sus respectivos mundos. Convertido en un rayo de luz,  Marskid volvió a la Ciudad Celestial, en la Tierra del Futuro. Rick regreso a su Tierra, en el pasado... a sus queridos bosques del siglo XX. Volvió montado en su propia nube voladora, pues Marskid le había enseñado que el poder de los sueños ya eran parte de él. Rick guardó su esperanza en lo profundo de las montañas, atesorando aquella esfera que brillaba con el poder de cuatro estrellas. Pasaron entonces muchos, muchos años, hasta que la historia de Rick y Marskid se convirtió en leyenda...

Sucedió que un buen día de primavera —de esos del siglo XXI— una niña exploradora dirigía a un equipo de niños Scouts a través de un valle misterioso. Guiados por un viejo mapa hallado en el baúl de su abuelo, se habían adentrado en la espesura de los bosques... hacia lo profundo de las montañas. Habían oído un cuento sobre un niño que viajó al futuro, que había hecho amistad con un habitante de otro mundo, y que éste le obsequió un deseo a través de una esfera de cristal.

Se decía que ese niño nunca pidió el deseo porque el encuentro lo había colmado de esperanzas. Así, habría guardado su esfera a la espera que otros la encontraran. Ya era tarde cuando los pequeños Scouts levantaron sus carpas. Aquella noche todos soñaron con un pequeño extraterrestre que les sonreía en la distancia del tiempo y el espacio.

Fin
📱