Cuentos Navideños
Cuentos Navideños
La visita de Santa Claus
Clement Clark Moore

Era la noche antes de Navidad, mientras que por la casa ya nada se movía, ni siquiera un ratón pasa; las medias colgaban de la chimenea con cuidado, en espera que Santa Claus pronto haya llegado; los niños abrigados en sus camas, acurrucados estaban, mientras que sueños fantásticos en sus cabezas danzaban; yo con mi gorra y mamá con su chal, pensábamos solo en el largo sueño invernal, cuando afuera de pronto un alboroto se presentaba, brinqué de mi cama para ver que pasaba, con empeño a la ventana como relámpago salté, y abrí las persianas y el bastidor elevé.

La Luna en el seno de la nieve que caía daba a los objetos, resplandor de mediodía, cuando, ante mis maravillados ojos aparecían, un trineo miniatura y ocho pequeños renos que venían, con un viejito manejando, muy alegre y veloz, supe de inmediato que era Santa Claus. Más rápido que águilas sus corceles vinieron, y él les silbaba, les gritaba, y sus nombres se oyeron;
— ¡Ahora Lucero! ¡ahora Cometa! ¡ahora Zorro y Saltarín! ¡adelante Cupido! ¡adelante Gracioso! ¡adelante Centella y Bailarín! ¡a lo alto del pórtico! ¡a lo alto de la pared subamos! ¡ahora empujen vamos! ¡empujen vamos! ¡todos empujen vamos!
Como hojas secas que ante el salvaje huracán vuelan, y cuando hallan un obstáculo al cielo se elevan, hacia arriba del tejado los corceles volaron, a Santa Claus y el trineo lleno de juguetes llevaron. Y en un santiamén, oí sobre el techo sonar, el pateo de cada pezuñita al llegar. Como lo supuse, mi cabeza fuí volteando, y ví por la chimenea a Santa Claus, con su bulto bajando.

Vestía todo de piel, de pies a cabeza, y su ropa estaba manchada de hollín y ceniza; un bulto de juguetes sobre su espalda pendía, parecía vendedor ambulante, cuando su paquete abría.

Sus ojos como brillaban; sus hoyuelos ¡que belleza!, sus mejillas eran rosadas, su nariz una cereza, como un arco, dibujada hacia arriba su boquita graciosa, y tan blanca como la nieve, su barba primorosa; el cabo de una pipa sus dientes tenían con firmeza, y el humo como una corona rodeaba su cabeza; él tenía cara ancha, y su barriguita que lo redondea, la sacudía cuando reía, como tazón de jalea. Era gordinflón y cachetón, un alegre y verdadero enano viejo, sí que muy a mi pesar, me reí cuando lo ví; con un guiño de su ojo, y un saludo de su cabeza me hizo saber, que no había motivo del cual debía temer; no habló ni una palabra, fué directo a su trabajo, y colocando sus dedos junto a su nariz, dió un saludo de despedida, y por la chimenea subió en un tris; él brincó a su trineo, y a su equipo dió un silbido, con empeño todos volaron y pronto los había perdido. Pero aún lo oí exclamar, al perderse en la oscuridad...
— ¡Ho ho ho ...feliz Nochebuena a todos!
— ¡Ho ho ho ...feliz Navidad!

Fin
El Último Expreso de la Noche
(Para la Tía Mabel, en su 44º cumpleaños)

Ethan J. Connery

El reloj de péndulo de la biblioteca tocaba la medianoche, cuando el profesor Herrera despertó.
¡Cielos! ¿me habré dormido? —se preguntó.
Ante él, la sala de clases yacía solitaria y sus luces apagadas. ¡Que interminable día le había tocado!
¡Oh! —pensó— sólo Morfeo sabe cuántas horas han pasado.
La luz de luna que entraba por el largo ventanal a su derecha, inundaba el ambiente con fuerza seductora.
— Querida Sofi... —murmuró.
Había soñado con su amada Sofía, a quien conoció durante unas vacaciones abordo de una barcaza con destino a Puyuhuapi. Tan solita y delicada estaba ella en una esquina, apreciando los bosques que se extienden hasta la costa. El paisaje era insuperable y la embarcación flotaba placentera, cual hoja de lirio en un estanque. Amor a primera vista.
Si tan sólo pudiera dormir otro poco —pensó el profesor, quien deseaba continuar aquel sueño encantador.

Todo el mundo había partido en el expreso de la tarde. Eso incluía al director, dos profesoras, el cocinero y sus queridos alumnos, ninguno de los cuales vivía en “Cerrito Olvidado”, que tal era el pintoresco nombre del sector.
El profe”, como lo llamaban cariñosamente sus estudiantes, se había quedado revisando los exámenes hasta que el sueño lo venció. Un cerro de papeles aguardaba impasible su escrutinio.
¡Snorrrr...! —ya había comenzado a roncar de nuevo, pero un sonido no tan lejano lo despertó de improviso.
¡Tuuut Tuuuuuut! —sonó a la distancia— ¡chuku chuku chuku!
El profe se levantó de su sillón, sobresaltado. Miró por el ventanal y divisó un foco de luz redondo y amarillo que se acercaba vertiginosamente a la estación.
¡Recórcholis! —exclamó— ¡se me ha hecho tarde otra vez!
El pobre profesor, seguro de haber oído sólo once campanadas del reloj, guardó en su maletín su libro y los exámenes restantes.
¡Terminaré el trabajo en casa!
Abrió la puerta de la sala y corrió por el pasillo rumbo a la salida. Parecía una centella. —¡Qué son 75 años para un espíritu joven! —solía decir.
Por alguna razón el profesor Herrera siempre era la última persona en irse de la escuela. El portero lo sabía y por eso le dejaba la copia de las llaves debajo del pisapapeles con forma de hidroavión, sobre el escritorio.
¡La llave! —se acordó nada más llegar a la puerta de salida, y acto seguido volvió “volando” a la sala. Levantó el pequeño hidroavión y descubrió con horror que la llave que abría la única puerta funcional del recinto, no estaba.
— ¡Por Plutón! —imprecó el profesor de matemáticas— ¡no es posible!

Efectivamente, el portero había olvidado el encargo, y no era la primera vez. Para ese entonces el tren ya había arribado a la pequeña estación, iluminada con un par de focos a trescientos metros de la escuela. Cerrito Olvidado era un pueblo pequeño. Tan pequeño que sólo lo conforma la escuela, la estación, la cabaña de Eric (el portero), y un galpón que guardaba una vieja locomotora Pacific un tanto oxidada y en la que los niños jugaban durante los recreos. Todo ello al atento resguardo de los tres profesores de la escuela “Christa McAuliffe”.

El profesor sabía que aparte de él, nadie más abordaría el último expreso de la noche. La estación estaba vacía, y en distancia le pareció ver a Eric durmiendo en la oficina de boletos. De su maletín extrajo unos prismáticos que usaba para buscar planetas cuando viajaba de noche a bordo del expreso. Dirigió los lentes hacia la oficina de boletos y enfocó...
¡En efecto! Ahí estaba el bueno de Eric, sentado, con el asiento echado hacia atrás contra el mesón, y su ridículo sombrero de “cowboy” en la cara.
¡Roncando de lo lindo y yo aquí atrapado! —se quejó el profesor.
El pobre Eric además de guardia y portero, era el gásfiter, el mecánico, el nochero, el vendedor de boletos de tren, y el ahuyentador de pumas ocasionales. Incluso ayudaba en la cocina y su salsa de champiñones era mundialmente famosa entre los habitantes del Cerrito Olvidado.
¿A quién se le ocurriría levantar una escuela en un lugar tan apartado?
Los niños venían desde “Cerrito Alejado”, a unos 6 o 7 kilómetros. Nadie en Chile recuerda a Cerrito Alejado, ¿qué más le queda a Cerrito Olvidado?
El maquinista sabía que el profesor salía tarde del trabajo, pero todos tenían un horario que cumplir: si el Sr. Herrera no llegaba a las 00:15 horas a la estación, se entendería no había pasajeros y el tren partiría según el itinerario.
— ¡Eric, me quedaré encerrado! —gritó el profesor— ¡Ah, bribonzuelo!

De nuevo se acordó de Sofía. Si no llegaba a casa ella esperaría en vano, preocupada. Recordó el bello autorretrato que su esposa pintó para su cumpleaños, exactamente un año atrás. Era el regalo más bonito: la dulzura que infundía aquella mirada era miel para su corazón, enamorado del recuerdo.
Es mi cumpleaños y Sofi me espera. —pensó. ¿Qué podía hacer?
Miró el pestillo de la ventana, pero él no iba a salir por ahí como un vulgar ladrón. El profesor era caballero de la vieja escuela, y ellos salen por la puerta.
¡Tuuut Tuuuuuut! —sonó por vez segunda la bocina del tren.
Sofia era más importante que el ego caballeresco, así que el profe saltó sobre el pupitre más elegante, giró el pestillo de la ventana y lo rompió.
¡No puede ser, que mala suerte! —exclamó incrédulo.
Con la mirada perdida unos segundos, intentó buscar una solución matemática al problema, pero no la encontró. En aquel efímero instante, un pequeño punto de luz en el suelo de la sala, llamó su atención. Bajó del pupitre y recogió el objeto: era un clip metálico que brillaba a la luz de la luna. No lo pensó dos veces: tomó el clip, se hizo un ganchito y corrió una vez más por el pasillo, de regreso a la salida. ¡Tenía que funcionar!, introdujo el gancho a la cerradura mientras giraba la manilla. Lo hizo varias veces pero no abría.
¡Vamos! —se animó— ¡si a MacGyver le funcionaba en la tele!
Su afición a los clásicos en VHS no había pasado de moda para él.
¡Tuuut Tuuuuuut! —sonó por vez tercera la bocina del tren.
El profesor sabía que cinco minutos después el tren partiría sin más. Era ahora o nunca, pero pasaron los minutos y la improvisada llave no giraba.
De haber hecho Eric su trabajo, él no se encontraría en esa situación.
— ¿Olvidarse la llave, quedarse dormido y no despertar con la bocina del tren, dejándome aquí encerrado? ¡Ni que hubiera conspirado contra mí! —se quejó.
¡Chuuf chuuf chuuf! —se oía en la estación— ¡chuuuku chuuku chuuku...!
¡Chuku...! —repitió el profesor, conjurando a la cerradura para que entendiera la difícil situación.

Era claro que el tren había partido, y a medida que se alejaba, el profesor dejó de insistir... hasta que se detuvo finalmente. Aun abriendo la puerta sabía que no podía darle alcance a un moderno ferrocarril. El profe soltó su maletín.
¡Lo perdí! —se dijo en voz alta y acongojado, revelando a un ser humano capaz de cometer errores, como cualquiera.
Metió una mano en el bolsillo interior de su abrigo y extrajo su boleto de tren, pero casi al instante se le cayó. ¿De qué le servía hora?
Sofía... —murmuró impotente.
Los ojos del profe humedecieron, y una lágrima se liberó cayendo sobre el boleto que yacía en el suelo. Rendido, se sentó en el frío piso de madera y ahí permaneció, observando con el boleto con tristeza. A lo lejos las ruedas del último expreso de la noche resonaban sobre sus rieles sinuosos, adentrándose en lo profundo del bosque que cubría los parajes de Cerrito Olvidado.

El crepúsculo llegó con fuerza cuando el generador a diésel se detuvo y las luces de la estación se apagaron, dando lugar al profundo y solitario silencio de la noche. El profesor se cubrió con su abrigo ahí mismo donde estaba, pensando en Sofía. De alguna manera creía oír en la distancia al "Ángel", de Sarah McLachlan, aquel tema musical que tanto gustó a Sofía en sus últimos años. La noche se tornó fría y desolada. De vez en cuando el profe despertaba incómodo.
Si al menos hubiera traído mi saquito de dormir... —pensó de repente. Parecía que iba a dormirse de nuevo, cuando entreabrió un ojo y le pareció ver un destello de luz sobre el boleto de tren. De pronto el billete se vio succionado a través de la rendija de la puerta, como tragado por una aspiradora. El profesor se reincorporó de un plumazo.
¡Vaya! —exclamó estupefacto— acaba de volar mi pase.
Dirigió instintivamente la mano a la manilla de la puerta y casi al instante se detuvo al recordar que estaba cerrado. Sin embargo, el ganchito que había construido giró sólo y se abrió la cerradura. Una luz entró por los bordes de la puerta y una bocanada de aire tibio se coló al interior. La puerta se abría. 

¿Eric? —preguntó en voz alta el profesor.
Se acomodaba el cuello del abrigo cuando su atención quedó hechizada al observar que, tras la puerta y en lugar del sendero que da a la estación, la salida se hallaba por encima de unos rieles de ferrocarril, que estrepitosamente y a gran velocidad se alejaban... hacia un horizonte indescifrable. Como si fuera la puerta de salida del último vagón de un tren corriendo lo largo de una extensa pradera de infinitos pastizales. En lo alto, la luz de una luna bañaba de azul el impresionante paisaje, así como la copa de los árboles que cada cierto tramo aparecían junto a la vía. El profesor Herrera no salía de su asombro.
¡Cielo santísimo! —exclamó finalmente— ¿estaré soñando?
El viento se arremolinó a su alrededor, enmarañando su cabello. Podía sentir el vaivén del vagón en el piso de la escuela. Las paredes se movían.
¡Chuku chuku chuku! —la atmósfera era inconfundible. Si hasta podía oler la caldera de una vieja locomotora a vapor funcionando al rojo vivo. No tenía sentido. No en el mundo humano. El era hombre de ciencia, y donde la ciencia gobierna no hay lugar para lo que está más allá de lo extraordinario.

Embobado ante la visión fantástica, se dio una pequeña bofetada para despertar, pero definitivamente no soñaba: la escuela avanzaba sobre rieles, ahora plagados de luceros refulgentes y hermosos planetas que giraban. El profesor Herrera, giró a sus espaldas buscando una explicación. Todo estaba en su lugar: la biblioteca, la oficina del director, las fotografías en sepia de viejos ferroviarios rescatadas de la Pacific que yacía en el galpón. Las había enmarcado él mismo con ayuda de Eric. La escuela oscilaba al vaivén del último vagón de un expreso que viajaba cuan cometa errante a través de las estrellas. Si había alguien en el mundo para quiénes una locomotora o una escuela podía ser lo mismo que una nave espacial, aquellos eran los niños de la prestigiosa Escuela Christa McAuliffe, de Cerrito Olvidado. Una escuela humilde, con un historia enigmática que contar.
Los papeles del maletín volaron por los aires, pero el profesor ya no estaba ahí. Caminaba hacia la puerta de su sala, al final del pasillo. Estaba abierta y una cálida luz le llamaba. Un aroma delicioso llegó hasta él.
El vagón cafetería está abierto, profesor. —se asomó un inspector de boletos que nunca había visto— tienen un delicioso sándwich de queso y tocino preparado para usted... ¡tal como le gustan!

Envuelto en una brisa de noche verano, el profe se vio transportado a un universo donde el tiempo no existe y el espacio no tiene fronteras. Ahí se quedó, magnetizado ante la belleza del encanto propio de los antiguos viajeros del siglo XIX que le acompañaban. Caminó al interior del vagón cafetería, al son fascinante y misterioso del último expreso de la noche, que avanzaba con energía y decisión a través del firmamento inmaculado. Un deslumbrante aerolito despertó al "cowboy" en la oficina de boletos.
¡Profesor! —exclamó Eric, pero la estrella fugaz ya se había desvanecido.

"Ya sea en cacharrito, en tren, en avión, barco, globo o nave espacial... nuestros viajes nos hacen lo que somos. Cada experiencia nos abre las puertas a un universo nuevo. Viajamos por el mundo buscando respuestas que nunca encontraremos, porque el viaje en sí es la respuesta que buscamos. A veces el mejor camino está en los insondables abismos del amor humano. La vida siempre será el primer medio de transporte, el primer vehículo que conduce nuestras voluntades hacia un cruce de posibilidades infinitas." 

¡¡Sofía!! —exclamó entre sollozos el profe Herrera, corriendo a los brazos de su amada, que había ido a buscarle...

THE END
º-º
La sorpresa del Hamster
Por Ethan J. Connery — Basado en una historia de la vida real ._.
(Imagen diseñada por AmbleAndSing y usada sin ánimo de lucro)

Advertencia: éste es un cuento para jóvenes, los nombres de personas y lugares
han sido cambiados para proteger la identidad de sus protagonistas.


Era víspera de Navidad y el pequeño Teobaldo estaba fascinado. Caminaba deslumbrado por la tienda de mascotas, mirando a través de los cristales de los terrarios a los pequeños animalitos que esperaban pacientemente a que algún nuevo dueño llegara a buscarlos. En la tienda había de todo: perros, gatos, ratones, catitas, loritos, conejos, cuyes y una que otra lagartija.

Estaba en eso el pequeño Teobaldo cuando de repente se queda boquiabierto mirando una pequeña jaulita llena de aserrín donde se asomaba una cabecita de grandes ojos negros y mirada curiosa ô_ô

Se acercó el chico al aparador donde estaba la jaulita y de pronto vió como un bicho saltón se agarró de la rejita y le miraba con tristeza, como queriendo decir:

— ¡Llévame a mi! ¡Llévame a mi! ¡Somos demasiados en ésta jaulita!

Efectívamente, el chico acercó su dedo al animalito y de pronto aparecieron otros siete animalitos más que empezaron a corretear y dar vueltas por la jaula; algunos olían el entorno en busca de semillas mientras otros se iban a tomar agüita al bebedero. No obstante y pese al ajetreo, el de ojos curiosos seguía mirándole fíjamente con ternura:

— ¡Llévame a mi! ¡Llévame a mi! —se repetía mentalmente Teobaldo, seguro que aquel pequeño hamster le suplicaba que lo adoptara.

Teobaldo no lo pensó dos veces y fue donde el veterinario que atendía para pedir a ese bichito. El veterinario fue a la jaulita, tomó al hamster de ojos curiosos —que seguía antentamente los acontecimientos— y lo puso en una cajita con hoyitos para que respirara. Ahí iba el pequeño Teobaldo, feliz caminando rumbo a su casa con su simpático y tierno hamster.

Al llegar a la casa lo puso en un terrario grande que tenía y se lo presentó a su familia. En casa todo el mundo estaba fascinado.

— ¡Oh, que bonito!!! —dijeron todos.
— ¿Qué nombre le pondrás? —preguntó un primo.
— No tiene nombre todavía.
— ¡Ponle Hamtaro! —dijo otro primo.
— Nooo, ese nombre es clásico... todos quieren un hamster de nombre "Hamtaro" ._.
— ¡Ponle Ratón! :P
— Nooo... puede ser ofensivo para un hamster.
— Naaah, los hamsters y los ratones se llevan bien, créeme.
— Primero hay que saber si es macho o hembra —dijo sabiamente alguien por ahí.
— Es un macho —dijo Teobaldo— pensaré como llamarlo esta noche y mañana tendrá un nombre.
— Está bien —decían todos— ¡Que lindo bichito!

Todos estaban muy felices de la nueva mascota sin imaginar la sorpresa que "Hamtaro" se traía entre manos ¬¬ Esa noche Teobaldo pensó en innumerables nombres, buscando el más apropiado para su curioso y dulce hamster, y con ese sueño en mente se quedó dormido.

Era ya casi de madrugada cuando unos ruiditos chillones despertaron a Teobaldo de su sueño profundo. Se levantó de la cama buscando el origen del sonido y notó que provenían del terrario de su hamster. Encendió la luz de su cuarto y observó maravillado cómo el hamster se había hecho un nido en medio del aserrín y acicalaba minuciosamente a varias pequeñas criaturitas de aspecto rojizo que parecían no tener ojos.

Teobaldo fue corriendo llamando a sus primos que se habían quedado alojando en su casa aquella noche.

— ¡Vengan a ver! ¡Vengan a ver! —gritaba Teobaldo.
— ¡Oh, que increíble! —decían todos— ¡Pero si acaba de dar a luz!
— ¡Entonces es una hembra!
— ¡Ya veo! Venía embarazada.
— Se dice "preñada".
— Da igual :P
— ¿Qué nombre le pondrás, entonces?
— Se llamará Katniss, con doble "s".
— ¡Jajaja, ahora tendrás que pensar en nuevos nombres para sus bebés! :)
— ¡Verdad! ¿Cuántos son? A ver...

Teobaldo comenzó a contar a los pequeños bebés de Katniss (Ex-Hamtaro):

— 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7... ¡8!
— ¡Tuvo 8 hamstercitos!
— ¡Que choriflai!
— 8 hamstercitos... 8 nombres más.
— ¡Compraste un hamster y te vino con yapa!
— Seguro que mi hermano tiene ideas para los nombres, lo llamaré...

Teobaldo llamó por teléfono a su hermano; no es que viviera muy lejos, pero era más fácil usar el celular.

— Aló, ¿Gerardo?
— El mismo. ¿Que ocurre Teobaldo? Son las 5 de la mañana o_O
— ¿Recuerdas el hamster que compré ayer?
— Si º-º
— ¡Era "mujer" y tuvo hamstercitos! Ahora tengo 9 hamsters en total.
— ¡Ho-ho-hooo! ¡Feliz Navidad! —le respondió Gerardo del otro lado de la línea— ¿Y qué vas a hacer con tantos?
— Los criaré en el terrario... es bastante grande y tendrán una linda casita :)
— ¡Que buena, felicidades, ahora eres tío! —le dijo Gerardo— Tendrás que ponerles nombres.
— Si... por eso te llamaba, ¿se te ocurren algunos?
— Mmmm, a ver, déjame pensar ¬¬

Gerardo se acordó que los renos de Santa Claus eran 9 en total.

— Estamos en Navidad, ¿y si les pones como a los renos del viejo pascuero? —le propuso Gerardo.
— ¿Cómo se llaman? —preguntó Teobaldo.
— El primero es Donner junto a Blitcher, más atrás viene Cometa junto a Cupido, seguido de Brillante y Danzante, y finalmente Centella y Zorro.
— ¿Son 8?
— ¡Nueve! Olvidé mencionar a Rudolph (Rodolfo): el reno de la nariz roja, el que guía la expedición.
— Okey, entonces los bebés hamsters se llamarán como los renos de Santa Claus —dijo Teobaldo.
— Donner y Blitcher, Cometa y Cupido, Brillante y Danzante, Centella y Zorro. —repitió Gerardo.
— ¿Rudolph quedará fuera? —Observó Teobaldo.
— Ponle Rudolph a la mamá.
— ¡Pero es "mujer"!
— Da igual... ¡son hamsters! º-º
— Naaah, ya le había puesto "Katniss" como la protagonista de una película. —declaró Teobaldo.
— Okey, que se llame Katniss, y Rudolph que sea el apellido. —le propuso Gerardo.
— ¿Katniss Rudolph? ¡Suena Bien! —Aprobó Teobaldo.

Ya eran cerca de las 5:30 de la mañana cuando Gerardo se despidió, enviándole a todos los primos un cariñoso saludo de Navidad y un gran "¡Ho-ho-hooo!". Así quedaron las cosas aquella mañana de Navidad, todos volvieron a sus camas y se fueron a dormir, dejando a "Katniss Rudolph" al cuidado de sus 8 retoños.

Pasó el tiempo y los bichitos crecían, muy plomitos y simpáticos ^-^ aunque también había algunos albinos y uno especialmente muy chiquitito y saltón, que era como la guagua de la familia. Cada uno tenía nombre y apellido:

1) Donner Rudolph
2) Blitcher Rudolph
3) Cometa Rudolph
4) Cupido Rudolph
5) Brillante Rudolph
6) Danzante Rudolph
7) Centella Rudolph
8) y Zorro Rudolph ._.

Todos los hamstercitos vivían felices, saltones y contentos en una casita de madera hecha con palitos de helado donde dormían acurrucaditos durante las noches heladas. Su mamá, Katniss Rudolph, los acicalaba constantemente y les enseñaba las labores y principios de un buen hamster: sabían donde tomar agüita, donde ir al baño, donde dormir, donde comer, donde jugar: tenían escaleras de madera y unas rueditas hechas con contenedores de CD, donde podían correr y hacer ejercicio. En ocasiones Teobaldo los sacaba a todos del terrario para que corrieran dentro de la casa (como las personas), ocupándose que nada malo le pasara a ninguno, así los cuidaba con esmero y los hamstercitos se divertían.

Todo era muy chistoso... hasta que un día apareció una sorpresa.

— ¡¡Cuik, cuik, cuik!! —se escuchó una buena mañana º-º

Teobaldo se levantó de la cama y fue a ver el terrario. ¡Oh, sorpresa! Cupido había quedado "embarazado" y tenía cinco hermosos hamstercitos bebés ¬¬

— ¡No puede ser! —Teobaldo estaba escandalizado— ¡Tengo que separarlos de inmediato!

La buena nueva fue recibida con moderada admiración por la familia de Teobaldo, quiénes propusieron separar a los machos de las hembras. Así, Teobaldo y sus primos se dieron a la tarea de construir nuevas casas para los nuevos residentes. Teobaldo separó a los bichitos, que ya estaban demasiado grandes para vivir en el terrario, a pesar que no estaba muy seguro de cuáles eran los "chicos" y las "chicas". Los ordenó en diferentes grupos pensando que con eso controlaría su población.

Todo parecía en orden hasta que esa misma semana "Danzante" tuvo sus propios bebés ._.

— ¡Chuuuu! ¡Entonces éste era "mujer"! —exclamó Teobaldo, y acto seguido dejó a Danzante en una casita propia para que amamantara a sus crías.
— ¡Pero es que tienes que separarlos, poh! —decían sus primos.
— Te estás llenando de roedores, Teobaldo, jajaja.
— Escuela de "marsupiales" Teobaldo, el ratón :P

— ¡Güena, Mickey mouse! :D —le dijo su hermano por teléfono.
— Menos mal que no compraste un elefantito xD —dijo una amiga por ahí.

Teobaldo pasó un par de días resignándose a las bromas y chistes por parte de su familia, hasta que esa mañana...

— ¡¡Cuik, cuik, cuik!! —"Cometa" acababa de dar a luz a siete tiernos nenes de hamster Ô-Ô

Teobaldo se levantó y dejó a Cometa con sus bebés en una casita independiente. Un par de horas después "Zorro Rudolph" aspiraba a la casa propia.

— ¡¡Cuik, cuik, cuik!!

Ahí estaba Zorro con sus primeras crías. Teobaldo se dió cuenta que no podría mantenerlos a todos, pero sentía tristeza el sólo pensar en regalarlos... eran TAN LINDOS Y TIERNOS ô-ô ...se había encariñado con sus mascotas. Pero luego fue el turno de "Blitcher", el culpable parecía ser "Centella". Pasaron las semanas y los "ratones" saltaban por todas partes; se subían por las cortinas y corrían por las ventanas, hacían ruido por las noches en las rueditas ya que gustaban de hacer ejercicio por las noches, se comían el desayuno de Teobaldo en la mañana y se metían en sus zapatos y los bolsillos de sus pantalones.

— ¡Esto ya es demasiado! —se dijo Teobaldo. Por fin tomaba en cuenta el asesoramiento de sus primos.

¡No era posible que Teobaldo tuviera que mirar el suelo a cada paso para saber dónde tenía que pisar para asegurarse de no dañar a niguna mascota. Hasta el momento ningún hamster había sido herido, por el contrario, se divertían de lo lindo, pero la mesa de "pool" y el "bow window" ya parecían naciones independientes; la nación Cupido-Centella-Blitcher-Zorro le declaraba la guerra a la nación Cometa-Danzante-Centella-Donner, pero los Centella-Brillante-Blitcher-Cupido abogaban por la paz.

Aquella fue la mejor época de los hamsters: la explosión demográfica alcanzó niveles insospechados hasta para las estadísticas de la NASA. Teobaldo no lo dudó más: se conectó a su Facebook y escribió un mensaje:

— "REGALO MANADAS DE HAMSTERS."

Inmediatamente sus amigos comenzaron a visitar su perfil. Con el tiempo, Teobaldo fue regalando a unos y otros: los primos se llevaron a los Centella II-Blitcher I-Brillante II-Zorro III y los amigos optaron por los Zorro II, Blitcher I, Cometa III, Brillante II ...y así sucesivamante, hasta que finalmente un buen día se fueron a aventurar mundo los ultimos hijos de la tátara-tátara-tátara-abuela Katniss Rudolph, quién tomó sus tan esperadas vacaciones, disfrutando de la tranquilidad de su viejo terrario junto a sus hijas comadronas ^-^
La niña de nieve
Basada en la versión de Louis Leger
del relato tradicional de Snegúrochka

Una vez, en plena Navidad, eran dos viejecitos que vivían solos, junto a la nieve de la montaña. Esa tarde, mientras la abuela Marousia rodeaba de brasas la marmita dónde hervía la sopa, entró el viejo Yuchko con un haz de leña y dijo a la abuela, que estaba muy triste:

-Ven, Marousia, y verás qué muñeco de nieve han hecho los niños.

Los dos viejos se asomaron a la ventana para ver el muñeco de nieve que habían hecho los chiquillos. Al verle tan barrigudo y gordinflón los dos viejecitos se rieron mucho y dijeron que los chiquillos eran el mismísimo diablo. Marousia tomó la mano al viejo Yuchko y le dijo:

-Ven, vamos nosotros a hacer otro muñequito de nieve.
-¡Qué cosas tienes! ¿No ves que ya somos viejos para jugar como chiquillos?
-Y eso qué importa -dijo la viejecita

Los dos viejecitos salieron de la casa, y a la entrada del bosque empezaron a amontonar nieve sobre nieve hasta que tuvieron una masa amorfa.

-Bueno, esto es el cuerpo -dijo el viejo.
-La cabeza déjamela a mí -rogó la vieja.

Y haciendo una bola la colocó encima del cuerpo.

-Ahora dos puñaditos para las mejillas y una pizquita para la nariz, y dos grandes huecos para los ojos -terminó la vieja.

Y el viejo, al verlo surgir como del ensueño, se puso a bailar con la vieja junto al muñeco que acababan de hacer. De pronto, los dos viejecitos se detuvieron y miraron con asombro a su muñequito. Los dos huecos de los ojos se pusieron azules y de ellos nacieron dos pupilas. La cara ya no estaba blanca, sino rosada y en la boca apareció una deliciosa sonrisa. Un soplo de aire hizo estremecer la nieve, que se deshizo en una larga y bella cabellera bajo un gorrito de piel, y el vestido blanco cayó en suaves pliegues hacia el suelo. El tosco muñeco se había convertido en una graciosa chiquilla.

Los viejecitos creyeron que estaban soñando; pero no, la niña se movía y les tendía lo brazos para besarlos. Y ellos se acercaron a ella y la cogieron en sus brazos y sintieron el tibio calor de su cuerpecillo y la besaron como se besa a un hijo y la llevaron a casa. Marousia empezó a dormir a la niña con una canción, puso a secar su gorrita en la campana de la chimenea y sus lindos zapatos blancos los dejó junto al fuego. Y así se fueron a acostar los dos viejos aquella noche. Y en silencio dijo el viejo a la vieja:

-¡Ya tenemos una niña, Marousia! Hay que cuidarla muy bién. La llamaremos Nieves, pues de la nieve ha nacido.

Al día siguiente se despertaron con cierto temor, pensando que todo no hubiera sido más que un sueño, pero no, la niña estaba allí, sonriente y cariñosa como un angel. Y los viejos la vieron ir a jugar con otros niños y eran muy felices.

Pasó algún tiempo. El invierno ya se iba y la tierra se tornaba verde. Una mañana Yuchko, que estaba pendiente siempre de la niña, observó que ésta se levantó muy pálida.

-¿Te encuentras mal, hijita? -le preguntó con cierta inquietud.
-No -contestó la niña muy triste-, pero me falta la nieve y yo no puedo vivir sin ella.

Y el rudo Yuchko prometió a la niña llevarla al día siguiente a lo alto de la montaña para que jugara con la nieve que quedaba entre los picos. Pero al día siguiente Nieves dijo a los dos viejecitos:

-¡Ay, padrecitos! Siento aquí dentro como si al respirar este aire tan tibio se me deshiciera el corazón. ¡Quiero estar entre la nieve!
-No te preocupes -dijo Yuchko-, yo te llevaré a la nieve.

Y tomándola en sus brazos salieron los tres hacia la montaña. En el camino se sentaron a descansar en un claro del bosque, y el viejo preguntó a al niña:

-¿Cómo te encuentras, hijita? ¿Quieres jugar con las flores?

Nieves no contestó. Estaba desfallecida. Un rayo de sol penetró entre los árboles e hirió el cuerpecillo de la niña como si fuera una espada. La niña cerró los ojos y su cuerpo empezó a gotear como si sudara, y el viejecito, que la tenía en brazos, se dio cuenta de que la niña se estaba deshaciendo como una bola de nieve. Al poco tiempo el viejecito se encontró con los brazos empapados y ya no vio a la niña. Sólo había un charquito de agua sobre la fresca hierba. Los viejitos se santiguaron y sin hablar una palabra volvieron a casa. Se habían quedado sin niña.

Esta historia pudo terminar trístemente aquí, pero según cuentan algunas gentes del pueblo, han visto a los viejecitos subir las altas montañas cuando las nieves faltan después de cada invierno.
La Vendedora de Fósforos

Ilustración de Rose Art Studios
(Colección “El País de los Cuentos" · Froebel-Kan)

Era víspera de Navidad y en el pueblo, todo el mundo transitaba con prisa sobre la nieve para refugiarse al calor de sus hogares. Sólo una pequeña niña, vendedora de fósforos, no tenía dónde ir, y desde su pequeño rincón en la calle pregonaba incansable su modesta mercancía. La niña no podía volver a su casa porque su madrastra le había advertido que antes debía vender hasta el último fósforo que le quedara.

Entumida de frío, la niña miró a través de la ventana iluminada de una casa. Unos pequeños niños jugaban, junto a una chimenea, con sus nuevos juguetes de Navidad. Imaginó que sería maravilloso estar con esos niños, al calor de un hogar. Se divirtió al ver que adornaban con galletas de chocolate un abeto navideño.

De pronto llegó una helada brisa y la niña recordó que aun le quedaban fósforos por vender. En ese momento pasaba un señor de sombrero de copa y abrigo de chiporro. El hombre parecía tener prisa, pero la niña le preguntó:
— Perdone señor, ¿quiere usted fósforos?
— No, gracias. Hace mucho frío para sacar las manos de los bolsillos —respondió el hombre, y se marchó a toda prisa.
La niña vio al hombre marcharse y se sintió sola. Se acurrucó junto a un farol esperando sentirse acompañada. Al rato pasó una señora que llevaba una canasta, de la que salía un agradable aroma a pan caliente.
— Disculpe señora —preguntó la niña— ¿necesita usted fósforos?
— No niña ¿qué no ves que tengo prisa? Debo llevar el pan a casa antes que se enfríe.
— Perdone usted, señora. — respondió apenada la niña.
La mujer se fue casi corriendo porque el frío era demasiado; el viento comenzó a soplar y la nieve era cada vez más intensa. El frío metal del farol no parecía un gran compañero y la pequeña vendedora se refugió en el portal de la casa más cercana. Se acurrucó bajo el alero de la puerta y como aun sentía mucho frío, sacó un fósforo de la caja.
— No creo que mi madrastra se enoje si enciendo sólo uno para calentarme las manos —se dijo.
La niña encendió el fósforo y de pronto, a través de la luz le pareció ver un bello árbol de Navidad que resplandecía en llamativos colores. Estaba maravillada viendo esa aparición cuando el fósforo se apagó. Al cabo de un minuto quiso ver de nuevo el árbol, no estaba segura si lo que había visto era real, de modo que tomó otro fósforo y lo encendió.

Esta vez la niña vio a su abuela a quién apenas recordaba, pues la alcanzó a conocer cuando era muy chiquita.
— ¡Abuelita! —se dijo, sorprendida. Pero antes que pudiera decir algo más, el fósforo se apagó.
En ese momento se dio cuenta que sólo quedaba un fósforo en la caja. Se apenó pensando que la regañarían, pero como tenía mucho frío y quería volver a ver a su abuela, sacó el último palito y lo encendió.

Esta vez la llama era más grande y a través de la luz vio una figura, rodeada de un resplandor cálido, que se acercaba... era su madre, quién había muerto hace poco más de un año y a quién tanto echaba de menos. Su madre se veía alegre y estiraba sus manos para abrazarla.
— ¡Mamita, mamita... llévame contigo, que aquí me estoy muriendo de frío! —gritó la pequeña, sollozando de felicidad, mientras se abrazaba a su mamá.
Ya no sentía frío, sino un calor agradable. El calor del amor maternal. Su mamita la tomó en brazos y se llevó junto con el resplandor del último fósforo que caía sobre la fría nieve. A la mañana siguiente las gentes del pueblo descubrieron, junto a la entrada de una casa, el pequeño cuerpecito de la vendedora de fósforos que yacía helada, acurrucada en la nieve.

Fin
Un Cuento de Navidad
Basado en la novela de Charles Dickens
Adaptación de Ethan J. Connery

Ebenezer Scrooge era un viejo con dinero y el único socio que había tenido en la vida, Marley, había muerto hacia un tiempo. Scrooge era una persona avara. Vivía en su mundo y nada ni nadie le agradaba. Cuando llegaba la época de Navidad, Scrooge se encerraba en su negocio a trabajar, porque odiaba la Navidad. Siempre se le escuchaba, a través de su ventana, regañar consigo mismo:

-¿Navidad? ¡Báh ...son puras paparruchas! -Solía decir.

El viejo cascarrabias tenia una rutina que repetía todos los días: caminaba por la misma calle sin detenerse a saludar a nadie y lo mismo, la poca gente que le parecía conocida, no lo saludaba, porque solía contestar con un regaño.

Sucedió que una noche, en víspera de Navidad -cuando todo el mundo se encontraba en las calles, comprando regalos y víveres para celebrar una buena cena de Navidad- que el viejo Ebenezer se encontraba en el despacho de su negocio, contando su dinero... su dinero, que tanto él como su socio Marley, habían alcanzado a acumular durante toda la vida, explotando a la gente.

La puerta de su despacho estaba medio abierta, y a través de ella vigilaba cautelósamente a su ayudante: un joven pobre que trabajaba para él por una módica suma que apenas le servía para mantener a su familia. El ayudante se encontraba escribiendo unas cartas en limpio, cuando de repente llegó al negocio el nieto de Ebenezer Scrooge, un pequeño y alegre muchacho de nombre Fred, que entró al despacho de su abuelo.

-¡Feliz Navidad, abuelo Ebenezer!
-¡Báh... pamplinas!

Scrooge, molesto por la interrupción del pequeño, no recibió su saludo de buen gusto, pero el niño, acostumbrado al desaire de su abuelo, no le afectó demasiado la respuesta.

-Abuelo Ebenezer, por favor, ven a pasar la Navidad con la familia.
-¡Olvídalo muchacho! No estoy para esas tonterías. Díle a tus padres que mejor se preocupen de ahorrar su dinero en lugar de malgastarlo tan bobamente... ¡Que no piensen después pedirme dinero prestado si les llega a faltar!
-Pero abuelo Ebenizer, estará toda la familia, y mi madre se ha esmerado en cocinar una rica cena.
-¡Ya vete Fred, mozalbete, déjame trabajar en paz!

El niño, espantado ante la ira de su abuelo, corrió presto a su casa. Mientras tanto, el ayudante de Scrooge, el joven Bob Cratchit, siguió trabajando hasta bien entrada la noche... ¡Y eso que era Navidad! Ebenezer lo había amenazado, diciéndole que si se tomaba ese día libre él lo despediría, sin derecho a paga.

El viejo Scrooge vivía en una casa enorme y solitaria, tan fría como su corazón. Esa noche dejó a su ayudante trabajando y se fue a su casa a dormir. Sería ya bastante de noche cuando, encontrándose Scrooge en su cuarto, se le apareció un fantasma. Scrooge lo miró aterrorizado:

-¡No puede ser! ¿Eres tú, Marley?

Su socio de ultratumba, había venido del más allá, a visitar al cascarrabias de Ebenezer.

-¡Ebenezer! -le dijo el fantasma- He venido para hacerte recapacitar. Yo fuí igual que tu en vida, y como fuíste mi único amigo, me daría pena que tuvieras el mismo destino que me ha tocado. Esta noche, recibirás la visita de 3 espíritus: los espíritus de la Navidad Pasada, Presente y Futura. Te pido que veas lo que tienen que mostrarte.

El fantasma de Marley desapareció tras la pared, ante el asombro de Scrooge, quién se dió unas palmadas en la cara para averiguar si acaso no estaría soñando. Al rato pensó que podía estar alucinando, le entró el sueño y se disponía a dormir, cuando llegó el primer espíritu:

-Soy el espíritu de la Navidad Pasada. Ven, recordaremos lo que fue de tu vida, Ebenezer.

Esta vez, Ebenezer se dio cuenta que no era un sueño, y siendo un espíritu quién le hablaba, se dejó guiar por sus órdenes. El espíritu lo llevó al lugar donde Ebenezer había nacido. Scrooge se vió a sí mismo, cuando niño y junto a sus padres que lo criaban, despertando en él el recuerdo de su infancia. Así siguió el Espíritu de la Navidad Pasada, durante algunas horas, enseñándole a Scrooge los recuerdos de sus primeras Navidades. El viejo se vió a si mismo cuando era un chiquillo y trabajaba de aprendiz en una tienda, recordando buenos y malos tiempos. Después se vió junto a su señora a quién había querido mucho, pero que lamentablemente la muerte se la había llevado a causa de una larga enfermedad. También presenció el alejamiento de su único hijo, quién se fue con una tía tutora tras la muerte de la madre, porque Evenizer no tenía tiempo para criarlo debido a sus negocios. Finalmente se vió en un cuarto completamente sólo y triste... el mismo cuarto dónde él se encontraba ahora, pues había vuelto a aparecer en su cama. El primer espíritu se había desvanecido.

-¡Quizá fue sólo un mal sueño! -se dijo Ebenezer, nuevamente- Estas cosas no pasan de verdad. Mejor será que me vuelva a dormir.

Estaba a punto de dormirse el viejo, no sin antes pensar muchas cosas, cuando de repente llegó el segundo espíritu. Pero esta aparición fue diferente: una luz deslumbrante y azulada venía del cuarto contiguo. Scrooge pensó que podía ser un ladrón y se levantó para sorprenderlo. Entró al cuarto, pero extráñamente el cuarto ya no era el mismo, había cambiado... las paredes eran diferentes y había cientos de platillos de comida de lo más exisito. La mejor cocina del mundo estaba ahí, y junto a los platillos, un gigante glotón vestido de túnica blanca y con una antorcha en la mano.

-Soy el espíritu de la Navidad Presente. Sujétate a mi túnica, Ebenezer.

Ebenezer se sostuvo de la túnica y fue transportado a la plaza del pueblo. El centro se encontraba abierto, a pesar de la hora, y se apreciaba gran movimiento de gente. Los restaurantes y pequeños negocios recibían a sus visitantes con hermosas luces de colores. Abetos de Navidad prolijamente decorados se alzaban en cada ezquina. La gente reía y se abrazaba deseándose una feliz Navidad. Evidentemente, nadie saludaba a Ebenezer, pero en esta ocasión era porque nadie les veía, pues debido al poder del Espíritu de la Navidad Presente, tanto el espíritu como Ebenezer, eran invisibles.

Mientras veía estas escenas, el viejo Scrooge se preguntaba cual era la causa de tanta alegría, aun así le pareció agradable y hasta sintió el no poder estar realmente ahí. Después de esta visita el Espíritu le llevó a conocer la casa de su ayudante, Bob Cratchit, a quién había dejado trabajando en su negocio esa noche.

-¡No es posible! ¡Pero si dejé a Bob trabajando en esas cartas! Le advertí que si no terminaba el trabajo lo despediría y seguro que con todo el trabajo que le dejé no pudo haberlo terminado. ¡Ah, ya se las verá conmigo en la mañana cuando llegue a trabajar!

Había acabado de decir eso, cuando advirtió lo feliz que se veía Bob Cratchit celebrando en compañía de su familia; su mujer y su pequeño hijo. Eso a pesar de ser pobres, ya que sabía que lo que le pagaba no era suficiente para mantenerlos a todos. Ebenezer se sintió incómodo ante la escena y le pidió al espíritu que se marcharan de ahí.

Desaparecieron de la casa de Bob y aparecieron a la entrada de la puerta de la casa de su nieto Fred. Desde la ventana y a través del vidrio rodeado de hielo por la nieve pudo apreciar con toda claridad cómo disfrutaba su familia, ¡Su propia familia, a la que nunca veía! ...durante esa noche especial; estaban su hijo junto a su mujer y su nieto a quienes nunca quizo reconocer como parientes sólo porque su hijo no siguió el mismo negocio del viejo.

Ebenezer Scrooge sintió algo muy extraño, algo que no había sentido desde hace mucho, pero no dijo nada. Sólo le pidió al espíritu que lo sacara de ahí. Pasó sólo un momento y Scrooge volvió a su cuarto, al tiempo que el segundo espíritu se desvanecía. Ebenezer se vió sentado a los píes de su cama, mirando el suelo. Una profunda sensación de soledad como no la había sentido nunca le invadió. Quizo tenderse en la cama un instante, pero tan pronto como se dejó caer sobre la almohada, un viento frío entró por su ventana.

-He soñado mucho esta noche. No recuerdo haber dejado abierta mi ventana. -y se levantó a cerrarla- Quizá sea sonámbulo y no lo sepa. -pensó.

Cerró la ventana y no hizo más que darse la vuelta cuando, paralizado de miedo, vió ante el una enorme figura como un espanto: era como un fantasma vestido con una gran manta negra que le crubría todo, incluso el rostro. Sólo se podían ver sus manos, que sujetaban fuertemente un bastón.

-¡¿Quién... quién eres tú?! -Preguntó asombrado, Ebenezer. La figura no contestó.
-¿Eres acaso el tercer espíritu? ¿El espíritu de la Navidad Futura?

La figura asintió con la cabeza. Pero antes que Ebenezer se acercara, el espíritu de avalanzó sobre él. El viejo se encongió asustado, manoteando al aire, pero cuando quizo ver dónde estaba descubrió con asombro que se encontraba en medio de un cementerio, quizás el cementerio del pueblo.

Un hombre lloraba con una mujer junto a una pequeña tumba con flores. La escena era trágica; eran su ayudante, Bob y su mujer, la tumba pertenecía al pequeño hijo quién había muerto de una enfermedad.

-¡Si tan sólo hubiese podido pagar un médico! -sollozaba el pobre Bob- ¡Mi hijo, nuestro pequeño!

A Ebenezer Scrooge se le hizo un nudo en la garganta. Pensar que el hijo de Bob Cratchit moriría por su causa... cayó de rodillas al suelo. Cuando alzó la vista vió que Bob se acercaba a una segunda tumba y sobre ella depositaba otro manojo de flores.

-¿Porqué le dejas flores a ese viejo, si fue el quién te despidió? -preguntaba a sollozos la mujer de Bob.
-Nadie más lo visita, querida -dijo Bob- es cierto que era un viejo cascarrabias... pero yo debí trabajar esa noche tal como me lo pidió. Fue por mi culpa que murió el niño, no lo culpes a él. El viejo no tenía a nadie y además, siempre pensé que en el fondo, "Ebenezer Scrooge podía ser un buen hombre".

Ebenezer escuchó atónito la conversación. Lo que estaba viendo era la noche de la Navidad futura. Su espíritu sumergido en el remordimiento lo hizo llorar tan desconsoladamente como nunca lo había hecho. Su dependiente, su ayudante, más bién "su amigo"... Bob, Bob Cratchit, le había dado la lección de su vida.

-Eso es todo. No necesito más lecciones..., regresemos, Espíritu de la Navidad Futura. Regresemos a mi cuarto. Hay algo que debo hacer.

El espíritu que lo había observado todo con cuidado, se avalanzó una vez más sobre Ebenezer, y un momento más tarde, el viejo Scrooge aparecía nuevamente a los píes de su cama. El reloj tocó las 11 de la noche.

- o -


Era casi medianoche cuando alguien llamó a la puerta de la casa de Bob Cratchit. Bob y su mujer se levantaron de su cama -pues no habían tenido nada para cenar aquella noche especial- y fueron a averiguar quién era la persona que llamaba a su casa con tanta insistencia. Descubrieron con asombro que sobre la nieve y junto a la puerta había un pequeño cofre lleno de monedas oro. Unas huellas en la nieve delataban al "San Nicolás" que los había visitado: eran las huellas de los caros zapatos de Ebenezer Scrooge.

-¡No puede haberlas dejado él! -pensó Bob, ...en voz alta.
-¿Quién? ¿Quién ha dejado esto? -preguntó su mujer.
-¡Feliz Navidad, Bob! ¡Ho ho ho! -se oyó en la distancia el inconfundible bozarrón del viejo Scrooge, quién a paso veloz desaparecía tras la luz de un iluminado farol de la esquina, ante la atónita mirada de los moradores de la casa.

Unos breves minutos después, Scrooge entraba en casa de su hijo, a quién no había visitado en años....

-¡Bribón! ¿Dónde está el pequeño mozalbete? -preguntó el viejo.
-Pero Padre, ¡¡¿que hace Ud. aquí?!!
-¿De qué hablas? ...si tu hijo, el pequeño Fred, me ha invitado en nombre tuyo y de nuestra familia a la cena de Navidad. Eh, por cierto que les he traído unos obsequios, además de un pavo recién cocinado en el negocio de doña Heidi. Sólo por si... llegara a hacer falta, querido hijo.

Padre e hijo se abrazaron, mientras en el aire se escuchaban las campanas que anunciaban la medianoche. Era la mejor Navidad que Ebenezer Scrooge había pasado en mucho tiempo, pues se había prometido cambiar para siempre al hombre que una vez... una vez, hacía mucho años, había sido.
El Abeto
Hans Christian Andersen
Allá en el bosque crecía un joven abeto. Tenía un buen sitio y no le faltaba el sol ni el aire. En torno suyo crecían muchos compañeros mayores, abetos y pinos. Pero el pequeño abeto tenía mucha prisa en crecer. No pensaba en el sol tibio ni en el aire fresco, ni atendía a los niños de la aldea cuando pasaban charlando en busca de fresas o frambuesas. A veces venían con toda una cántara llena o con fresas ensartadas en un junco, y se sentaban junto al arbolito y decían:

-¡Ah, qué bonito es!

Pero al árbol no quería oír nada de aquello.
Al año siguiente había crecido un buen trecho y al siguiente uno mayor aún; porque se puede siempre saber los años de un abeto si se cuentan sus tramos.

-¡Ah, si fuera grande, como los otros árboles -suspiraba el arbolito-, y pudiera extender las ramas en torno mío y divisar con la copa el ancho del mundo! Los pájaros anidarían en mis ramas y cuando soplase el viento, cabecearía con tanta gravedad como ellos.

No gozaba con los rayos del sol, con los pájaros ni con las nubes rojas, que al amanecer y al ocaso navegaban sobre él.

Cuando llegó el invierno y la blanca nieve centelleaba a su alrededor, venía corriendo con frecuencia una liebre y daba saltos sobre el arbolito; ¡oh, era tan fastidioso! Pero pasaron dos inviernos y al tercero, el árbol era tan grande que la liebre tuvo que correr alrededor suyo. Oh, crecer, crecer, hacerse grande y viejo era el único placer de este mundo, pensaba el árbol.

En otoño venían siempre los leñadores y cortaban algunos de los árboles más grandes. Pasaba cada año, y el joven abeto, que ya había crecido mucho, se estremecía al verlo, porque los grandes, espléndidos árboles, caían a tierra con un estrepitoso crujido. Les cortaban las ramas y parecían desnudos, largos y delgados; apenas si se les reconocía, pero eran colocados en los carros y los caballos los sacaban del bosque. ¿Adónde iban? ¿Qué destino les esperaba?

En primavera, cuando llegan la golondrina y la cigüeña, les preguntó el árbol:

-¿Sabéis adónde los llevan? ¿Os los habéis encontrado?

Las golondrinas no sabían nada, pero la cigüeña se quedó pensativa, afirmó con la cabeza y dijo:

-Sí, creo que sí. He encontrado muchos barcos nuevos cuando volaba a Egipto. Tenían magníficos mástiles; yo diría que eran ellos, olían a abeto. Puedo felicitarte efusivamente, pues... ¡con qué majestad se alzaban!

-¡Ah, si yo fuese lo suficientemente grande para volar sobre el mar! ¿Cómo es el mar? ¿A qué se parece?

-¡Bueno, es tan difícil de explicar! -dijo la cigüeña, y se marchó.

-Goza de tu juventud -dijeron los rayos del sol-. ¡Alégrate de tu nueva estatura, de la vida joven que hay en ti!

Y el viento besó el árbol y derramó lágrimas sobre él, pero el abeto no entendía.

Cuando se aproximaba la Navidad fueron cortados muchos árboles jóvenes, árboles que con frecuencia no eran mayores ni de más edad que este abeto, que no tenía paz ni sosiego sino que siempre quería marcharse. Estos jóvenes árboles, que eran precisamente los más hermosos, conservaban siempre sus ramas, eran colocados en los carros y los caballos los sacaban del bosque.

-¿Adónde irán? -se preguntaba el abeto-. No son mayores que yo, incluso hay uno que es más pequeño. ¿Por qué conservan todas sus ramas? ¿Adónde los llevan?

-¡Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos! -piaron los gorriones-. Hemos estado mirando por las ventanas allá en la ciudad. ¡Nosotros sabemos dónde los llevan! ¡Oh!, les espera el esplendor y la gloria mayores que pueda imaginarse. Hemos mirado por las ventanas y hemos visto que los colocan en medio de confortables salones y los adornan con las cosas más preciosas, como manzanas doradas, bollos de miel, juguetes y cientos de luces.

-¿Y después? -preguntó el abeto, temblando con todas sus ramas-. ¿Y después? ¿Qué ocurre después?

-En realidad no hemos visto más, pero era maravilloso.

-¿Me tocará ir por este deslumbrante camino? -se regocijaba el árbol-. ¡Es mejor aún que cruzar el mar! Me muero de ganas de que llegue la Navidad. Ahora soy alto y ancho como los otros que se llevaron el año pasado. ¡Oh, si estuviera en el carro! ¡Si me encontrara ya en el confortable salón con toda brillantez y honor! ¿Y después? Sí, debe haber algo mejor, algo más hermoso, porque si no... ¿para qué habrían de adornarme de esta manera? Tiene que ocurrir algo más grande, más espléndoroso. ¿Pero qué? ¡Oh, cómo lo deseo! ¡Cómo lo ansío! Ni yo mismo sé lo que me ocurre.

-Disfrútame -dijeron el aire y el sol-. ¡Alégrate con tu fresca juventud al aire libre!

Pero no gozaba de nada; crecía y crecía, invierno y verano se mantenía verde, verde oscuro. Al verlo, la gente decía:

-¡Qué árbol más hermoso!

Y en Navidad fue el primero que cortaron. El hacha se hincó hondo en la madera. El árbol cayó a tierra con un gemido. Sintió un pesar, un desmayo, y dejó de tener pensamientos felices. Sintió pena de ser arrancado de su hogar, del lugar donde había crecido. Sabía que nunca volvería a ver a sus queridos compañeros, ni a los pequeños arbustos y flores que crecían en derredor suyo, y quizás ni siquiera a los pájaros. La marcha no tenía nada de agradable.

El árbol no volvió en sí hasta que, en el patio, descargado con los otros árboles, oyó decir a un hombre:

-¡Es espléndido! Elegimos éste.

Después vinieron unos criados totalmente uniformados y llevaron el abeto a un hermoso salón. En torno a sus paredes colgaban retratos, y junto a la gran estufa de porcelana había grandes jarrones chinos con leones en las tapas. Había mecedoras, sofás forrados de seda, grandes mesas llenas de libros con láminas y con juguetes por valor de cientos de coronas -por lo menos, así lo decían los niños-. Y el abeto fue plantado en una gran cuba llena de arena; pero nadie podía ver que era una cuba, porque la forraron con una tela verde y estaba colocada sobre una gran alfombra persa. ¡Cómo temblaba el árbol! ¿Qué iría a ocurrir? Tanto los criados como las señoritas de la casa vinieron a adornarlo. De las ramas colgaron pequeñas redes, recortadas de papel de colores; cada red estaba llena de caramelos; manzanas y nueces doradas colgaban como si hubiesen crecido allí y más de cien velitas rojas, azules y blancas fueron fijadas en las ramas. Muñecas que parecían vivas como si fueran personas -el árbol no había visto nunca nada igual- pendían de las ramas, y justo en la cima fue colocada una gran estrella de papel dorado. Todo aquello era esplendoroso.

-¡Esta noche! -decían todos-. ¡Esta noche estará deslumbrante!

"¡Oh -pensó el árbol-, ojalá fuese ya de noche y las luces estuvieran encendidas! ¿Y qué ocurrirá? ¿Vendrán los árboles del bosque a verme? ¿Vendrán volando los gorriones a la ventana? ¿Echaré raíces aquí y seguiré estando adornado durante el invierno y el verano?"

Ignoraba bastantes cosas, ¿no os parece? Y tenía verdadero dolor de corteza de pura ansiedad, y el dolor de corteza es tan malo para un árbol como el dolor de cabeza para nosotros.

Por fin encendieron las velas. Qué brillo, qué resplandor. El árbol temblaba con todas sus ramas, tanto que una de las velas prendió fuego a una de ellas. ¡Uf, lo que dolía!

-¡Dios mío! -gritaron las señoritas, y lo apagaron con rapidez.

Entonces el árbol ya no se atrevió a mover una hoja. ¡Oh, era horrible! Tenía tanto miedo de perder algo de su esplendor; estaba aturdido de tanto brillo y... de pronto, la puerta del salón se abrió de par en par y una multitud de niños se precipitó sobre él como si fuesen a derribarlo. Las personas mayores venían muy serias detrás; los pequeños estuvieron callados, pero sólo un instante, porque en seguida comenzaron a armar ruido de nuevo. Bailaron en torno al árbol y arrancaron un regalo tras otro.

"¿Qué es lo que están haciendo? -pensó el árbol-. ¿Qué va a ocurrir?" Y las velas se gastaron hasta llegar a las ramas y fueron apagadas cuando se consumieron, y entonces los niños obtuvieron permiso para despojar al árbol. ¡Ah!, se precipitaron sobre él, de modo que crujieron todas sus ramas; de no haber estado sujeto por la cima y la estrella de oro al techo, lo hubieran derribado.

Los niños bailaron alrededor con sus bonitos juguetes. Nadie se fijó más en el árbol excepto la vieja niñera, que fue a mirar entre las ramas, pero sólo para ver si no se había quedado olvidado algún higo o alguna manzana.

-¡Un cuento, un cuento! -gritaron los niños, empujando a un hombrecillo obeso hacia el árbol. Se sentó bajo él.

-Como si estuviésemos en el bosque -dijo-; al árbol le gustará también mucho oírlo. Pero contaré sólo un cuento. ¿Queréis oír el de Ivede-Avede, o el de Klumpe-Dumpe, que se cayó por la escalera pero subió al trono y se casó con la princesa?

-¡Ivede-Avede! -gritaron unos-. ¡Klumpe-Dumpe! -gritaron otros. Todo era un puro clamor y griterío; sólo el abeto se mantenía callado y pensaba:

"¿Tendré que intervenir en esto? ¿Tendré que hacer algo?"

Y claro está que había intervenido y había hecho cuanto tenía que hacer.

Y el hombre gordo contó el cuento de Klumpe-Dumpe, que cayó por la escalera y, sin embargo, se sentó en el trono y se casó con la princesa. Y los niños aplaudieron y gritaron:

-¡Cuenta, cuenta! -porque querían también el de Ivede-Avede, pero tuvieron que conformarse con el de Klumpe-Dumpe.

El abeto permanecía muy quieto y pensativo: nunca los pájaros del bosque habían contado cosas parecidas.

"Klumpe-Dumpe cayó por la escalera y, sin embargo, se casó con la princesa. ¡Sí, sí, así pasa en el mundo! -pensó el abeto, convencido de que era verdad lo que aquel caballero tan fino había contado-. ¡Vaya, quién sabe, quizá me caiga yo también por la escalera y me case con una princesa!", y se regocijó al pensar que al día siguiente sería cubierto con velas y juguetes y frutas doradas.

"¡Mañana no temblaré! -pensó-. ¡Voy a disfrutar plenamente de todo mi esplendor! Mañana oiré de nuevo el cuento de Klumpe-Dumpe y quizá el de Ivede-Avede", y el árbol permaneció en silencio y pensativo toda la noche.

Por la mañana entraron el criado y la criada.

"Ahora -pensó el árbol- comenzarán a adornarme de nuevo"; pero lo arrastraron por la sala y, escaleras arriba, lo metieron en el desván y allí lo dejaron, en un rincón oscuro, donde no llegaba luz alguna.

"¿Qué significará esto? -pensó el árbol-. ¿Qué tendré que hacer aquí? ¿Qué tendré que oír?"

Y se mantuvo contra la pared y pensó y pensó. Y tuvo mucho tiempo, porque pasaron días y noches. No subía nadie y cuando por fin vino alguien, fue para poner unas grandes cajas en un rincón. El árbol estaba muy escondido, se diría que había sido olvidado por completo.

"¡Ahora es invierno! -pensó el árbol-. La tierra está dura y cubierta de nieve, los hombres no pueden plantarme; por lo tanto tengo que estar aquí esperando hasta la primavera. ¡Qué bien pensado! ¡Qué inteligentes son los hombres! Si no estuviera esto tan oscuro y tan espantosamente solitario. Ni una pequeña liebre acierta a pasar. Era tan agradable allá en el bosque cuando había nieve y la liebre pasaba saltando. Sí, incluso cuando brincaba sobre mí, aunque no me gustara entonces. ¡Esta soledad es insoportable!"

-¡Pi, pi! -dijo justo entonces un ratoncito asomándose, y otro le siguió. Olisquearon el abeto y corretearon por entre sus ramas.

-¡Hace un frío horrible! -exclamó el ratoncito-. De no ser por eso se estaría muy bien aquí. ¿No es verdad, viejo abeto?

-¡Yo no soy viejo! -dijo el abeto-. ¡Hay muchos que son más viejos que yo!

-¿De dónde vienes? -preguntaron los ratones-. ¿Y qué sabes? (eran terriblemente curiosos). Háblanos del sitio más bonito de la tierra. ¿Has estado allí? ¿Has estado en la despensa, donde hay quesos en los estantes y los jamones cuelgan del techo, donde se baila sobre velas de sebo y se entra muy delgado y se sale gordo, gordo?

-No lo conozco -dijo el árbol-, pero conozco el bosque, donde brilla el sol y donde cantan los pájaros. Y entonces les contó detalles de su juventud. Los ratoncitos no habían oído nunca nada semejante. Escucharon con la boca abierta y dijeron:

-¡Oh, cuánto has visto! ¡Qué suerte has tenido!

-¿Yo? -dijo el abeto, y reflexionó sobre lo que había contado-. Sí, después de todo, fueron tiempos muy divertidos. Y les explicó lo de la Nochebuena, cuando había sido adornado con velas y dulces.

-¡Oh! -dijeron los ratones-. ¡Qué suerte has tenido, viejo abeto!

-¡Yo no soy viejo! -exclamó el árbol-. Os diré que, en este invierno en que he venido del bosque, me encontraba en plena juventud, apenas si había terminado de crecer.

-iQué bien lo cuentas! -dijeron los ratoncitos.

Y la noche siguiente vinieron con cuatro más, para oír al árbol contar su historia y cuanto más contaba, con mayor frecuencia se acordaba de todo y pensaba:

"A pesar de todo, fueron tiempos muy divertidos, que volverán. Klumpe-Dumpe se cayó por la escalera y, sin embargo, se casó con la princesa. Quizá también yo me case con una".

Y entonces recordó a un gracioso abedul que crecía en el bosque y que, para el abeto, era una verdadera princesa.

-¿Quién es Klumpe-Dumpe? -preguntaron los ratoncitos.

Y entonces el abeto les contó todo el cuento. Podía recordarlo palabra por palabra, y los ratoncitos estuvieron a punto de saltar hasta la cima del árbol de tanto como les divirtió.

La noche siguiente vinieron muchos ratones más y el domingo incluso dos ratas. Pero dijeron que el cuento no era nada divertido y esto puso muy tristes a los ratoncitos, porque entonces también ellos pensaron que no era una gran cosa.

-¿Y ése es el único cuento que sabes? -preguntaron las ratas.

-Sólo ése -respondió el árbol-. Lo oí contar durante mi noche más feliz, pero entonces no sabía lo feliz que era.

-¡Es un cuento malísimo! ¿No sabes ninguno sobre tocino y velas de sebo? ¿Ningún cuento de despensa?

-¡No! -dijo el árbol.

- Pues muchas gracias -contestaron las ratas y se volvieron a casa.

Al fin hasta los ratoncitos dejaron también de venir, y entonces el árbol suspiró:

-Pues era muy agradable ver sentados a mi alrededor a los traviesos ratoncitos, escuchando mis historias. ¡Ahora también se han ido! Aunque procuraré divertirme cuando vuelva a salir.

¿Pero cuándo iba a ocurrir aquello de volver a salir?

Pues sí, ocurrió una mañana en que vino gente y revolvió en el desván. Quitaron las cajas y sacaron el árbol; lo tiraron con pocos miramientos al suelo, pero en seguida un criado lo arrojó por la escalera donde había luz.

"¡Ahora comienza la vida de nuevo!", pensó el árbol. Sintió el aire libre, los primeros rayos del sol, y entonces se encontró en el patio. Todo ocurrió tan rápido que el árbol se olvidó de mirarse, tanto había que mirar alrededor. El patio daba a un jardín donde todo florecía. Las rosas colgaban frescas y fragantes sobre la barandilla, los tilos estaban en flor, y las golondrinas volaban y decían: "¡chuit, chuit, chuit, ha venido mi marido! ", pero no se referían con ello al abeto.

-¡Ahora voy a vivir! -gritó lleno de alegría, alargando sus ramas.

¡Ay!, estaban todas secas y amarillas. Había caído en el rincón entre la maleza y las ortigas. La estrella de papel dorado estaba todavía en la cima y brillaba al sol espléndido.

En el patio jugaban algunos de los alegres niños que habían bailado en torno al árbol durante la Nochebuena y que tanto les había gustado. Uno de los pequeños corrió y arrancó la estrella de oro.

-¡Mira lo que todavía queda en el repugnante, viejo árbol de Navidad! -dijo, pisoteando las ramas, que crujieron bajo sus botas.

Y el árbol miró todo el esplendor de las flores y el frescor del jardín, se miró a sí mismo y deseó no haber salido de su oscuro rincón en el desván. Recordó su verde juventud en el bosque, la alegre Nochebuena y los ratoncitos que con tanto gusto habían oído el cuento de Klumpe-Dumpe.

"¡Todo pasó, todo pasó! -dijo el pobre abeto-. ¿Por qué no supe gozar cuando era tiempo? Ahora todo ha terminado".

Vino el criado, y con un hacha cortó el árbol a pedazos, formando con ellos un montón de leña, que pronto ardió con clara llama bajo el gran caldero. El abeto suspiraba profundamente, y cada suspiro semejaba un pequeño disparo; por eso los chiquillos, que seguían jugando por allí, se acercaron al fuego y, sentándose y contemplándolo, exclamaban: "¡Pif, paf!". Pero a cada estallido, que no era sino un hondo suspiro, pensaba el árbol en un atardecer de verano en el bosque o en una noche de invierno, bajo el centellear de las estrellas; y pensaba en la Nochebuena y en KlumpeDumpe, el único cuento que oyera en su vida y que había aprendido a contar.

Y así hasta que estuvo del todo consumido.

Los niños jugaban en el jardín, y el menor de todos se había prendido en el pecho la estrella dorada que había llevado el árbol en la noche más feliz de su existencia. Pero aquella noche había pasado, y, con ella, el abeto y también el cuento: ¡adiós, adiós! Y éste es el destino de todos los cuentos.
El gigante egoísta
Oscar Wilde

Todas las tardes a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del gigante; un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de un suave y verde prado. Las pequeñas aves apoyadas en el ramaje de los árboles cantaban con tal dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus alegres melodías.

Un día el gigante, que había ido a visitar su amigo el Ogro de Comish, y se había quedado con él durante siete años, regresó. En ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el gigante sintió el deseo de volver a su palacio. Al llegar encontró a los niños jugando en su jardín. Esto lo enfureció y les dijo con voz retumbante:

- ¿Qué hacen aquí? Este es mi jardín, todos saben eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.

Ante el enorme tamaño del gigante, los niños escaparon en desbandada. Más tarde el gigante puso un cartel dónde se podía leer:

"Jardín exclusivo del gigante:
la entrada está estríctamente prohibida
bajo las leyes de los ogros y gigantes."

El gigante era un egoísta y los niños se quedaron sin un lugar donde jugar. Con el tiempo intentaron jugar en otros lugares, pero no les gustó, y al pasar cerca del jardín del gigante, pensaban en los días felices que habían pasado ahí.

Cuando volvió la primavera, la ciudad se pobló de flores y avecillas. Pero en el jardín del gigante egoísta, curiosamente, estaba nevando. Como ya no había niños, las avecillas no cantaban y los árboles no florecían. Sólo una vez una pequeña flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió triste y volvió a hundirse en la tierra. Pero la nieve y la escarcha se sentían bién ahí, porque la primavera se había olvidado del jardín. La nieve cubrió la tierra con su blanco manto, y la escarcha cubrió de hielo los árboles. El viento del norte que pasaba por ahí, se sintió tan a gusto que decidió quedarse el resto del año. Luego llegó el granizo y las ventiscas, y como la primavera no tenía interés en el jardín del gigante, el invierno siguió alojándose ahí, por largo, largo tiempo.

Un día, el gigante egoísta se asomó a la ventana y vio que su jardín todavía estaba cubierto de un frío manto blanco, y pensó:

- ¿Por qué la primavera se demora tanto en llegar aquí? Ojalá pronto cambie este frío clima gris.

Pero la primavera no llegó, ni tampoco el verano. Cuando llegó el otoño, frutos dorados aparecieron en todos los jardines, pero no en el del gigante. Los frutales conversaban:

- El gigante es demasiado egoísta.
- Si, es verdad. No merece recibir de nuestros frutos su cosecha.
- Mejor sigamos durmiendo hasta el próximo año.

De esta manera el gigante quedó sumido en un eterno invierno junto al viento del norte, las ventiscas, el granizo, la escarcha y la nieve, que danzaban fríamente, como torbellinos, entre sus árboles.

Una mañana, el gigante estaba en la cama cuando oyó una hermosa música que llegaba de afuera. Sonaba tan dulce que pensó que se trataba del rey elfo que pasaba por allí. En realidad era un jilguerito que, cansado del calor, había buscado refrescarse frente a la fría ventana de la casa del gigante. Había pasado mucho tiempo que en el jardín helado no se escuchaba cantar un pájaro. El gigante le pareció que el canto de la avecilla era la música más bella del mundo. En ese momento el granizo detuvo su danza, el viento del norte dejó de rugir, y un delicioso aroma de primavera entró por la ventana.

- ¡Qué alegría! -se dijo el gigante- Al parecer llegó por fin la primavera.

...y saltó de la cama para correr a la ventana. Al llegar vió un espectáculo maravilloso: los niños habían entrado al jardín por una brecha en el muro, y habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, los árboles estaban tan felices que se habían cubierto de flores y las avecillas revoloteaban alrededor de ellos, cantando alegres tonadas. Era un hermoso espectáculo. Sólo, el invierno se escondía en un rincón a dónde los niños no habían llegado: el rincón más apartado del jardín. Un niñito se acercó a un árbol, pero era tan pequeñín que no logró alcanzar las ramas de un árbol que ahí había. El niño dió vueltas alrededor del viejo tronco y luego se puso a llorar. El pobre árbol aun cubierto de escarcha y nieve, sostenía en sus ramas a la ventisca y el viento del norte. El gigante sintió que el corazón se le derretía.

- ¡Qué egoísta he sido! -exclamó- Ahora entiendo por qué la primavera no vino a visitar mi jardín. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después derribaré el muro y quitaré el cartel. Quiero que desde hoy mi jardín sea siempre un lugar para que los niños puedan jugar.

El gigante, sinceramente arrepentido, bajó la escalera, abrió con cuidado la puerta del palacio y salió al jardín. Cuando lo vieron, los niños se aterrorizaron y corrieron al escape. El invierno aprovechó ese momento y volvió a apoderarse del jardín.

Pero, en el rincón, el niño más pequeñín no corrió, porque tenía los ojos llenos de lágrimas y no vio al gigante que se acercó por detrás. Con cuidado, lo levantó con sus manos y lo subió al árbol. El árbol floreció de repente, y las avecillas llegaron a cantar. El niño agradecido, abrazó el cuello del gigante y le besó. Cuando los otros niños vieron eso, llegaron junto al gigante y descubrieron que ya no era malo. El jardín se llenó de niños y el invierno desapareció como si nunca hubiese estado allí. La primavera había hecho las pases con el gigante y su jardín...

- De ahora en adelante -dijo el gigante a los niños- podéis jugar siempre en el jardín, será para vosotros.

Y tomando su hacha, echó el muro abajo y rompió el cartel. Al mediodía, toda la gente del pueblo pudo ver al gigante jugando con los niños y se sorprendían de su cambio y de lo hermoso del jardín. Al llegar la tarde, los niños se despidieron del gigante, y el gigante preguntó:

- ¿Dónde está el pequeñín? ¿ese niño que subí al árbol del rincón?

El gigante se había encariñado con él, y los niños le contestaron:

- No sabemos, se fue caminando solito.
- Ojalá que vuelva mañana -dijo el gigante- pueden invitarlo también.
- No sabemos dónde vive porque nunca lo habíamos visto antes.

El gigante se quedó triste. Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el gigante, pero el pequeñin no aparecía y el gigante lo echaba de menos. Pasó entonces mucho tiempo, pasaron años y el gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no salía a jugar y sentado en un enorme sillón, miraba la alegría de los niños que admiraban su jardín.

-Tengo hermosas flores -pensaba- pero todo es gracias a los niños.

Una mañana de invierno, miró por la ventada mientras se levantaba. Ya no odiaba el invierno porque sabía que la primavera llegaría con el tiempo, que sólo dormía mientras sus flores descansaban.

De pronto se restregó los ojos y miró maravillado: en el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto de flores blancas. Sus ramas eran doradas y de ellas colgaban frutos de plata. Bajo el árbol, el pequeñito a quién tanto había echado de menos, se encontraba parado.

- ¡Que extraño! -pensó- ¡Después de tantos años sigue siendo el mismo niño! ¡Pero no importa me alegra haberle encontrado!

Lleno de emoción el gigante se acercó al niño y notó que se encontraba herido. Esto impresionó al gigante, quién preocupado preguntó:

- ¡Por Dios! ¿Quién te ha hecho daño? ¿Has caído del árbol?

El niño sonrió al gigante, y le dijo:

- Son sólo heridas del corazón humano.
- ¿Quién eres? -le preguntó el gigante.

Un extraño temor invadió el alma del gigante y cayó de rodillas ante el pequeño, quién le respondió:

- Una vez me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el mío, que está arriba, en las estrellas.

Cuando los niños llegaron esa tarde, encontraron al gigante muerto debajo del árbol, pero no se le veía triste, sólo parecía dormir, rodeado de flores blancas y pequeñas avecillas.


FIN
📱