Cuentos Relatos
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Sir Cedric d'Jèrri

Poco antes del ocaso del medioevo, cuando las olas del mar aún rugían con la ferocidad de las bestias marinas y el viento soplaba con la fuerza del poniente ignoto, existía una tierra poco explorada y llena de misterios llamada Isla d'Jèrri: un rincón, en el canal de la Mancha, que llegó a nuestros tiempos más galantes bajo el título de la Bailía de Jersey.

Canciones antiguas profetizaban una gran batalla de tres leones guiados por un niño contra una bestia. Así pues, los esforzados habitantes de esta isla hacían honor a ese folclore, pues luchaban día y noche para proteger su hogar de las amenazas que provenían del mar embravecido; tanto así de los insociables piratas como de las sombras siniestras que se ocultaban en los rincones más oscuros y poco frecuentados de la isla.

En el corazón de esta administración señorial, se alzaba un antiguo castillo de piedra cuyos muros habían resistido viejas batallas al paso de los siglos. La fortaleza sostenía imponentes torres que se elevaban por encima de la densa neblina marina. Dichos baluartes representaban el último bastión de defensa contra esos temibles piratas que merodeaban las aguas circundantes, ansiosos por saquear y sembrar el caos bajo la protección de una bestia mítica a cuyo pronto despertar invocaban con extraños rituales.

Una noche, la oscura amenaza se cernió sobre la Bailía de Jersey... una sombra ancestral de pavor despertó de su letargo. Los rumores hablaban del regreso de la bestia pirata; un mal antiguo que durante siglos había estado durmiendo, sumergido en las profundidades. Un maligno ser del inframundo abisal cuyo único propósito era sumir a la isla y a sus habitantes en la oscuridad eterna. Su nombre era Ombrochïn: el azote de los kelpies y flagelo de los krakens.

Conscientes de su retorno milenario y entendiendo que solo a través de la valentía y la unidad comunitaria prevalecerían tras la batalla contra los piratas, los habitantes de la Bailía de Jersey se prepararon para enfrentar a la mayor amenaza de sus leyendas antiguas. Así fue como se organizaron y enviaron una primera avanzada de navíos para hacer frente a la bestia, tan pronto divisaron en la distancia a la flota enemiga que ésta protegía.

No obstante la bravía natural de los isleños, el optimismo y la confianza inicial pronto decayeron luego de que esa primera avanzada se hundiera en el horizonte. Los vigías en las torres no pudieron ocultar su temor al advertir que la bestia marina que lideraba a las fuerzas piratas era tanto más impresionante que aquella descrita en las antiguas gestas.

El Ombrochïn, la bestia abisal, empezaba con la forma de una serpiente marina de proporciones descomunales... más la cola terminaba en una serie de tentáculos monstruosos. Sus ojos destellaban como el fuego de los volcanes, y sus escamas oscuras, puntiagudas como clavos, se erizaban amenazantes con cada arremetida. Afiladas garras surgían al final de sus poderosos tentáculos, y sus mandíbulas, repletas de filosos colmillos, revelaban su deseo implacable de devorar todo lo que se cruzara en su camino. La criatura se retorcía a través de las aguas con un sigilo espeluznante aguardando a los navíos como un depredador esperando su próxima presa. Así, la flota pirata se encontraba protegida por el engendro que custodiaba su avance.

Al oscurecer ese día y tras la primera batalla perdida, la noche se hizo eterna. Una segunda y última avanzada de navíos comenzó a cercar el paso a los piratas, pero la batalla parecía perdida. El temor a un final inminente comenzó a cundir en los primeros corazones.

Fue entonces, poco antes de salir el sol y con la flota enemiga ya a simple vista, que un niño de unos diez u once años llegó corriendo a las tiendas de campaña que los jefes de los clanes isleños supervivientes habían levantado juntos, a la espera del combate en tierra.

—¡Señor, señor! —exclamó el niño, colándose en la reunión donde el más viejo de los caudillos organizaba la estrategia.
—¡Vete, chico! Deja trabajar a los mayores y corre a cuidar a tu madre. ¡Este no es lugar para un niño! —le reprendió un capitán.
—Perdí a mi madre al nacer, señor, y hace muchos años que a mi padre se lo llevó la mar —insistió el niño— Me crió mi tío, a quién perdí en la batalla de ayer. Mi tío me dijo que si no regresaba debía darle a Ud. esta carta.
Y el niño entregó su misiva al capitán.

Curioso ante la historia del infante, el capitán desató la carta. Era un mapa, y en el se señalaba el camino hacia una cueva desconocida que no figuraba en los planos oficiales de la isla.
—¿De qué se trata? —preguntó el viejo caudillo, que sabía reconocer momentos decisivos.
—Es un mapa, señor... ¡un mapa de un refugio que no conocíamos!
—¿Qué tan grande es? —preguntó otra vez.
—Si lo que dice aquí es cierto —respondió el capitán— Grande... muy... ¡muy grande!
El caudillo pidió el mapa y al estudiarlo, en seguida comprendió su importancia fundamental para la supervivencia de los clanes.
—No sé quién era tu tío, chico, y no entiendo por qué no nos informó antes de este secreto, pero cualquier nuevo refugio es una buena noticia. ¡Enviad de inmediato a los rezagados! —ordenó el caudillo— ¡Enviad a todos aquellos que no puedan luchar!
—Señor, si es la “bodega" de mi tío, él no me permitía entrar, pero... ¡yo sé donde está!
—¿Entonces sabías de esta cueva, chico?
—¡Si, señor!
—¡No se hable más! Ve con el capitán y guíale de inmediato... ¡No hay tiempo que perder!
El capitán movilizó velozmente a un reducido destacamento que custodió a los rezagados, siempre guiados por el huérfano que para entonces era el héroe oportuno más pequeño de esta historia. Llegados a la entrada de la cueva, en medio de unos matorrales cercanos a la costa, el niño advirtió al capitán:
—Señor, por la emoción del momento olvidé decirle que en la cueva hay un guardián.
—¿Un guardián?
—Un fantasma, señor.
—¡No cuentes! —replicó el capitán.
—¡Sí, señor! Yo lo vi sólo una vez... mi tío me advirtió que si algún día volvía a entrar, debía hacerlo “con un corazón humilde y acompañado de tres valerosos leones". De lo contrario no tendría su aprobación.
Sólo por complacer al niño que parecía convencido, el capitán llamó a los dos soldados más fieles de su guardia.
—Bien, chico, hoy no habrá leones. Pero somos tres soldados con espíritu valiente. Danos la humildad de tu parte y lo tenemos todo.
Mientras los rezagados esperaban afuera, el capitán entregó al chico una antorcha, y éste se internó por segunda vez en su vida en la cueva misteriosa. Antorchas en mano, los tres soldados le siguieron. El capitán tuvo la intención de explorar rápidamente el interior con el fin de ponderar las posibilidades para el grupo a su cuidado, pero inmediatamente quedó maravillado al encontrarse con un amplísimo espacio, totalmente preparado para recibir a tantos acogidos como numeroso era el grupo que protegía.
—¡Es perfecto! —exclamó— Aquí caben muchos de los nuestros, y los piratas jamás hallarán este lugar... ¡Está muy bien resguardado!
Estaban en eso cuando frente a ellos, y sobre una fuente natural de agua, apareció flotando lo que parecía ser la llama azul de una vela. La pequeña luz creció hasta confrontar el brillo de las antorchas. Los soldados se impresionaron, pero no retrocedieron. Entendieron que el chico decía la verdad: algo fuera de este mundo habitaba el lugar.
—Valientes hombres... —dijo una voz grave desde lo profundo de la caverna— Os encontráis en los aposentos del último Caballero a las órdenes de Arturo Pendragon. Aquí vivió parte de su vida Sir Bors, hermano de Sir Lancelot y leal custodio de la sagrada Excalibur. Yo soy su fiel escudero y por la magia de Merlín he esperado por vosotros desde los albores del viejo reino para enfrentar juntos vuestro destino. Hoy mi espera ha terminado.
La figura de plata fantasmal de un escudero apareció frente a ellos. Se arrodilló junto a la fuente de agua, y de ésta emergió el brazo desnudo de una dama sosteniendo una brillante espada dorada. Los presentes se arrodillaron, esta vez, temblando atemorizados por el encuentro espeluznante. El brazo de la dama se movió y Excalibur se posó sobre un hombro del escudero, y luego sobre el otro.

La figura de plata se volvió dorada, adquiriendo todo el temple y postura de un Antiguo Caballero digno de los viejos cantares de los más ilustres trovadores.

El capitán no pudo contener la emoción, y sin desviar la vista de semejante escena, susurró a sus subordinados:
—He oído esta historia profética... me la contó mi abuelo. Dijo que un día llegaría, sino en esta generación, en la siguiente o la posterior, un líder defensor de nuestro pueblo.
— ¿Sir Cedric? —preguntó asombrado uno de sus soldados con espíritu de león que conocía la leyenda.
— ¡El temerario! —completó el otro soldado leonino, mientras comprendía que estaban siendo testigos del nacimiento de una antigua leyenda que se creía fantasía de niños; siendo ellos mismos protagonistas de la famosa y enigmática balada que describía tiempos futuros.
— Es Sir Cedric y somos sus leones. Su nombre cobrará fama de su coraje y de su espíritu dispuesto como el agudo brillar de las estrellas. Así cantan las “gestas del mañana". Su prestigio y calidad humana también se extenderán tan lejos como perdidos están los últimos reinos de la Tierra. Tal es como augura el cantar.
La voz de la misteriosa dama resonó, entonces, como una melodía a través de las paredes de la cueva:
—Estás en lo correcto, joven capitán. Sir Cedric dedicará su vida a proteger al noble pueblo d'Jèrri y a salvaguardar la paz en la isla. Así como la luz de la mañana brilla en el horizonte, la bandera de la Orden de los Tres Leones flameará al son de la gaita mágica conservada por la familia del último hechicero celta de los antiguos clanes. Será tu misión encontrarles. Los tambores del valor también retumbarán de nuevo y por primera vez en muchos siglos. La bravía alimentará vuestros pacíficos corazones isleños. Adoptad, pues, al niño como vuestro escudero, y proteged éste: vuestro pequeño reino hermano en este rincón del mundo.

La escena se desvaneció, y las antorchas retomaron su protagonismo. Tras el divino encuentro, el capitán adoptó al niño por escudero, ordenando que hicieran entrar a sus protegidos a la cueva. Tan pronto como camuflaran la entrada, se reuniría luego con los caudillos.

Los piratas, por su parte, continuaban atacando a la segunda avanzada de navíos, siempre protegidos por la bestia, Ombrochïn: el verdugo de todo lo que es bueno. Algunas embarcaciones enemigas ya habían arribado a puerto y los primeros piratas incursionaban, tanteando las defensas de la isla.    

Una figura en armadura dorada apareció de pronto caminando en lo que sería pronto el campo de batalla.

Tras la noticia de que un extraño y radiante guerrero deambulaba inspeccionando sus brigadas, los caudillos de los diferentes clanes reunidos salieron al encuentro del desconocido. Pronto se percataron de que la sola presencia del extraño infundía valor en los corazones atemorizados, y el rumor de que un poder mágico había llegado a protegerles pronto comenzó a circular, trayendo a la memoria la antigua profecía.

Sir Cedric, el temerario, llamó a los valientes caudillos y a sus clanes:

—¡Hermanos y hermanas isleños, hijos de la libertad! —clamó— Por favor... ¡reuniros!
Las brigadas se reunieron en torno al nuevo y desconocido Caballero.
—Ha llegado el momento de alzarnos contra las cadenas de la oscuridad y reclamar nuestro derecho a vivir en un mundo de dignidad y honor. Hoy, en este campo de batalla, no luchamos por riquezas ni gloria personal, luchamos por la libertad misma: por el derecho a decidir nuestro destino en ésta, nuestra tierra libre de opresión... ¡libre de piratas!
—¡Son demasiados! —gritó alguien por ahí.
—¡Sí, lo son! —respondió de inmediato Sir Cedric— Pero, mirad a vuestro alrededor... veis a hombres y mujeres valientes que han decidido plantarse contra el mal que amenaza con consumirnos. Ya no somos simples individuos, sino un ejército unido por el fuego de la determinación y la pasión por la justicia. Los opresores podrán tener números y armas, e incluso algunos aparentarán bravía. Pero nosotros tenemos algo mucho más poderoso: ¡el deseo de proteger a los nuestros como un pueblo amante de la libertad que sabe que hace lo correcto!
—Pero... ¿cómo enfrentarlos? —preguntó un hombre lisiado— ¡Casi han acabado con nuestra única flota!
El Caballero contempló al hombre, que a pesar de sus desventajas y temores estaba dispuesto a dar la vida por proteger a su familia. Cedric reconoció el sentimiento y lo revalorizó:
—Veo en cada uno de nosotros una chispa de esta llama ardiente que resiste. No permitamos que esa llama se apague. Dejad que nuestras voces se escuchen en cada rincón de nuestra isla. Que el eco de nuestra valía inspire hasta el último de los nuestros a levantarse y unirse a esta voluntad conjunta. ¡No seremos silenciados, ni tampoco esclavizados! Hoy marchamos hacia el campo de batalla con el espíritu de nuestros antepasados guiando nuestros pasos y corazones. Ellos lucharon por la misma causa, por la misma tierra que amamos y la misma libertad que anhelamos. Y al igual que ellos, estamos dispuestos a darlo todo por nuestro sueño de una vida sin cadenas, una vida en la que podamos decidir nuestro destino.
—¡Dinos tu nombre, Caballero! ¡Explícales a nuestro pueblo quién eres y quién te ha enviado! —exclamó a viva voz el más viejo de los caudillos y a cuya palabra otorgaban gran importancia los jefes de los distintos clanes, así como sus brigadas y hasta los mismísimos granjeros dispuestos a defender sus tierras.
El guerrero de la armadura dorada no vaciló:
—Mi nombre no es importante, pero si os insistís... soy Cedric: aprendiz del escudero Lavain y junto a él, antiguo escudero de Sir Bors, quien fuera habitante y protector de la Isla d'Jèrri, hermano de Sir Láncelot, Primer Caballero de su Antigua Majestad, Arturo Pendragon, hijo de Uther e Igraine, y he sido enviado por la Providencia y la magia de Merlín con la misión de cumplir con vuestro destino.

Las aleluyas se elevaron al cielo. Pocos en la isla conocían esa noble parte de su historia. La extraordinaria revelación cambió las caras y enalteció los espíritus de un ejército de valerosos isleños que hasta entonces habían llevado vidas tranquilas y sencillas, pero en cuyos corazones guardaban todavía el recuerdo ancestral de un pasado glorioso, digno de honor y alabanza. Juntos los clanes, forjaron alianzas con las fuerzas mágicas que habitaban desde tiempos antiguos los bosques y playas de la isla d'Jèrri, formando una coalición de fuerzas benefactoras dispuestas a enfrentar al Ombrochïn, pero especialmente: a dar una lección de bravía y unidad a sus malignos invasores.

Envalentonados por sus primeras victorias, pero sobre todo por el número de saqueadores que triplicaba a los habitantes de la isla, las fuerzas piratas finalmente alcanzaron el campo de batalla. No obstante la injusta arremetida, fueron sorprendidos al no encontrase con los pacíficos habitantes comunes como esperaban, sino más bien con los más fieros guerreros que en toda su vida habían debido enfrentar. Una férrea defensa, tan heroica como propia de tiempos legendarios, se hacía partícipe de una nueva gesta en las futuras crónicas de poetas aun no nacidos.

La batalla final se libró en el corazón mismo del castillo, donde las fuerzas del mal y la luz colisionaron en una épica confrontación como pocas historias ilustres han podido contar.

La espada de Sir Cedric, heredera de la luz de Excalibur, brillaba con la fuerza de todos aquellos que habían luchado junto con él, tanto desde tiempos inmemoriales como en ésta: la batalla decisiva. Cada golpe que asestaba resonaba como un eco de la determinación de los honorables y muy valientes habitantes de la Bailía de Jersey.

En un choque titánico final, Sir Cedric se enfrentó cara a cara al Ombrochïn, blandiendo su espada con una destreza asombrosa digna de los reyes antiguos. La batalla rugió durante horas interminables, donde la oscuridad chocó de frente contra la luz innumerables veces, buscando fatigar su espíritu de lucha.

Los piratas comenzaban a retroceder cuando, finalmente, con un golpe poderoso que resonó en todo el castillo y hasta los confines de la isla, Sir Cedric atravesó el corazón del Ombrochïn, dispersando su maléfica presencia cual hechizo roto de Morgana en un grito gutural agonizante. La isla se iluminó con un resplandor dorado mientras la oscuridad retrocedía, y los habitantes de la Bailía de Jersey vitorearon... el bien y la luz habían prevalecido sobre la adversidad.

Cuenta la leyenda que tras la victoria, Sir Cedric desapareció del campo de batalla tan misteriosamente como había llegado. No sin antes prometer al niño, escudero del capitán del caudillo jefe de los clanes aliados, que algún día regresaría cuando su presencia se hiciera nuevamente necesaria.

Finalmente, el castillo fue reconstruido con los años, alcanzando de nuevo toda la grandeza de los cuentos de antaño. Así fue como se convirtió entonces y para siempre en un símbolo de la victoria y la unidad de los isleños de la Bailía de Jersey.

La historia de Sir Cedric y su lucha contra el Ombrochïn se convirtió más tarde en una leyenda que se contaría a lo largo de las generaciones; recordando a todos aquellos quiénes han convivido con la tradición que pesar de los momentos más oscuros, el valor, la lealtad y el honor pueden, con unidad, vencer al peor de los males cuando éste se atreva a amenazar la paz y la prosperidad de los pueblos libres y valientes.

Fin

Atlántida

Una leyenda de los antiguos griegos, cuenta que Atlántida era una isla enorme y poderosa. Tan o más grande que Libia y Asia Menor reunidas. Se dice que existió hace miles de años en medio del brumoso y agitado océano Atlántico.

Lejos... muy lejos... más allá de las Columnas de Hércules*. Sus habitantes —los atlantes— adelantadísimos en tecnología y cultura, forjaron una sociedad extraordinariamente organizada, erudita y próspera.

En definitiva: se trataba de una civilización vigoroza y adelantada para su tiempo, ya que el resto del mundo parecía vivir en una era precaria; mucho más propia de los tiempos arcaicos a los que nos referimos.

Atlántida era una cultura sin igual y como nunca ha presenciado nuestra humanidad moderna. Alcanzaron un dominio tecnológico tan sofisticado y sublime que les permitió, incluso, construir gigantescos templos conectados por estupendos canales de agua, maravillosos palacios rodeados de bellos jardines, y formidables pirámides... tan o más magníficas que las de Egipto. Así, también, gozaban de la protección de una poderosa y entrenada fuerza naval que navegaba alrededor de la prodigiosa isla y sus anillos.

O así es, más o menos, cómo la retratan los diálogos de Platón —Timeo y Critias— escritos en el siglo IV de la era pre-cristiana. Platón dijo que esa historia se le contó su mentor, Sócrates; quién a su vez la escuchó de Solón, quién la habría aprendido de su padre. Y quién sabe de dónde la sacó este último.

Sea como fuere, sus orígenes verdaderos tal vez se pierden en la insondable memoria del tiempo antiguo... o puede que todo no sea más que un gran cuento fantasioso con el que Platón divertía a sus ingenuos amigos, ya que los auténticos arqueólogos —esos que enseñan en universidades, usan sombreros de los años '20 y temen a las serpientes— no han encontrado pruebas concretas de que Atlántida haya existido alguna vez.

Los pocos hallazgos que parecen provenir de Atlántida suelen, por lo corriente, ser vestigios de otras viejas culturas pre-cristianas, o quizá precolombinas, ya conocidas:
  1. Una teoría dice que Atlántida sucumbió en la isla de Thera, en el mar Egeo.
  2. Otra dice que está hundida en la cadena de islas de Bimini, en las Bahamas.
  3. Otra dice que frente a la costa de Portugal.
  4. Otra más, que se encuentra congelada bajo los hielos de la Antártida.
  5. Alguna teoría exótica sugiere la costa de las islas Ryukyuen, en Japón.
  6. No falta quién cree que Sudamérica era Atlántida.
  7. Están los que sospechan que era Isla de Pascua o por ahí.
  8. Y hasta algún despistadillo afirma que está bajo las aguas del archipiélago chilote, en Chile.
En fin... fuera cuento o realidad, el rumor creció como la levadura en el pan durante miles de años. Así es como su leyenda inspiró a muchos aventureros a buscar la famosa civilización perdida. Y digo “perdida” porque yo también la busqué y no la encontré (al menos, no del todo 🤔). Desapareció cuando los atlantes —por entonces ciudadanos honorables y conscientes de sus deberes— abandonaron sus viejas filosofías científico-humanistas para volverse arrogantes y codiciosos.

Fue así como sus habitantes quisieron ser dioses... y habiendo alcanzado el esplendor de su cultura y progreso, comenzaron a usar ese poder para oprimir a otros pueblos más pequeños, quitándole sus derechos y posesiones.

Sucedió, entonces, que los verdaderos dioses —si acaso existen— molestos por la arrogancia de los atlantes, decidieron castigarlos de la peor forma: destruyendo la isla extraordinaria por medio de un desastre natural que terminó por hundir a Atlántida bajo las oscuras olas del océano... para no ser vista nunca jamás por ojos humanos.

Bueno, en realidad la idea era que no fuera vista nunca más por ningún ojo, pero si digo “ojos humanos” suena más dramático, y naturalmente que esto hace más espeluznante mi versión del relato.

Como sea, fue una gran inundación lo que destruyó todo. Algunos dicen que la provocó un terremoto. Otros dicen que fue un tsunami. Hay quiénes dicen que la isla simplemente se desmoronó. E incluso algún soñador afirma que la isla era una gran nave espacial que salió volando hacia las estrellas de una galaxia lejana... muy... muy lejana. Pero esa idea la descarté por descabellada. 😏

Lo más seguro es que alguien olvidó ponerle el tapón a alguna pileta de alguna plaza y el agua del mar se coló por ahí; y es que los antiguos griegos ya conocían las tuberías, así que los atlantes con mayor razón.

La culpa fue de un fontanero.

Fin

* Las Columnas de Hércules (Estrecho de Gibraltar)
El tigre que perdió la candela

En el departamento del Chocó, cerca de la frontera de Colombia y Panamá, habita el pueblo Guna; cuyo territorio selvático y húmedo termina en las vecindades de la desembocadura del gran río Atrato en el golfo de Urabá.

Cuentan los Gunas que una insignificante pero astuta lagartija robó al tigre el fuego que poseía.

El tigre vivía a la orilla de un río y era el único que podía comer la carne cocida, porque era el dueño de la candela. Además el tigre tenía la satisfacción de reposar en su hamaca en tiempo de invierno, con un fuego debajo para calentarse y con las llamitas podía hacer lámparas y, en fin, era el único habitante de la selva que podía darse harto gusto. De manera que las otras personas y los demás animales empezaron a visitarlo y con mucha cortesía le rogaban:
— Préstanos tu fuego, compañero tigre.
Pero él se negaba y les metía un buen susto con sus potentes rugidos.

Entonces, convinieron en que la única manera de vencer el egoísmo del tigre era con un engaño. Había que robarle el fuego y, como no existía persona con fuerza suficiente para vencerlo, acordaron que la lagartija hiciera el trabajo pues tenía mucha astucia.

Además, la favorecía su manera de correr velozmente y su gran facilidad para esconderse.

Le dijeron lo que tenía que hacer y una noche la lagartija atravesó el río y llegó a la casa del tigre que dormía afuera en su hamaca y tenía muchos fuegos encendidos.
— ¿A qué has venido, animalejo? —protestó el tigre malhumorado.
La lagartija conservó su tranquilidad y respondió:
— Estaba extraviada y he venido a calentarme un poco, si tú lo permites... Además, puedo ayudarte a cuidar tus fuegos mientras duermes.
El tigre aceptó a regañadientes y mientras tanto cayó una fuerte lluvia que apagó todos los fuegos, menos la pequeña hoguera que ardía debajo de la hamaca. El tigre se durmió arrullado por el rumor de la lluvia y al poco rato roncaba estrepitosamente. La lagartija se movió con cautela y pensó que todo el fuego de la hamaca era muy grande para llevarlo, de modo que decidió soplar para apagarlo un poco. Pero el tigre se despertó sacudido por la indignación.
— ¿Qué es lo que haces? ¿Porqué apagas mi fuego?
— No —repuso la temblorosa lagartija— Lo ha apagado la lluvia, pero yo cuido de que no desaparezca del todo la candela.
Volvió a dormirse el tigre y la lagartija redujo el fuego a una pequeña llama que colocó en su cabeza y así pudo huir silenciosamente atravesando de nuevo el río.

Todos recibieron muy contentos a la lagartija. Y durante varios días celebraron su triunfo. La satisfacción era muy viva porque ahora todos podían cocinar la carne antes de comerla.

Y el tigre recibió su merecido, pues siempre lo vemos que come carne cruda.

Fin
Hilsa y Harek
X. Castellón · 1894

Ilustraciones recopiladas por Jo Justino (Pixabay)


¡Duerme!
¡Duerme, si deseas que te cuente la historia de la princesa Hilsa!

Parte 1
Érase que se era un rey muy poderoso y cuyos dominios —si no mienten las crónicas de aquella época— eran tan extensos que, para recorrerlos, habría sido necesario andar, sin detenerse, cuatro largos años.

Tenía este monarca una hija tan hermosa que aun cuando llegó a contar quince primaveras, muchos príncipes y señores, desde los más remotos países, habían enviado embajadores cargados de magníficos presentes a solicitar su mano.

El día del nacimiento de Hilsa vinieron en sus carros de esmeraldas arrastrados por mariposas de alas de zafiro, las tres más famosas hadas del reino. Cada cual le daría su presente a la recién nacida. Una le dio la hermosura; otra, el don de transformarse en pájaro a voluntad. Por fin, la tercera (disgustada sin duda de que se la hubiera dejado para el último) aproximándose a la cuna y batiendo sus alas de murciélago sobre la niña dormida, le dijo:
— Sí, serás hermosa; tendrás el don de transformarte en pájaro a voluntad, pero... ¡no podrás llorar!

Parte 2
El Otoño con su pálido sol y sus hojas secas había rodado al abismo. La nieve, como inmenso sudario, cubría toda la tierra. Y, allá en el fondo del parque, reía Hilsa mirando arder, presa de las llamas, el castillo de sus mayores... Sí, la hermosa Hilsa reía, con esa risa histérica de los locos. ¡La predicción del hada se estaba cumpliendo!

De pie junto a Hilsa, batía sus alas de murciélago el hada —más bien bruja— que en el día de su nacimiento le dijera: “Si, serás hermosa; tendrás el don de transformarte en pájaro a voluntad pero... ¡no podrás llorar!"


Parte 3
Ethan J. Connery · 2021

Sucedió entonces que, con el andar del invierno, un apuesto príncipe llamado Harek recorría en su corcel los bosques del monarca.

La princesa había huido de palacio, presa en su desdicha y su locura involuntaria, y el propio rey de Underverk —que así se llamaba su reino y que por los pelos se salvó de las llamas— había implorado a los príncipes de reinos vecinos acudir a la búsqueda de su querida hija, de modo que quien la encontrase se casaría con ella y heredaría su reino y su fortuna. Todo eso —claro está— después de encontrar alguna forma de deshacer el maleficio.

De entre los siete príncipes de los reinos colindantes que se presentaron al desafío, fue Harek “el valeroso" quien una tarde se encontró con ella... casi por casualidad o por cosa del destino. La halló sentada en una roca y abstraída en sus pensamientos. Hilsa contemplaba con tristeza una laguna helada, al tiempo que una oscura idea nublaba su mente. La joven había perdido la voluntad de vivir. Se levantó de la roca y caminó hacia el delgado hielo que cubría la superficie de las aguas... tan heladas como el corazón de piedra de la malvada bruja que había condenado su felicidad por un capricho.

Hilsa aun no había visto al príncipe cuando éste se acercó a la laguna. Cabalgaba a paso lento entre los árboles, pues al principio no estaba seguro de que la bella joven fuera la princesa que él buscaba. Por otro lado, la nieve camuflaba en buena parte el pelaje blanco de su fiel corcel, por lo que su figura pasó desapercibida a los ojos de Hilsa, quien seguía avanzando sobre el hielo... cada vez más delgado y quebradizo.

En un momento, Harek la vio con toda claridad, y no pudo evitar enamorarse perdidamente de la noble muchacha. Fue un amor a primera vista; o algo más que sólo el reino de la pasión y la ternura combinados conciben por completo.

Hilsa giró en tus talones al oír las pisadas en la nieve. Miró al príncipe, desconcertada. Harek ya estaba en la orilla. Un sentimiento tibio y anhelante nació en los corazones de esas dos almas solitarias, pero el de la princesa era más triste y desdichado. Sus oscuros pensamientos se esfumaron al contemplar, en la distancia, la expresión enamorada del príncipe al que había esperado toda su vida. De algún modo sabía que él venía a liberarla de su yugo, y quiso responderle.

Quería llorar... ella quería hacerlo con toda su alma, pero la magia oscura se lo impedía. Su corazón latió con prisa. Por primera vez en muchos años sintió verdadera alegría, pero... al mismo tiempo, la sombra de una triste amargura se apoderaba de ella al comprender que jamás lloraría de amor. No si el maleficio la controlaba: su existencia era un dilema.

Entonces... sólo entonces... un granito de esperanza humana superó el poder del hechizo; dejando caer una humilde lagrima que recorrió su mejilla. Pero ya era tarde.

Aquella gota salada había atesorado calidez por mucho... mucho tiempo. Nada más alcanzar un copo de nieve a sus píes, la gota derritió el hielo que sostenía el peso de la princesa. Hilsa se encontraba en medio del lago cuando el suelo se trizó a su alrededor: no había escapatoria a su destino.

Al crujir el hielo y casi sin pensar en su propia seguridad, el príncipe saltó de su cabalgadura y corrió con todas sus energías. Debía socorrer a la muchacha porque —además de que una vida peligraba— de alguna forma su corazón le avisó que aquella desafortunada era el amor de su vida. Alcanzó a aferrar su mano con firmeza antes de que Hilsa se hundiera por completo, pero las gélidas aguas la tragaron, llevándose con ella a su amor recién descubierto. La sensible pareja rápidamente se congeló al paso de las corrientes heladas.
Cuentan los trovadores que, desde entonces, el mismo invierno lloró la tragedia, pues las primaveras se hicieron más largas y los fríos menos intensos. Algunos mercaderes de especias que han frecuentado esas orillas, dicen que, al paso en las noches de luna, se puede oír al príncipe llorando de pena, junto a la princesa que ríe y ríe a carcajadas; aun en su profundo dolor y sufrimiento.

Los pescadores, por su parte, cuentan que al cruzar en sus botes por el centro del lago en las noches tranquilas —y a la luz de sus faroles— han visto la figura de los amantes bailando su infortunio bajo las transparentes aguas. Como remolinos danzantes —afirman— los enamorados comparten en el profundo azul su abismal destino...

Aunque también se dice que todo eso no son más que cuentos. °-°

Pero yo... yo que fui un viajero en la tierra de los gigantes de hielo y prisionero en las montañas de los reinos errantes, puedo contarles de verdad cómo culmina esta leyenda. Esto no me lo contaron ni lo leí, sino que lo viví en su momento.

Es verdad que la princesa Hilsa y el príncipe Harek fueron engullidos por las frías aguas de un condenado lago en el legendario reino de Underverk. Y es cierto, también, que fueron congelados en un abrazo eterno en el tiempo. Pero lo que no revelan las antiguas narraciones es que, 127 años más tarde, un misterioso extranjero que no pertenecía a ese reino —ni a ese mundo mágico— lloró amargamente al  conocer la historia de los desventurados amantes.

Aquel extraño comprendió que debía viajar a esa tierra para rescatar este relato olvidado, y de paso, salvar a la princesa y a su amor inconcluso, siguiendo la voluntad de la magia de los cuentos. El bárbaro de quién os hablo era un aventurero solitario: tomó su morral y su abrigo, su escudo circular y su espada sagrada de dos filos. Recordando unas palabras mágicas, abrió un portal hacia la tierra de los encantos y misterios profundos... la Tierra de Fantástica o el Reino de los Cuentos Perdidos: un mundo indescriptible donde moran los ángeles y dragones, los héroes y hechiceros, y hasta los mismos demonios que pueblan los sueños y los corazones humanos.

🌞
— “Hér ferr Herlicii" —cantó el guerrero, trazando con su espada un círculo en el aire— “Fórum drengja Frábærheimur; ég skipa þér með töfrum Óðins: opnaðu mér leið Bifröst!" ♪ ♫

🌝

Aquel héroe luchó con bravura y ligereza ante los infortunios del tiempo y el espacio, sabiendo que ambas son dimensiones variables que se pueden controlar cuando la melancolía se apodera de los corazones valientes y temerarios. Con arrojo y determinación no sucumbió ante el fuego de los dragones, ni ante la magia de los gigantes helados. Venció a la bruja despiadada y, tras eso, viajó hacia el reino de las eras, retrocediendo el reloj de la vida y de la muerte hasta donde sus fuerzas alcanzaron, llegando así hasta el preciso instante en que los enamorados se hundían en el lago...

Con temple y osadía se arrojó por el hueco en el hielo, alcanzando un brazo del príncipe Harek, quién aun afirmaba tenazmente, con su otra mano, a la princesa Hilsa.

Cual sería la sorpresa de los enamorados cuando los tres volaron despedidos fuera del lago helado, aterrizando sus narices en un gran montículo de nieve. Y es que —con astucia y antes de hundirse en el hueco— el misterioso héroe había amarrado sus píes a una larga cuerda atada a la cima de un árbol muy flexible... un abeto que se elevaba inclinado sobre el lago. Desde ahí había saltado, y fue la misma fuerza del salto, sumada a la torsión del árbol, lo que los empujó de regreso hacia afuera. ¡Estaban salvados!

Pasado el susto, que sin duda desconcertó a los nobles, lo primero que hizo el héroe fue encender una fogata, pues como hemos dicho: era invierno y el frío arreciaba. El corcel de Harek se apresuró a ofrecer los abrigos que traía en su montura, pero los amantes estaban empapados y necesitaban secarse rápido para no caer ante la hipotermia. Velozmente y sin pensarlo mucho se cambiaron de prendas.

De algún modo el héroe encendió un fuego mágico que trajo pronto calor a los entumecidos amantes. Cuando ya calmaron un poco el asombro y el frío —gracias a la leche con chocolate caliente que el desconocido extranjero llevaba consigo en su morral— los jóvenes herederos del reino de los dominios extensos articularon sus primeras palabras en este cuento:
— Gracias... ¡brrr!... ¡quien quiera que seas! —dijo Harek— Si no hubieras estado ahí ninguno lo estaría... ¡brrr!... contando... ¡brrr!
— ¡Taka-taka-taka! —sonaron los dientes de la princesa Hilsa, que aun tiritaba un poco del frío— ¿Que no venía contigo?
— No Mileidy —respondió Harek— ¡Nuestro salvador salió de la nada!
— ¿Quién eres, joven valiente? —Pregunto Hilsa.
— Me llamo Connery... Ethan J. Connery, para servirles, su alteza.
Y Connery besó la mano de la princesa.
— Para otra oportunidad, quizá sería buena idea convertirse en pájaro antes de arriesgarse a caminar por un lago helado, princesa —sugirió Ethan.
— Por todas las hadas del reino... ¡olvidé por completo que podía hacerlo! —Respondió Hilsa, quien por primera vez en su vida comenzó a llorar de sorpresa y felicidad.
Ya no había maldición. Harek abrazó a Hilsa, y el héroe se levantó.
— ¿Nos acompañarás al castillo? —preguntó Harek— Debemos contar al rey de tu hazaña y celebrar este encuentro del destino... ¡Sin duda ha sido voluntad de los dioses!
— En otra ocasión, será, príncipe Harek: hay otras doncellas que debo salvar —repuso el héroe, y le cerró un ojo a la princesa.
— ¡Guau, veo que me conoces! —respondió sorprendido Harek— Debes venir de muy lejos, puesto que el reino de mis padres se encuentra a cuatro años de camino de aquí... ¡y es la primera vez que visito el reino de Underverk!
— Jeje —río Ethan, esbozando una sonrisa.
— ¿Te volveremos a ver, eh... Connery? —preguntó, intrigada, la princesa.
— ¡Denlo por hecho! —exclamó Ethan, levantando su dedo pulgar; una expresión que la pareja imitó al tiempo que enarcaban una ceja y sin llegar a descubrir del todo su significado.
Una semana más tarde se estaba celebrando la boda real. El príncipe fue aclamado por encontrar y salvar a la princesa, y el salvador desconocido —aunque no estuvo presente en las nupcias— fue ovacionado igualmente por salvar a los recién casados. La fama de un héroe legendario “aparecido en el aire" se extendió por las comarcas, y aunque la hada malvada y su maleficio habían desaparecido para siempre, la princesa no pudo parar de reír cuando las otras dos hadas buenas le preguntaron al mismo tiempo:
— ¿Es verdad, Hilsa? ¿Es cierto que aterrizaron sus narices en la nieve? 😃
Fin

Nota
Originalmente este cuento terminaba en la
Parte 2. La 3ra. parte se escribió 127 años
más tarde para darle un final feliz °-°
Pepito y la Fiesta de Don León
Rita María Albrecht

Ilustración sin firma de autor desconocido


Don León se veía grandioso. Tenía una melena larga y voluminosa que envolvía su cabeza como una nube dorada. Sus ojos eran de un color ámbar y tenía una expresión muy amable e inteligente.
— Buenas noches, don León —dijeron Lola y Lulé (que eran dos foquitas, amigas de Pepito).
— Buenas noches —tartamudeó Pepito intimidado.
Don León era verdaderamente una personalidad impresionante y Pepito se sintió súbitamente muy nervioso.
— Buenas noches —respondió don León con voz amable— ¿Cómo estás, Lulú? ¿Y tú, Lola?
— Muy bien, gracias, don León —respondió Lola cortésmente después de haber ejecutado una reverencia profunda y muy elegante— Gracias, estamos bien.
— Se les trata bien, espero.
— No tenemos razones para quejarnos, don León. Es verdad que es un poco molesto tener la boca llena de agua todo el día. Pero de una manera u otra una tiene que ganarse la vida, y en fin, estamos trabajando en uno de los rincones más lindos de Santiago.
— Veo que me han traído a alguien de visita. ¿No es Pepito?
— Sí, don León. Buenas noches.
— Te conozco hace ya muchos años, Pepito —dijo, todavía sonriendo— Vives en la avenida El Cerro, frente al teleférico, ¿verdad?
— Sí, don León. El teleférico es muy lindo.
— ¿Y te gusta nuestra fiesta?
— ¡Ay, la encuentro fantástica! —gritó Pepito entusiasmado— Nunca lo hubiera esperado: una fiesta en el Parque Forestal, a medianoche.
— Bueno, bueno —dijo don León, satisfecho— Espero que continúes gozando. Seguramente vamos a vernos de nuevo antes de que se vayan.
— Gracias, don León —dijo Lulú— Con mucho gusto.
Pero antes de poder bajar las escaleras, oyeron un grito lleno de rabia y se quedaron parados de horror. La orquesta interrumpió abruptamente su función. Todo el mundo estaba empujando y tratando de ver qué sucedía.
— Caramba —gritó Lulú— Es el vendedor de pan.
— ¡Socorro! —gritó en voz alta— ¡Socorro: me han robado todos mis panes! Don León, por favor ayúdeme. ¡Me han robado mis panes! Toda la canasta. ¡Ay, ay! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué mundo es este que roba a un hombre viejo?
Sollozando buscaba su pañuelo y se sonó con mucho ruido.
— Siéntate y cálmate primero —le tranquilizó don León— En seguida enviaré a que busquen al ladrón.
No necesitó mucho tiempo para encontrar al culpable. Después de dos minutos se oyeron lamentos y voces excitadas que se acercaban. El barrendero que antes estaba parado detrás de Pepito empujó por entre la muchedumbre. En su mano derecha en alto portaba "algo" chiquitito, blanco, que trataba de liberarse.
— ¡Ladrón desalmado! —gritó el vendedor de pan— ¡Monstruo! Me tienes que pagar eso. Robar a un hombre viejo...
— Póngalo en el suelo —ordenó don León.
— Se arrancará —advirtió el barrendero— Es un verdadero diablo. No quería devolverme los panes: rasguñó, mordió y gruñó.
— Póngalo en el suelo —ordenó don León de nuevo. No huirá.
El barrendero puso al ladrón a los pies de don León.
— ¡Pero si es un perro! —gritó Pepito, sorprendido.
— Un cachorrito —dijo don León, compasivo— ¿Alguno de ustedes lo conoce?
Se dirigió luego a la muchedumbre.
— Hace cuatro o cinco días lo vi por primera vez —dijo uno de los vendedores de helado— Aquí en el Parque.
— ¡Está perdido, el pobre chiquitín! —gritó la vieja señora— Seguramente ha tenido hambre el pobrecito.
— ¡Es un ladrón sinvergüenza, nada más! —gritó airadamente el vendedor de pan— Insisto en que se lo entregue a la policía.
— Pero no se puede entregar a la policía un chiquitín tan simpático, ¡bárbaro! —protesto la señora vieja.
— Ay —jadeó el vendedor de pan— No lo puedo, ah. ¿Y qué hay de mis panes? ¿Ud. los va a pagar?
— Pagar, pagar, pagar, ¿No tiene otra cosa en la cabeza? ¿Cómo puedo yo pagar sus panes si no tengo dinero?
— Bueno, yo tampoco lo tengo —respondió el vendedor de pan.
Don León intervino para calmar las emociones:
— Si él está perdido —dijo— No nos queda más que encontrar a su familia. Estoy seguro que te pagarán tus tres panes.
— No tiene familia, don León —dijo el barrendero— Le han abandonado.
— ¡Ven! —llamó Pepito al cachorro— Ven, por favor y no tengas miedo. No permitiré que te hagan daño.
— Yo quiero mi dinero —insistió el vendedor de pan.
Lentamente el perrito levantó la cabeza y olfateó la mano de Pepito.
— No oigas al vendedor de pan, yo te protegeré —le consoló Pepito.
El perrito le miró atentamente por entre sus rizos desgreñados, y de súbito, se levantó y se sentó en su falda, lamiendo su mejilla con su lengüita rosada.
— Insisto en que se le entregue a la policía —regañó el vendedor de pan nuevamente— ¿Es que basta con ser atractivo para hacer todo lo que uno quiere?
— Pero se estaba muriendo de hambre, don León —imploró Pepito— Además es tan chiquitito. No sabe lo que es bueno y lo que es malo. Aquí en el Parque seguramente va a morirse de hambre, todavía es demasiado chico para defenderse de los perros más grandes, que también buscan comida.
Olvidando su timidez, rogó Pepito:
— Don León, yo puedo llevarlo a mi casa. Y si el vendedor de pan tiene un poco de paciencia le pagaré los tres panes, de mi mesada.
— ¿Tus padres no se opondrán cuando llegues con un perro a la casa? —Preguntó don León.
— ¡No! Estoy seguro que no —dijo Pepito, y observando la incredulidad de don León, añadió rápidamente— Cuando oigan lo que pasó, van a aceptarlo. Por favor, no permita que lo entreguen a la policía. Ya ha tenido tan mala suerte y es todavía tan joven. Por favor, don León.
— Desgraciadamente no puedo ayudarte mucho. Es el vendedor de pan quien tiene que tomar la decisión.
— Pero puede rogarle, don León —solicitó Pepito.
— ¿Porqué no se lo pides tú, directamente a él?
— Necesito el dinero para vivir —rezongó el vendedor de pan— Nosotros los pobres no podemos permitirnos caridad.
— Pero uno puede mantener su buen corazón —dijo don León— Además lo has oído: Pepito te pagará los panes. Tienes que tener solamente un poco de paciencia.
El vendedor gruñó algo que no parecía ni sí, ni no.
— Don León —intervino el barrendero— ¿Porqué no hacemos una colecta? Tres panes no cuestan una fortuna. Estoy seguro de que podremos reunir la suma.
Y así fue. Don León entregó al vendedor de pan la suma reunida y acarició al perrito blanco que se encontraba acurrucado en los brazos de Pepito.
— ¿Cómo vas a llamarlo? —preguntó don León.
Pepito miró a su nuevo amigo.
— Mmm —dijo luego— Creo que se llama "Toqui".
#
De pronto Pepito abrió sus ojos, y oyó todavía muy, muy lejos la música. Frente a su camita se encontraba su mamá y el doctor Bermúdez:
— Estaba donde don León, mamá —murmuró Pepito todavía medio dormido— ¿Sabías, mamá, que Lola y Lulú pueden hablar?
La mamá de Pepito miró angustiada al doctor Bermúdez. Sin embargo, éste, para tranquilizarla, movió la cabeza en signo negativo. Pero de repente se oyeron gruñidos, ladridos, rasguños en la puerta y entró algo blanco chiquitito, entró como torbellino a la habitación y se abalanzó sobre la cama. Lamió impetuosamente la cara, el cuello y los brazos de Pepito.
— ¡Ay, Toqui! —gritó Pepito, feliz— ¡Aquí estás! ¡Siéntate, Toqui! ¡No! ¡No! ¡No! ¡Déjalo. Me hace cosquillas. Déjalo! ¿No es lindo, mamá? —Preguntó Pepito— Lo he encontrado en la fiesta de don León. El vendedor de pan quería entregarlo a la policía. Puede quedarse con nosotros, ¿verdad, mamá? ¡Por favor, di que sí, mamita!
— ¿De dónde viene? —preguntó el doctor Bermúdez— Nunca lo he visto antes aquí.
— Esta mañana lo encontramos en el jardín, delante de la ventana de Pepito. Se quedó todo el tiempo sin moverse —respondió la mamá de Pepito.
— Bueno —dijo el doctor Bermúdez, quien observó pensativamente a los dos en la cama— Parece que se conocen muy bien.
— Sí, pero yo no lo comprendo —dijo la mamá de Pepito un poco preocupada— ¿Cómo lo encuentra Ud., doctor? ¿Está un poco mejor?
— ¿Un poco? —Exclamó el doctor, sonriente— ¡Véalo! En pocos días estará completamente repuesto.
Fin

Aclaración
2ª Parte de un relato Chileno-Alemán (la 1ª Parte está perdida).
El fondo de la ilustración fue cambiado por hallarse borroso °-°
El Primer Cuento
Oriana Martínez E. & Antonio Ross M.

Arte rupestre de Klaus Hausmann

Imagina una noche en la Prehistoria. Oscura y negra. Lluvias torrenciales. Relámpagos y truenos. Inmensos árboles agitándose y doblando sus figuras ante el ímpetu del viento huracanado que, silbante, rompe los oídos. Imagínalo. Allá, al fondo, una pequeña luz en la montaña, suave, tenue, como una estrella lejana. Acércate, mira... y escucha...

Una fogata y un animal asándose lentamente sobre ésta... Hace calor en la caverna. Hombres rudos vestidos con pieles de animales están juntos, cerca de la lumbre, expectantes, ansiosos. De pronto, uno de ellos, el cazador, comienza a relatar, y cuenta la cacería. Muestra sus heridas, aún frescas, en brazos y piernas. Los demás lo miran, lo admiran, pendientes de la proeza que les dará el sustento. Viven, sufren, vibran con él en las correrías, en la emboscada del animal, hasta el enfrentamiento final, cuando el cazador, habiendo debilitado al animal, desangrándolo, haciéndolo correr, lo enfrenta, en el combate definitivo.

La fiera embiste. El hombre la espera a pie firme, resiste el salvaje choque, y con sus fuertes brazos rodea los cuernos del animal. El hombre es elevado por los aires, pero no suelta a su presa. Carga todo el peso de su cuerpo a un costado, hasta hacer doblar la cerviz de la bestia. Ésta bufa, resopla, trata de enderezar su cabeza dominada por ese peso inesperado, pero se le doblan las rodillas y... no puede. Cae. El hombre ha triunfado.

Su auditorio —mujeres, niños, los otros hombres— escuchan entusiasmados el combate. No han perdido ni un detalle. Ni una imagen. Algunos de ellos, quizás los con más imaginación, hasta escucharon los bufidos de la bestia y los gritos del hombre.
El primer cuento ha sido contado.
Allá lejos, en una cueva perdida en el tiempo,
miles de años atrás...

Fin
Los 3 Cerditos y la Lámpara Maravillosa
Ethan J. Connery

Será cierto lo que se cuenta, que este cuento ni pretende ni aparenta, pero a mí me lo narraron de forma que se entienda, que aunque ni rima ni resalta: es la verdad científica exacta. La historia es sobre tres cerditos que vivían en el campo. Todos hermanables y unidos. Mutuamente apoyaban sus labores camperas. Su casita siempre limpia y ordenada los enorgullecía completamente y debiera. Pues muy bien complementaban.

Un puerquito era inventor y construía lo que necesitaban; desde zapatitos para pezuñas hasta camisas llevaban. Otro cochinito era cocinero y por tanto, cocinaba; esas cosas ricas que a todos gustaban. Y por último, un cerdito escritor, quién redactaba; de inventos y recetas, pero de vez en cuando, algún cuento en su momento de poeta.

Y así durante años crecieron a la par, hasta que ya grandes decidieron marchar. Tiraron una moneda, y como no saliera cara, cada cual tendría su propia morada. Un día simplemente partieron: fila india por el bosque a construir sus casitas, porque así lo quisieron.

Pero —y aquí es donde la rima se acaba— los senderos del bosque se enrevesaban, y sucedió que en un momento de la travesía tomaron —sin quererlo— diferentes caminos, llegando cada uno a lugares muy distantes. Para cuando se dieron cuenta, se encontraban solos, aislados y con hambre: se habían perdido.

De esta suerte, Puerquito inventor llegó a una campiña; con muchas frutas, verduras y setas. Todas muy grandes que crecían en el área. Pero como no era cocinero, no pudo hacer más rica cena que lo dejara dormir y soñar feliz y contento. Por su parte, cochinito cocinero llegó a una montaña; llena de árboles, piedras y lianas. Muy útil y convenientemente estaban dispuestas. Pero como no era inventor, no pudo hacer una choza que le protegiera del frío para dormir y soñar feliz y contento.

Pasó —entonces— que el cerdito escritor llegó a un paraje muy diferente. Más allá del bosque, la campiña y la montaña. Una hermosa playa se extendía, sinuosa y sugerente, limitando al mar con sus arenas doradas. El océano brillante y azulado se perdía en la distancia. Poco le importaba a este cerdito la comida o el techo; así que llegada la noche se echó a dormir bajo una inspiradora morada.

Al día siguiente el sol brilló nuevamente en lo alto cuando el cerdito escritor despertó en la arena. Una duna tibia lo cubría, pero él bien lo sabía: su viaje apenas comenzaba. Un largo trayecto le esperaba para encontrar a sus hermanos perdidos. Estaba con ese pensamiento en mente, cuando una gran ola se acercó justo a donde reposaba.

¡¡Fussssh!!

Rompió la ola en la playa. Sorprendido el cerdito alcanzó a saltar hacia atrás, antes de que el agua lo empapara, y para cuando el maretazo se retiró, en la arena quedó depositada una lámpara de aceite... como esas doradas y curvas que venden en los mercados de Oriente.
— ¡Una lámpara maravillosa! —exclamó— ¡Como en los cuentos de Aladino!
El cerdito tomó el tesoro entre sus pezuñas, apreciando su agraciada y exótica forma ondulante: se sentía con suerte.
— ¡Que elegante diseño: ha sido bien elaborada. Sin duda sorprenderé a mis hermanos cuando los encuentre!
De pronto se le ocurrió que de verdad sería mágica, así que la frotó esperando que un genio apareciera. Aunque mucho intentó no pasó nada. Así que cansado se echó nuevamente en la arena a tomar otra siesta, porque sí: era dormilón. Ya había empezado a roncar otra vez, cuando una palmadita en la cara lo despertó.
— ¡Pssst! Amigo... ¡Despierta! —dijo una vocecita chillona.
Cerdito escritor se levantó sobre su colita resortera. Frente a él un genio de Oriente flotaba en el aire, como omnipresente. Pero a diferencia de los genios comunes, que son muy grandes, éste era chiquito... incluso más pequeño que el cerdito.
— ¿Quién eres tú? —preguntó, despistado.
— ¿Cómo quién? ¡Soy el mago de la lámpara! ¿No me acabas de llamar?
— ¡Oh, ya veo! —respondió asombrado el cerdito— Pero harto rato pasó, y como no aparecieras en tiempo prudente, supuse que la lámpara era de aceite, común y corriente.
— Es verdad —reconoció el mago— Es que yo también estaba durmiendo dentro de la lámpara y me costó despertar.
— ¿Tenías mucho sueño?
— No sabría decirte: llevo cincuenta años durmiendo allí, así que estoy un poco fuera de práctica —se disculpó el geniecillo.
Que la respuesta causó gracia al cerdito, no hay duda, pues preguntó entusiasmado:
— ¿Y me concederás un deseo?
— En realidad tres puedo concederte —le explicó el mago— Pero antes presentémonos, ya que no he conversado con nadie en mucho tiempo, y el trato es más educado si nos dirigimos por nuestros nombres verdaderos.
— Me llamo "Cerdito". ¡Mucho gusto, Sr. genio!
— Eso me vale. ¡Un placer conocerte, Cerdito! Mi nombre es "Genio".
Ambos se dieron la mano (o más bien: la pezuña y el humo), e inmediatamente se voltearon a mirar hacia afuera de este cuento... hacia la cara del lector que los iba imaginando... lo miraron con sus ojos saltones: harto rato y directo a la cara °-° como si supieran que el lector sabía que de ellos y de él mismo se trataba. Luego los personajes volvieron a lo suyo.

Cerdito explicó a Genio que si bien su nombre era Cerdito, sus hermanos se llamaban correspondientemente "Puerquito" y "Cochinito", y de esa forma todos eran perfectos marranos. Ni uno más ni menos gorrino que el otro. El mago escuchó atentamente esta descripción y su posterior relato, así se enteró de sus motivaciones viajeras y de porqué el chanchito estaba tan solitario en esa playa desierta.
— ¿Qué me sugerirías en mi situación? —Preguntó el cerdito escritor, que deseaba reencontrarse con sus hermanos.
— Mi sugerencia es que nunca le pidas una sugerencia a un genio, o perderás un deseo en forma de sugerencia... por lo demás: te quedan sólo dos deseos.
A Cerdito le sorprendió la respuesta, y atinó que debía pensar bien lo que decía de ahora en adelante, así que se puso a pensar. Y así pensó y pensó... largo rato pensó, hasta que finalmente dijo:
— Okey.
El mago puso cara de espanto.
— ¡Acabas de perder tu segundo deseo! —le reprochó.
— ¡Espera, espera! —reclamó Cerdito— ¡Eso es injusto: si sólo dije "okey"!
— Sí —respondió el genio, agachando la cabeza como quién no quiere la cosa— Pero eso significa que estás conforme con tu segundo deseo... ¡Así que sólo te queda uno!
Estaba por ponerse rojo, Cerdito, cuando notó que el genio lo miraba de reojo:
— ¡Era broma, era broma! —rió el pícaro geniecillo.
Era evidente que el mago de la lámpara tenía un sentido del humor poco común para los de su especie; por lo corriente más formales y matemáticos en sus tratos.
— ¡¡Ufff!! —suspiró aliviado el cerdito, y replicó— ¡No hagas eso de nuevo!
Genio se llevó la mano a la cara.
— ¡Noooooo! ¡Ahora si que perdiste tu segundo deseo! —exclamó afligido— ¡Y ésta vez no puedo hacer nada para remediarlo! Lo que sí, puedes estar seguro que no volveré a hacer eso de nuevo.
Contento no estaba Cerdito, pues se dio cuenta que al pedirle eso había perdido su segundo deseo. Se dio una palmadita en la cara por ingenuo.
— ¡Pero si no estaba deseándolo! —reclamó de nuevo.
— ¿Entonces no deseas que bromee en cuanto a la cantidad de tus deseos?
— ¡Mejor hablemos de otra cosa o perderé mi último deseo! —exclamó Cerdito.
— "Otra cosa" —dijo el genio que fue desvaneciéndose en el aire junto con la lámpara, al tiempo que se despedía, sonriendo— ¡Ha sido un placer hacer tratos contigo!
Cerdito escritor no lo podía creer: había perdido su último deseo, y lo peor de todo es que seguía perdido, al igual que sus hermanos.
— ¡Oye, autor! —gritó enojado Cerdito hacia el cielo— ¿Qué clase de cuento tan ridículo es éste? ¡¡Acabas de quitarme tres deseos que bien me los había ganado!!
 El Autor de esta historia quedó pasmado: su personaje le estaba reprochando sin su consentimiento.
— ¡Ya déjate de juegos semánticos y escribe algo cuerdo! ¿Cómo se supone que terminará este cuento? —reclamó de nuevo Cerdito a su autor— ¡Te exijo que te hagas presente!
Porque no podía ser de otra manera, el autor se dio cuenta de que estaba jugando con su personaje. Así que el escritor humano se puso más serio y luego de pensarlo detenidamente, decidió abrir un Vórtex hacia el reino de los cuentos perdidos, donde naturalmente vive Cerdito y su cuento. Bien merecía el personaje una explicación coherente, por lo que este autor se fue a disculpar.
*

Un Vórtex —también llamado "vórtice" o "portal"— es un remolino de magia por el que uno puede pasar (como a través de un túnel o espejo) hacia El Reino de los Cuentos Perdidos: un universo paralelo donde el tiempo no existe y la imaginación no tiene fronteras. Ahí habitan nuestros personajes más queridos. Las personas que conservan y cultivan a su "niño interior" —sin importar su edad— tienen el poder de abrir aquel pasaje extraordinario, ya que todos hemos estado ahí alguna vez... en nuestros propios sueños. Más adelante les redactaré un manual detallado sobre cómo abrir un Vórtex desde el planeta Tierra ☺ — El autor.

*
Conoció a su autor —pues— nuestro protagonista, pues el hombre atravesó el Vórtex desde la Tierra de los humanos al universo de la fantasía, llegando justo a la playa donde se encontraba Cerdito, que ya sabemos: también era escritor.
— ¡Hola Cerdito! —saludó amablemente, Ethan J. Connery, que acababa de convertirse en personaje de su propio cuento.
— ¡Que tal! —correspondió el cerdito, curioso— ¿Tú eres mi creador?
— En este cuento, sí —respondió Ethan— De verdad, lamento haber desperdiciado tus deseos... ¿Me perdonarás?
— ¡Claro! Tú me creaste y es lo menos que podría hacer yo. Pero a falta de ese mago tramposo que me enviaste, requiero de tu ayuda.
— No hay problema, Cerdito. Aunque no puedo intervenir directamente en este mundo, sí puedo imaginar lo que te hace falta para que completes cabalmente tu aventura.
— Entiendo —asintió el cerdito... ¡Dame esos cinco!
Y personaje y autor chocaron las palmas. En ese momento una segunda gran ola se estrelló en la playa, dejando a los píes de nuestros personajes una nueva lámpara maravillosa:
— ¿Otra vez? ¡Creí que harías algo diferente!
— Pues, ¿qué habrías hecho tú, Cerdito?
— No sé... quizás me hubieras enviado un globo aerostático para volar por encima de la playa, de la montaña y la campiña, de manera de buscar a mis hermanitos desde arriba.
— ¡Es una buena idea! Se nota que eres un colega escritor —observó Ethan— Eres muy imaginativo. Me pregunto a donde van a parar los cuentos que tú mismo imaginas.
— Algún día te contaré ese secreto —contestó Cerdito escritor, guiñando un ojo.
Ethan J. Connery hizo una reverencia a Cerdito antes de desaparecer, de regreso por el Vórtex hacia la Tierra de los humanos. El portal se cerró en el aire, y Cerdito quedó solo otra vez. Tomó entre sus pezuñas la nueva lámpara mágica y la frotó con su brazo, pero en lugar de salir un genio de la boquilla, comenzó a salir un globo rojo que se fue inflando hasta alcanzar el tamaño de una casa. Del globo colgaba un canasto lo suficientemente grande como para contener a varios cerditos a la vez. Cerdito no lo dudó un instante y saltó dentro de la canasta, llevándose su lámpara maravillosa: el globo comenzó a elevarse.
— ¡Estupendo! —se regocijó, y de algún lado sacó un telescopio para mirar hacia abajo.
Su ánimo bien alto estaba ahora, y así llegó hasta la montaña, donde encontró a su hermano "Cochinito" —el cocinero— que de tanto explorar el área había aprendido a inventar cosas. Se alegraron los chanchitos de encontrarse de nuevo, y entre los dos siguieron su camino aéreo hacia la campiña, donde encontraron a su otro hermanito, "Puerquito" —el inventor— que de tanto recorrer las hortalizas había aprendido a cocinar ricos platos que saborearon entre todos.

Creador y protagonistas quedaron contentos, pues los tres cerditos regresaron en globo aerostático a su casita en el campo. Pero al poco tiempo les volvió a parecer chiquita. Así que tiraron una moneda, y como no saliera cara, cada cual tendría su propia morada, decidieron... Pero un lobo que vagaba en el bosque se enteró de sus planes, y ahí comienza la clásica historia de los tres cochinitos y el lobo feroz ☺

Fin
Voces a lo largo de una tierra
Alicia Morel Chaigneau



Ilustración de "Cárdenas"

Fue una noche de otoño, cuando se escucharon esas dos voces inmensas y profundas que atraviesan la tierra chilena. Una noche oscura y silenciosa, poco después de las cosechas. Cuando todo se echa a dormir, los campos y sus rastrojos, los árboles deshojados, las vetas del agua, fue posible oírlas.

Lado a lado, conversaron la Cordillera y el Mar, aprovechando la tregua de la tierra. Muchos años habían pasado tratando de encontrarse; la Cordillera se empinaba con sus cumbres canosas y el Mar, al otro costado, alzaba sus olas y sus peces y se comía las playas para poder besar los pies de la gran Montaña.

El Mar bramó:
— Aaah, aaah, me gustaría lamer tus rocas, morder las frutas que crecen en tu falda, conocer tus dulces ríos, Cordillera de los mil volcanes que me haces señas con tus llamaradas.
La Cordillera le contestó con sus ecos lentos y graves:
— A mí me gustaría caminar sobre tus aguas, inmenso Mar, como un barco con las velas desplegadas... Pero nos separa esta tierra angosta y larga. ¿Dónde podríamos juntarnos?
— Se me ocurre que yo podría saltar como los corderos —gritó el Mar moviendo sus olas— Probaré por el norte donde antaño dejé mi sal.
— No creo que con saltos de cordero puedas atravesar el gran desierto de Atacama y la Pampa del Tamarugal, amigo Mar. Es verdad que antaño fue tu lecho y que dejaste tus señales por todas partes, pero aquí la tierra es más ancha y mis montañas se alzan a su mayor altura. ¡Podemos mirarnos en los días despejados!
— ¿Es muy terrible el desierto, madre Cordillera?
— Es duro este desierto, salobre como tus aguas.
Nunca llueve, pero la camanchaca humedece con sus neblinas los cerros de la costa y crecen por allí unos pastos salvajes, unos cactus, unas hierbas espinudas que sirven de alimento a los guanacos. El desierto arde en el día y se hiela en la noche; miles de senderillos lo cruzan en todas direcciones; son los hombres que se echaron a andar tras un tesoro, es la soledad que busca compañía.
— En el desierto hay muchos tesoros escondidos y otros a flor de tierra. Allí dejé el salitre y encubrí los metales preciosos y las piedras finas, y las profundas vetas del agua.
— Sí, lo sé —murmuró la muy alta—, los hombres han apreciado más los metales que el agua, cuyas venas descienden de mis faldas y se sumergen bajo el desierto. Pero no todo es aridez, amigo Mar, tengo por ahí diseminados, unos riachuelos que riegan fértiles quebradas y algunos oasis, donde olivos y limoneros dan frutos exquisitos. Tengo un río de aguas salobre, el único que el desierto no mata, y desemboca en las playas, endulzando. Y en mis valles cordilleranos hay prados de verde alfalfa donde se apacientan rebaños de llamas, vicuñas y ovejas.
El Mar se llenó de espumas y murmuró roncamente:
— Yo quisiera ser como una oveja para llegar hasta ti y pacer en tus laderas.
— No puedes llegar a través del desierto. Los puertos te vigilan con sus faros. Más al sur, tal vez podamos reunirnos.
— Me vigilan con sus ojos amarillos Arica, Iquique, Antofagasta, Caldera y Copiapó...
— Espera, este último nombre me dice algo —musitó la Cordillera— Copiapó es el primer río de aguas dulces que baja de mis vertientes interrumpiendo el desierto. Luego vienen seis ríos más que riegan mis valles transversales, seis nombres verdes: Huasco, Elqui, Limarí, Choapa, Ligua, Aconcagua.
— ¿Crees tú, madre Cordillera, que puedo llegar hasta ti a través de los floridos valles?— Es más fácil que yo arribe a tus playas junto con los dulces ríos y las estrías de mis montañas. Así tendrás mis frutos más deliciosos, y los aguardientes que producen los soles a través del cielo más transparente de América.
Dijo el Mar:
— Siento que caen a mis aguas las constelaciones desde La Silla y el Tololo y mis profundidades sorben las luces de Orión y de Sirio. ¡Creo que por fin podremos juntarnos!
— Oh, no, ansioso Mar, porque ahora viene el orgulloso Valle Central que se extiende a través de seis regiones, desde la cuesta de Chacabuco hasta Puerto Montt. Valle encerrado entre cordilleras: una alta, que soy yo y otra bajita, que es hija mía y bordea la costa.
— ¿No podría atravesar yo esa Cordillera de la Costa con el salto de mis delfines?
La Cordillera rió largamente.
— No te ilusiones, amigo Mar. Esa que yo llamo mi hija, levanta lomas y cerros que te impedirán el paso. Más al sur, se llama Nahuelbuta y he de decirte que durante la noche cruje y repite de loma en loma el susurro de sus araucarias y sus robles, sus bosques que el hombre pretende domar y matar, y se defiende como los pumas y los zorros que allí habitan.
— Quisiera conocer el Valle Central, Madre nuestra.
— Tienes razón en desearlo porque es una tierra de maravillas.
A lo largo de su verdor las cuatro estaciones se marcan con el colorido de sus flores y sus frutos, diferentes a medida que se avanza de norte a sur. Al comienzo, su clima templado no tiene igual; ríos despeñados bajan de las quebradas y los sueños producen toda la gama de los frutales y hortalizas. La fuerza de estos ríos ilumina todo el valle, moviendo turbinas, y llenando represas. Esta es la zona más poblada y alegre, y aquí está la cuna de los bailes, de los rodeos y las mantas.

El Mar dio un gran salto y bramó:
— Quiero tener una manta de colores.
— ¿No te bastan los arcoíris?
— Quiero entrar por los ríos hasta el valle de la cueca...
— Espera un poco, avancemos más al sur —se asustó la Cordillera—, donde corre el Biobío, padre de las lluvias, padre de la raza mapuche. ¿No oyes crecer las selvas? Aquí empiezan las maderas preciosas, echa sus perfumes la savia de arrayán y del ulmo, empiezan a nacer los copihues enredados en los robles. Los choroyes dan voces al bosque y las luciérnagas danzan en las noches de verano.
El Mar dio un gran suspiro y trató de empinarse, cayendo estruendosamente sobre las playas.
— Pero, madre Cordillera, ¿cuándo vas a mostrarme tus tesoros, cuándo vamos a poder jugar, tú chapoteando en mis aguas, yo, mojando tu cabeza?
— Aquí, amigo Mar, porque ya hemos llegado a las islas. ¡Mira que abundancia de lagos, de archipiélagos! Tú me persigues por los canales, pero yo me agacho y me levanto y juego hasta desaparecer bajo tus puras aguas.
Así, el Mar invadió la tierra, saltando, lanzando gritos, formando collares de espuma en torno a las islas.
— Toma mis perlas, las ostras, los erizos; mis anémonas azules y rojas. Te he traído sierras de plata y atunes de oro. ¡Cuánto me gusta gritar en torno a Chiloé, inundándola de ecos!
— Escucha a los que siembran la papa y a los que hacen las cosechas, a los que pescan y a los que tejen y bordan.
— Mis pincoyas te cantan, madre Cordillera, y un barco fantasma despliega sus velas sobre tus cumbres.
Agradecida, la Cordillera se bajaba cada vez más, murmurando:
— No te olvides de Aisén, amigo Mar. Es una región que se está abriendo, con sus llanos y sus montes, sus lagos y sus ríos navegables, sus soledades y sus pastores. Yo la amo, y alzo aquí mis glaciares más antiguos y mis montes más bellos. ¿Has visto los flamencos y los cisnes que surcan sus cielos?
— Veo sus nubes viajeras, los témpanos que navegan en la lagua San Rafael, los vientos furiosos y desbocados.
— Y aquí está Magallanes —suspiró la Cordillera con sus última fuerzas— Brilla como sus faros y promete darnos el oro negro, el petróleo y la riqueza de sus ganados de ovejas, sus infinitos llanos donde el viento no tiene piedad de los retorcidos árboles.
Y estas fueron las últimas palabras de la Cordillera. En Cabo de Hornos se sumergió bajo el Mar, que gritó victorioso:
— ¡Por fin estamos juntos! Mis olas brillan oscuras por la gran profundidad. Pero allá lejos, más allá del Mar de Drake, veo de nuevo brillar tus cumbres de plata y cristal; madre Antártica, protectora de esta larga tierra que tiene todos los climas, todos los frutos y maravillosas promesas.
Las dos grandes voces guardaron un gran silencio. Entonces volvió a alzarse el murmullo del Mar:
— Tengo un regalo para ti, hermosa Cordillera, tengo una isla adelantada de los mares del sur que canta como un caracol marino. Quiero prenderla a tu oreja antigua para que oigas una canción extraña. Se llama Rapa Nui, Ombligo del Mundo y grandes estatuas de piedra miran hacia los mares.
La Cordillera, en respuesta, hizo brillar la alegría de sus nieves eternas, dispensadoras de los ríos. Y su voz y la del Mar siguieron y siguen aún resonando a lo largo de esta tierra de Chile. Sólo falta que callemos y atendamos para que podamos escucharlas mejor.

Fin
El Último Expreso de la Noche
(Para la Tía Mabel, en su 44º cumpleaños)

Ethan J. Connery

El reloj de péndulo de la biblioteca tocaba la medianoche, cuando el profesor Herrera despertó.
¡Cielos! ¿me habré dormido? —se preguntó.
Ante él, la sala de clases yacía solitaria y sus luces apagadas. ¡Que interminable día le había tocado!
¡Oh! —pensó— sólo Morfeo sabe cuántas horas han pasado.
La luz de luna que entraba por el largo ventanal a su derecha, inundaba el ambiente con fuerza seductora.
— Querida Sofi... —murmuró.
Había soñado con su amada Sofía, a quien conoció durante unas vacaciones abordo de una barcaza con destino a Puyuhuapi. Tan solita y delicada estaba ella en una esquina, apreciando los bosques que se extienden hasta la costa. El paisaje era insuperable y la embarcación flotaba placentera, cual hoja de lirio en un estanque. Amor a primera vista.
Si tan sólo pudiera dormir otro poco —pensó el profesor, quien deseaba continuar aquel sueño encantador.

Todo el mundo había partido en el expreso de la tarde. Eso incluía al director, dos profesoras, el cocinero y sus queridos alumnos, ninguno de los cuales vivía en “Cerrito Olvidado”, que tal era el pintoresco nombre del sector.
El profe”, como lo llamaban cariñosamente sus estudiantes, se había quedado revisando los exámenes hasta que el sueño lo venció. Un cerro de papeles aguardaba impasible su escrutinio.
¡Snorrrr...! —ya había comenzado a roncar de nuevo, pero un sonido no tan lejano lo despertó de improviso.
¡Tuuut Tuuuuuut! —sonó a la distancia— ¡chuku chuku chuku!
El profe se levantó de su sillón, sobresaltado. Miró por el ventanal y divisó un foco de luz redondo y amarillo que se acercaba vertiginosamente a la estación.
¡Recórcholis! —exclamó— ¡se me ha hecho tarde otra vez!
El pobre profesor, seguro de haber oído sólo once campanadas del reloj, guardó en su maletín su libro y los exámenes restantes.
¡Terminaré el trabajo en casa!
Abrió la puerta de la sala y corrió por el pasillo rumbo a la salida. Parecía una centella. —¡Qué son 75 años para un espíritu joven! —solía decir.
Por alguna razón el profesor Herrera siempre era la última persona en irse de la escuela. El portero lo sabía y por eso le dejaba la copia de las llaves debajo del pisapapeles con forma de hidroavión, sobre el escritorio.
¡La llave! —se acordó nada más llegar a la puerta de salida, y acto seguido volvió “volando” a la sala. Levantó el pequeño hidroavión y descubrió con horror que la llave que abría la única puerta funcional del recinto, no estaba.
— ¡Por Plutón! —imprecó el profesor de matemáticas— ¡no es posible!

Efectivamente, el portero había olvidado el encargo, y no era la primera vez. Para ese entonces el tren ya había arribado a la pequeña estación, iluminada con un par de focos a trescientos metros de la escuela. Cerrito Olvidado era un pueblo pequeño. Tan pequeño que sólo lo conforma la escuela, la estación, la cabaña de Eric (el portero), y un galpón que guardaba una vieja locomotora Pacific un tanto oxidada y en la que los niños jugaban durante los recreos. Todo ello al atento resguardo de los tres profesores de la escuela “Christa McAuliffe”.

El profesor sabía que aparte de él, nadie más abordaría el último expreso de la noche. La estación estaba vacía, y en distancia le pareció ver a Eric durmiendo en la oficina de boletos. De su maletín extrajo unos prismáticos que usaba para buscar planetas cuando viajaba de noche a bordo del expreso. Dirigió los lentes hacia la oficina de boletos y enfocó...
¡En efecto! Ahí estaba el bueno de Eric, sentado, con el asiento echado hacia atrás contra el mesón, y su ridículo sombrero de “cowboy” en la cara.
¡Roncando de lo lindo y yo aquí atrapado! —se quejó el profesor.
El pobre Eric además de guardia y portero, era el gásfiter, el mecánico, el nochero, el vendedor de boletos de tren, y el ahuyentador de pumas ocasionales. Incluso ayudaba en la cocina y su salsa de champiñones era mundialmente famosa entre los habitantes del Cerrito Olvidado.
¿A quién se le ocurriría levantar una escuela en un lugar tan apartado?
Los niños venían desde “Cerrito Alejado”, a unos 6 o 7 kilómetros. Nadie en Chile recuerda a Cerrito Alejado, ¿qué más le queda a Cerrito Olvidado?
El maquinista sabía que el profesor salía tarde del trabajo, pero todos tenían un horario que cumplir: si el Sr. Herrera no llegaba a las 00:15 horas a la estación, se entendería no había pasajeros y el tren partiría según el itinerario.
— ¡Eric, me quedaré encerrado! —gritó el profesor— ¡Ah, bribonzuelo!

De nuevo se acordó de Sofía. Si no llegaba a casa ella esperaría en vano, preocupada. Recordó el bello autorretrato que su esposa pintó para su cumpleaños, exactamente un año atrás. Era el regalo más bonito: la dulzura que infundía aquella mirada era miel para su corazón, enamorado del recuerdo.
Es mi cumpleaños y Sofi me espera. —pensó. ¿Qué podía hacer?
Miró el pestillo de la ventana, pero él no iba a salir por ahí como un vulgar ladrón. El profesor era caballero de la vieja escuela, y ellos salen por la puerta.
¡Tuuut Tuuuuuut! —sonó por vez segunda la bocina del tren.
Sofia era más importante que el ego caballeresco, así que el profe saltó sobre el pupitre más elegante, giró el pestillo de la ventana y lo rompió.
¡No puede ser, que mala suerte! —exclamó incrédulo.
Con la mirada perdida unos segundos, intentó buscar una solución matemática al problema, pero no la encontró. En aquel efímero instante, un pequeño punto de luz en el suelo de la sala, llamó su atención. Bajó del pupitre y recogió el objeto: era un clip metálico que brillaba a la luz de la luna. No lo pensó dos veces: tomó el clip, se hizo un ganchito y corrió una vez más por el pasillo, de regreso a la salida. ¡Tenía que funcionar!, introdujo el gancho a la cerradura mientras giraba la manilla. Lo hizo varias veces pero no abría.
¡Vamos! —se animó— ¡si a MacGyver le funcionaba en la tele!
Su afición a los clásicos en VHS no había pasado de moda para él.
¡Tuuut Tuuuuuut! —sonó por vez tercera la bocina del tren.
El profesor sabía que cinco minutos después el tren partiría sin más. Era ahora o nunca, pero pasaron los minutos y la improvisada llave no giraba.
De haber hecho Eric su trabajo, él no se encontraría en esa situación.
— ¿Olvidarse la llave, quedarse dormido y no despertar con la bocina del tren, dejándome aquí encerrado? ¡Ni que hubiera conspirado contra mí! —se quejó.
¡Chuuf chuuf chuuf! —se oía en la estación— ¡chuuuku chuuku chuuku...!
¡Chuku...! —repitió el profesor, conjurando a la cerradura para que entendiera la difícil situación.

Era claro que el tren había partido, y a medida que se alejaba, el profesor dejó de insistir... hasta que se detuvo finalmente. Aun abriendo la puerta sabía que no podía darle alcance a un moderno ferrocarril. El profe soltó su maletín.
¡Lo perdí! —se dijo en voz alta y acongojado, revelando a un ser humano capaz de cometer errores, como cualquiera.
Metió una mano en el bolsillo interior de su abrigo y extrajo su boleto de tren, pero casi al instante se le cayó. ¿De qué le servía hora?
Sofía... —murmuró impotente.
Los ojos del profe humedecieron, y una lágrima se liberó cayendo sobre el boleto que yacía en el suelo. Rendido, se sentó en el frío piso de madera y ahí permaneció, observando con el boleto con tristeza. A lo lejos las ruedas del último expreso de la noche resonaban sobre sus rieles sinuosos, adentrándose en lo profundo del bosque que cubría los parajes de Cerrito Olvidado.

El crepúsculo llegó con fuerza cuando el generador a diésel se detuvo y las luces de la estación se apagaron, dando lugar al profundo y solitario silencio de la noche. El profesor se cubrió con su abrigo ahí mismo donde estaba, pensando en Sofía. De alguna manera creía oír en la distancia al "Ángel", de Sarah McLachlan, aquel tema musical que tanto gustó a Sofía en sus últimos años. La noche se tornó fría y desolada. De vez en cuando el profe despertaba incómodo.
Si al menos hubiera traído mi saquito de dormir... —pensó de repente. Parecía que iba a dormirse de nuevo, cuando entreabrió un ojo y le pareció ver un destello de luz sobre el boleto de tren. De pronto el billete se vio succionado a través de la rendija de la puerta, como tragado por una aspiradora. El profesor se reincorporó de un plumazo.
¡Vaya! —exclamó estupefacto— acaba de volar mi pase.
Dirigió instintivamente la mano a la manilla de la puerta y casi al instante se detuvo al recordar que estaba cerrado. Sin embargo, el ganchito que había construido giró sólo y se abrió la cerradura. Una luz entró por los bordes de la puerta y una bocanada de aire tibio se coló al interior. La puerta se abría. 

¿Eric? —preguntó en voz alta el profesor.
Se acomodaba el cuello del abrigo cuando su atención quedó hechizada al observar que, tras la puerta y en lugar del sendero que da a la estación, la salida se hallaba por encima de unos rieles de ferrocarril, que estrepitosamente y a gran velocidad se alejaban... hacia un horizonte indescifrable. Como si fuera la puerta de salida del último vagón de un tren corriendo lo largo de una extensa pradera de infinitos pastizales. En lo alto, la luz de una luna bañaba de azul el impresionante paisaje, así como la copa de los árboles que cada cierto tramo aparecían junto a la vía. El profesor Herrera no salía de su asombro.
¡Cielo santísimo! —exclamó finalmente— ¿estaré soñando?
El viento se arremolinó a su alrededor, enmarañando su cabello. Podía sentir el vaivén del vagón en el piso de la escuela. Las paredes se movían.
¡Chuku chuku chuku! —la atmósfera era inconfundible. Si hasta podía oler la caldera de una vieja locomotora a vapor funcionando al rojo vivo. No tenía sentido. No en el mundo humano. El era hombre de ciencia, y donde la ciencia gobierna no hay lugar para lo que está más allá de lo extraordinario.

Embobado ante la visión fantástica, se dio una pequeña bofetada para despertar, pero definitivamente no soñaba: la escuela avanzaba sobre rieles, ahora plagados de luceros refulgentes y hermosos planetas que giraban. El profesor Herrera, giró a sus espaldas buscando una explicación. Todo estaba en su lugar: la biblioteca, la oficina del director, las fotografías en sepia de viejos ferroviarios rescatadas de la Pacific que yacía en el galpón. Las había enmarcado él mismo con ayuda de Eric. La escuela oscilaba al vaivén del último vagón de un expreso que viajaba cuan cometa errante a través de las estrellas. Si había alguien en el mundo para quiénes una locomotora o una escuela podía ser lo mismo que una nave espacial, aquellos eran los niños de la prestigiosa Escuela Christa McAuliffe, de Cerrito Olvidado. Una escuela humilde, con un historia enigmática que contar.
Los papeles del maletín volaron por los aires, pero el profesor ya no estaba ahí. Caminaba hacia la puerta de su sala, al final del pasillo. Estaba abierta y una cálida luz le llamaba. Un aroma delicioso llegó hasta él.
El vagón cafetería está abierto, profesor. —se asomó un inspector de boletos que nunca había visto— tienen un delicioso sándwich de queso y tocino preparado para usted... ¡tal como le gustan!

Envuelto en una brisa de noche verano, el profe se vio transportado a un universo donde el tiempo no existe y el espacio no tiene fronteras. Ahí se quedó, magnetizado ante la belleza del encanto propio de los antiguos viajeros del siglo XIX que le acompañaban. Caminó al interior del vagón cafetería, al son fascinante y misterioso del último expreso de la noche, que avanzaba con energía y decisión a través del firmamento inmaculado. Un deslumbrante aerolito despertó al "cowboy" en la oficina de boletos.
¡Profesor! —exclamó Eric, pero la estrella fugaz ya se había desvanecido.

"Ya sea en cacharrito, en tren, en avión, barco, globo o nave espacial... nuestros viajes nos hacen lo que somos. Cada experiencia nos abre las puertas a un universo nuevo. Viajamos por el mundo buscando respuestas que nunca encontraremos, porque el viaje en sí es la respuesta que buscamos. A veces el mejor camino está en los insondables abismos del amor humano. La vida siempre será el primer medio de transporte, el primer vehículo que conduce nuestras voluntades hacia un cruce de posibilidades infinitas." 

¡¡Sofía!! —exclamó entre sollozos el profe Herrera, corriendo a los brazos de su amada, que había ido a buscarle...

THE END
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