Cuentos Románticos
Cuentos Románticos
El Sr. Hedgehog

Érase un pequeño animalito llamado el Sr. Hedgehog: un apacible erizo que vivía en compañía de un grupo de erizos. La mayoría un poco más jóvenes y descuidados que él. Entre todos se pusieron de acuerdo para construir un pueblo juntos. Y así trabajaron durante largas jornadas, hasta que un buen día terminaron. Todos estaban muy contentos y satisfechos... todos, menos el Sr. Hedgehog, que sentía que algo más le faltaba.
— El pueblo no está en el bosque, sino en el campo junto al río. —pensó el Sr. Hedgehog— Podría ser mejor...
Así que decidió buscar un lugar que le sentara mejor. Cual no sería la sorpresa de los demás erizos cuando, en un momento dado, lo vieron partir.
— ¿A dónde irá el Sr. Hedgehog? —preguntó curioso un erizo.
— Es verdad... ¿Qué está haciendo? ¡Parece que se va! —exclamó otro.
— No lo creo... —dijo un tercero— ¡Si acabamos de levantar un hermoso pueblo en un lugar tan bonito!
Así que enviaron al erizo más joven a preguntarle.
— Hola Sr. Hedgehog —le dijo ya llegando a la periferia del pueblo donde tenía su casita— ¿No lo está pasando bien?
El erizo mayor le respondió:
— Es bonito, sí... pero el entorno un tanto aburrido. He conocido mejores lugares, y estoy seguro que si exploro un poco más podría encontrar alguno de esos lugares que frecuentaba cuando niño.
El erizo más chico se levantó en sus patitas traseras y agitó las delanteras en el aire, buscando alcanzar la estatura del Sr. Hedgehog.
— ¡Suena interesante! Pero no se vaya muy lejos; sería bueno que nos visitara de vez en cuando. —le dijo el joven erizo con carita de pena.
— No te preocupes, muchacho —le consoló el experimentado erizo mayor— el bosque no queda lejos y prefiero buscar un rincón por ahí. Además y aunque la idea original parecía interesante, se supone que los erizos vivimos en los bosques, no en pueblos.
El joven erizo corrió a contarle a sus compañeros lo que pasaba, y por supuesto ninguno entendió ese cambio repentino. Después de todo habían trabajado mucho para tener su propio pueblo... como las personas.

Cuando parecía que todo el grupo iba a perseguirle para tratar de convencerlo, el Sr. Hedgehog salió corriendo hacia su casa. Rápidamente empacó su mochila con comida y agüita para beber. Tomó su brújula para no perderse, y una manta para estar calentito el tiempo que durara su aventura.

Ahí iba corriendo de nuevo el Sr. Hedgehog. Corrió y corrió lejos a través de los senderos, hasta que llegó a un bosque desconocido. Por suerte, el sol brillaba todavía a pesar que ya era tarde... pero el lugar parecía tranquilo y placentero. Ahí se sentó un ratito a comer su colación.

Estaba en eso cuando oyó un susurro detrás de él. Se dio la vuelta, sorprendido, pues estaba seguro que había dejado muy atrás a los insistentes erizos. ¡Que sorpresa se llevó cuando se encontró frente a él a una linda “Sra. eriza" que parecía vivir en los alrededores!
— ¡Buenas tardes! —saludó amablemente el viejo erizo.
Y pronto se pusieron a conversar. El Sr. Hedgehog le relató de su escape lejos del pueblo buscando un mejor lugar para su madriguera. La “Sra. eriza", le dijo:
— Vivo cerca y también tengo amigos aquí en el bosque. ¿Tal vez quieras venir? Es muy bonito donde vivo, y cerca se puede nadar en el río. Debe ser el mismo que pasa por el pueblo de tus amigos, así que si te quedas aquí a vivir, cualquier día puedes bajar en bote a visitarles.
El erizo pensó que era un buen plan, y se fue con ella. En el camino hacia el lugar, caminaron a lo largo del río. El Sr. Hedgehog, que todavía tenía algo de citadino, no quería mojar sus patitas; así que se fue caminando a través de los tocones de los árboles, y así fue como más adelante cruzó el río al otro lado. ¡Que sorpresa se llevó de nuevo cuando vio a la “Sra. eriza" nadando a través del río.
— Podrías intentarlo la próxima vez —le propuso la dama— ¡Nadar es divertido! Siempre y cuando lo hagas con seguridad, claro.
Se reunieron al otro lado del río nuevamente y siguieron rumbo a casa de la “Sra. eriza". Ahí fue recibido por otros erizos de campo que atendieron al recién llegado.
— ¡Hola, hola! —Se saludaba todo el mundo.
Y allí se quedó viviendo el viejo erizo; compartiendo el tiempo junto a la, ahora, Sra. Hedgehog; pues se casaron y vivieron muy felices.

Fin
Hilsa y Harek
X. Castellón · 1894

Ilustraciones recopiladas por Jo Justino (Pixabay)


¡Duerme!
¡Duerme, si deseas que te cuente la historia de la princesa Hilsa!

Parte 1
Érase que se era un rey muy poderoso y cuyos dominios —si no mienten las crónicas de aquella época— eran tan extensos que, para recorrerlos, habría sido necesario andar, sin detenerse, cuatro largos años.

Tenía este monarca una hija tan hermosa que aun cuando llegó a contar quince primaveras, muchos príncipes y señores, desde los más remotos países, habían enviado embajadores cargados de magníficos presentes a solicitar su mano.

El día del nacimiento de Hilsa vinieron en sus carros de esmeraldas arrastrados por mariposas de alas de zafiro, las tres más famosas hadas del reino. Cada cual le daría su presente a la recién nacida. Una le dio la hermosura; otra, el don de transformarse en pájaro a voluntad. Por fin, la tercera (disgustada sin duda de que se la hubiera dejado para el último) aproximándose a la cuna y batiendo sus alas de murciélago sobre la niña dormida, le dijo:
— Sí, serás hermosa; tendrás el don de transformarte en pájaro a voluntad, pero... ¡no podrás llorar!

Parte 2
El Otoño con su pálido sol y sus hojas secas había rodado al abismo. La nieve, como inmenso sudario, cubría toda la tierra. Y, allá en el fondo del parque, reía Hilsa mirando arder, presa de las llamas, el castillo de sus mayores... Sí, la hermosa Hilsa reía, con esa risa histérica de los locos. ¡La predicción del hada se estaba cumpliendo!

De pie junto a Hilsa, batía sus alas de murciélago el hada —más bien bruja— que en el día de su nacimiento le dijera: “Si, serás hermosa; tendrás el don de transformarte en pájaro a voluntad pero... ¡no podrás llorar!"


Parte 3
Ethan J. Connery · 2021

Sucedió entonces que, con el andar del invierno, un apuesto príncipe llamado Harek recorría en su corcel los bosques del monarca.

La princesa había huido de palacio, presa en su desdicha y su locura involuntaria, y el propio rey de Underverk —que así se llamaba su reino y que por los pelos se salvó de las llamas— había implorado a los príncipes de reinos vecinos acudir a la búsqueda de su querida hija, de modo que quien la encontrase se casaría con ella y heredaría su reino y su fortuna. Todo eso —claro está— después de encontrar alguna forma de deshacer el maleficio.

De entre los siete príncipes de los reinos colindantes que se presentaron al desafío, fue Harek “el valeroso" quien una tarde se encontró con ella... casi por casualidad o por cosa del destino. La halló sentada en una roca y abstraída en sus pensamientos. Hilsa contemplaba con tristeza una laguna helada, al tiempo que una oscura idea nublaba su mente. La joven había perdido la voluntad de vivir. Se levantó de la roca y caminó hacia el delgado hielo que cubría la superficie de las aguas... tan heladas como el corazón de piedra de la malvada bruja que había condenado su felicidad por un capricho.

Hilsa aun no había visto al príncipe cuando éste se acercó a la laguna. Cabalgaba a paso lento entre los árboles, pues al principio no estaba seguro de que la bella joven fuera la princesa que él buscaba. Por otro lado, la nieve camuflaba en buena parte el pelaje blanco de su fiel corcel, por lo que su figura pasó desapercibida a los ojos de Hilsa, quien seguía avanzando sobre el hielo... cada vez más delgado y quebradizo.

En un momento, Harek la vio con toda claridad, y no pudo evitar enamorarse perdidamente de la noble muchacha. Fue un amor a primera vista; o algo más que sólo el reino de la pasión y la ternura combinados conciben por completo.

Hilsa giró en tus talones al oír las pisadas en la nieve. Miró al príncipe, desconcertada. Harek ya estaba en la orilla. Un sentimiento tibio y anhelante nació en los corazones de esas dos almas solitarias, pero el de la princesa era más triste y desdichado. Sus oscuros pensamientos se esfumaron al contemplar, en la distancia, la expresión enamorada del príncipe al que había esperado toda su vida. De algún modo sabía que él venía a liberarla de su yugo, y quiso responderle.

Quería llorar... ella quería hacerlo con toda su alma, pero la magia oscura se lo impedía. Su corazón latió con prisa. Por primera vez en muchos años sintió verdadera alegría, pero... al mismo tiempo, la sombra de una triste amargura se apoderaba de ella al comprender que jamás lloraría de amor. No si el maleficio la controlaba: su existencia era un dilema.

Entonces... sólo entonces... un granito de esperanza humana superó el poder del hechizo; dejando caer una humilde lagrima que recorrió su mejilla. Pero ya era tarde.

Aquella gota salada había atesorado calidez por mucho... mucho tiempo. Nada más alcanzar un copo de nieve a sus píes, la gota derritió el hielo que sostenía el peso de la princesa. Hilsa se encontraba en medio del lago cuando el suelo se trizó a su alrededor: no había escapatoria a su destino.

Al crujir el hielo y casi sin pensar en su propia seguridad, el príncipe saltó de su cabalgadura y corrió con todas sus energías. Debía socorrer a la muchacha porque —además de que una vida peligraba— de alguna forma su corazón le avisó que aquella desafortunada era el amor de su vida. Alcanzó a aferrar su mano con firmeza antes de que Hilsa se hundiera por completo, pero las gélidas aguas la tragaron, llevándose con ella a su amor recién descubierto. La sensible pareja rápidamente se congeló al paso de las corrientes heladas.
Cuentan los trovadores que, desde entonces, el mismo invierno lloró la tragedia, pues las primaveras se hicieron más largas y los fríos menos intensos. Algunos mercaderes de especias que han frecuentado esas orillas, dicen que, al paso en las noches de luna, se puede oír al príncipe llorando de pena, junto a la princesa que ríe y ríe a carcajadas; aun en su profundo dolor y sufrimiento.

Los pescadores, por su parte, cuentan que al cruzar en sus botes por el centro del lago en las noches tranquilas —y a la luz de sus faroles— han visto la figura de los amantes bailando su infortunio bajo las transparentes aguas. Como remolinos danzantes —afirman— los enamorados comparten en el profundo azul su abismal destino...

Aunque también se dice que todo eso no son más que cuentos. °-°

Pero yo... yo que fui un viajero en la tierra de los gigantes de hielo y prisionero en las montañas de los reinos errantes, puedo contarles de verdad cómo culmina esta leyenda. Esto no me lo contaron ni lo leí, sino que lo viví en su momento.

Es verdad que la princesa Hilsa y el príncipe Harek fueron engullidos por las frías aguas de un condenado lago en el legendario reino de Underverk. Y es cierto, también, que fueron congelados en un abrazo eterno en el tiempo. Pero lo que no revelan las antiguas narraciones es que, 127 años más tarde, un misterioso extranjero que no pertenecía a ese reino —ni a ese mundo mágico— lloró amargamente al  conocer la historia de los desventurados amantes.

Aquel extraño comprendió que debía viajar a esa tierra para rescatar este relato olvidado, y de paso, salvar a la princesa y a su amor inconcluso, siguiendo la voluntad de la magia de los cuentos. El bárbaro de quién os hablo era un aventurero solitario: tomó su morral y su abrigo, su escudo circular y su espada sagrada de dos filos. Recordando unas palabras mágicas, abrió un portal hacia la tierra de los encantos y misterios profundos... la Tierra de Fantástica o el Reino de los Cuentos Perdidos: un mundo indescriptible donde moran los ángeles y dragones, los héroes y hechiceros, y hasta los mismos demonios que pueblan los sueños y los corazones humanos.

🌞
— “Hér ferr Herlicii" —cantó el guerrero, trazando con su espada un círculo en el aire— “Fórum drengja Frábærheimur; ég skipa þér með töfrum Óðins: opnaðu mér leið Bifröst!" ♪ ♫

🌝

Aquel héroe luchó con bravura y ligereza ante los infortunios del tiempo y el espacio, sabiendo que ambas son dimensiones variables que se pueden controlar cuando la melancolía se apodera de los corazones valientes y temerarios. Con arrojo y determinación no sucumbió ante el fuego de los dragones, ni ante la magia de los gigantes helados. Venció a la bruja despiadada y, tras eso, viajó hacia el reino de las eras, retrocediendo el reloj de la vida y de la muerte hasta donde sus fuerzas alcanzaron, llegando así hasta el preciso instante en que los enamorados se hundían en el lago...

Con temple y osadía se arrojó por el hueco en el hielo, alcanzando un brazo del príncipe Harek, quién aun afirmaba tenazmente, con su otra mano, a la princesa Hilsa.

Cual sería la sorpresa de los enamorados cuando los tres volaron despedidos fuera del lago helado, aterrizando sus narices en un gran montículo de nieve. Y es que —con astucia y antes de hundirse en el hueco— el misterioso héroe había amarrado sus píes a una larga cuerda atada a la cima de un árbol muy flexible... un abeto que se elevaba inclinado sobre el lago. Desde ahí había saltado, y fue la misma fuerza del salto, sumada a la torsión del árbol, lo que los empujó de regreso hacia afuera. ¡Estaban salvados!

Pasado el susto, que sin duda desconcertó a los nobles, lo primero que hizo el héroe fue encender una fogata, pues como hemos dicho: era invierno y el frío arreciaba. El corcel de Harek se apresuró a ofrecer los abrigos que traía en su montura, pero los amantes estaban empapados y necesitaban secarse rápido para no caer ante la hipotermia. Velozmente y sin pensarlo mucho se cambiaron de prendas.

De algún modo el héroe encendió un fuego mágico que trajo pronto calor a los entumecidos amantes. Cuando ya calmaron un poco el asombro y el frío —gracias a la leche con chocolate caliente que el desconocido extranjero llevaba consigo en su morral— los jóvenes herederos del reino de los dominios extensos articularon sus primeras palabras en este cuento:
— Gracias... ¡brrr!... ¡quien quiera que seas! —dijo Harek— Si no hubieras estado ahí ninguno lo estaría... ¡brrr!... contando... ¡brrr!
— ¡Taka-taka-taka! —sonaron los dientes de la princesa Hilsa, que aun tiritaba un poco del frío— ¿Que no venía contigo?
— No Mileidy —respondió Harek— ¡Nuestro salvador salió de la nada!
— ¿Quién eres, joven valiente? —Pregunto Hilsa.
— Me llamo Connery... Ethan J. Connery, para servirles, su alteza.
Y Connery besó la mano de la princesa.
— Para otra oportunidad, quizá sería buena idea convertirse en pájaro antes de arriesgarse a caminar por un lago helado, princesa —sugirió Ethan.
— Por todas las hadas del reino... ¡olvidé por completo que podía hacerlo! —Respondió Hilsa, quien por primera vez en su vida comenzó a llorar de sorpresa y felicidad.
Ya no había maldición. Harek abrazó a Hilsa, y el héroe se levantó.
— ¿Nos acompañarás al castillo? —preguntó Harek— Debemos contar al rey de tu hazaña y celebrar este encuentro del destino... ¡Sin duda ha sido voluntad de los dioses!
— En otra ocasión, será, príncipe Harek: hay otras doncellas que debo salvar —repuso el héroe, y le cerró un ojo a la princesa.
— ¡Guau, veo que me conoces! —respondió sorprendido Harek— Debes venir de muy lejos, puesto que el reino de mis padres se encuentra a cuatro años de camino de aquí... ¡y es la primera vez que visito el reino de Underverk!
— Jeje —río Ethan, esbozando una sonrisa.
— ¿Te volveremos a ver, eh... Connery? —preguntó, intrigada, la princesa.
— ¡Denlo por hecho! —exclamó Ethan, levantando su dedo pulgar; una expresión que la pareja imitó al tiempo que enarcaban una ceja y sin llegar a descubrir del todo su significado.
Una semana más tarde se estaba celebrando la boda real. El príncipe fue aclamado por encontrar y salvar a la princesa, y el salvador desconocido —aunque no estuvo presente en las nupcias— fue ovacionado igualmente por salvar a los recién casados. La fama de un héroe legendario “aparecido en el aire" se extendió por las comarcas, y aunque la hada malvada y su maleficio habían desaparecido para siempre, la princesa no pudo parar de reír cuando las otras dos hadas buenas le preguntaron al mismo tiempo:
— ¿Es verdad, Hilsa? ¿Es cierto que aterrizaron sus narices en la nieve? 😃
Fin

Nota
Originalmente este cuento terminaba en la
Parte 2. La 3ra. parte se escribió 127 años
más tarde para darle un final feliz °-°
Voces a lo largo de una tierra
Alicia Morel Chaigneau



Ilustración de "Cárdenas"

Fue una noche de otoño, cuando se escucharon esas dos voces inmensas y profundas que atraviesan la tierra chilena. Una noche oscura y silenciosa, poco después de las cosechas. Cuando todo se echa a dormir, los campos y sus rastrojos, los árboles deshojados, las vetas del agua, fue posible oírlas.

Lado a lado, conversaron la Cordillera y el Mar, aprovechando la tregua de la tierra. Muchos años habían pasado tratando de encontrarse; la Cordillera se empinaba con sus cumbres canosas y el Mar, al otro costado, alzaba sus olas y sus peces y se comía las playas para poder besar los pies de la gran Montaña.

El Mar bramó:
— Aaah, aaah, me gustaría lamer tus rocas, morder las frutas que crecen en tu falda, conocer tus dulces ríos, Cordillera de los mil volcanes que me haces señas con tus llamaradas.
La Cordillera le contestó con sus ecos lentos y graves:
— A mí me gustaría caminar sobre tus aguas, inmenso Mar, como un barco con las velas desplegadas... Pero nos separa esta tierra angosta y larga. ¿Dónde podríamos juntarnos?
— Se me ocurre que yo podría saltar como los corderos —gritó el Mar moviendo sus olas— Probaré por el norte donde antaño dejé mi sal.
— No creo que con saltos de cordero puedas atravesar el gran desierto de Atacama y la Pampa del Tamarugal, amigo Mar. Es verdad que antaño fue tu lecho y que dejaste tus señales por todas partes, pero aquí la tierra es más ancha y mis montañas se alzan a su mayor altura. ¡Podemos mirarnos en los días despejados!
— ¿Es muy terrible el desierto, madre Cordillera?
— Es duro este desierto, salobre como tus aguas.
Nunca llueve, pero la camanchaca humedece con sus neblinas los cerros de la costa y crecen por allí unos pastos salvajes, unos cactus, unas hierbas espinudas que sirven de alimento a los guanacos. El desierto arde en el día y se hiela en la noche; miles de senderillos lo cruzan en todas direcciones; son los hombres que se echaron a andar tras un tesoro, es la soledad que busca compañía.
— En el desierto hay muchos tesoros escondidos y otros a flor de tierra. Allí dejé el salitre y encubrí los metales preciosos y las piedras finas, y las profundas vetas del agua.
— Sí, lo sé —murmuró la muy alta—, los hombres han apreciado más los metales que el agua, cuyas venas descienden de mis faldas y se sumergen bajo el desierto. Pero no todo es aridez, amigo Mar, tengo por ahí diseminados, unos riachuelos que riegan fértiles quebradas y algunos oasis, donde olivos y limoneros dan frutos exquisitos. Tengo un río de aguas salobre, el único que el desierto no mata, y desemboca en las playas, endulzando. Y en mis valles cordilleranos hay prados de verde alfalfa donde se apacientan rebaños de llamas, vicuñas y ovejas.
El Mar se llenó de espumas y murmuró roncamente:
— Yo quisiera ser como una oveja para llegar hasta ti y pacer en tus laderas.
— No puedes llegar a través del desierto. Los puertos te vigilan con sus faros. Más al sur, tal vez podamos reunirnos.
— Me vigilan con sus ojos amarillos Arica, Iquique, Antofagasta, Caldera y Copiapó...
— Espera, este último nombre me dice algo —musitó la Cordillera— Copiapó es el primer río de aguas dulces que baja de mis vertientes interrumpiendo el desierto. Luego vienen seis ríos más que riegan mis valles transversales, seis nombres verdes: Huasco, Elqui, Limarí, Choapa, Ligua, Aconcagua.
— ¿Crees tú, madre Cordillera, que puedo llegar hasta ti a través de los floridos valles?— Es más fácil que yo arribe a tus playas junto con los dulces ríos y las estrías de mis montañas. Así tendrás mis frutos más deliciosos, y los aguardientes que producen los soles a través del cielo más transparente de América.
Dijo el Mar:
— Siento que caen a mis aguas las constelaciones desde La Silla y el Tololo y mis profundidades sorben las luces de Orión y de Sirio. ¡Creo que por fin podremos juntarnos!
— Oh, no, ansioso Mar, porque ahora viene el orgulloso Valle Central que se extiende a través de seis regiones, desde la cuesta de Chacabuco hasta Puerto Montt. Valle encerrado entre cordilleras: una alta, que soy yo y otra bajita, que es hija mía y bordea la costa.
— ¿No podría atravesar yo esa Cordillera de la Costa con el salto de mis delfines?
La Cordillera rió largamente.
— No te ilusiones, amigo Mar. Esa que yo llamo mi hija, levanta lomas y cerros que te impedirán el paso. Más al sur, se llama Nahuelbuta y he de decirte que durante la noche cruje y repite de loma en loma el susurro de sus araucarias y sus robles, sus bosques que el hombre pretende domar y matar, y se defiende como los pumas y los zorros que allí habitan.
— Quisiera conocer el Valle Central, Madre nuestra.
— Tienes razón en desearlo porque es una tierra de maravillas.
A lo largo de su verdor las cuatro estaciones se marcan con el colorido de sus flores y sus frutos, diferentes a medida que se avanza de norte a sur. Al comienzo, su clima templado no tiene igual; ríos despeñados bajan de las quebradas y los sueños producen toda la gama de los frutales y hortalizas. La fuerza de estos ríos ilumina todo el valle, moviendo turbinas, y llenando represas. Esta es la zona más poblada y alegre, y aquí está la cuna de los bailes, de los rodeos y las mantas.

El Mar dio un gran salto y bramó:
— Quiero tener una manta de colores.
— ¿No te bastan los arcoíris?
— Quiero entrar por los ríos hasta el valle de la cueca...
— Espera un poco, avancemos más al sur —se asustó la Cordillera—, donde corre el Biobío, padre de las lluvias, padre de la raza mapuche. ¿No oyes crecer las selvas? Aquí empiezan las maderas preciosas, echa sus perfumes la savia de arrayán y del ulmo, empiezan a nacer los copihues enredados en los robles. Los choroyes dan voces al bosque y las luciérnagas danzan en las noches de verano.
El Mar dio un gran suspiro y trató de empinarse, cayendo estruendosamente sobre las playas.
— Pero, madre Cordillera, ¿cuándo vas a mostrarme tus tesoros, cuándo vamos a poder jugar, tú chapoteando en mis aguas, yo, mojando tu cabeza?
— Aquí, amigo Mar, porque ya hemos llegado a las islas. ¡Mira que abundancia de lagos, de archipiélagos! Tú me persigues por los canales, pero yo me agacho y me levanto y juego hasta desaparecer bajo tus puras aguas.
Así, el Mar invadió la tierra, saltando, lanzando gritos, formando collares de espuma en torno a las islas.
— Toma mis perlas, las ostras, los erizos; mis anémonas azules y rojas. Te he traído sierras de plata y atunes de oro. ¡Cuánto me gusta gritar en torno a Chiloé, inundándola de ecos!
— Escucha a los que siembran la papa y a los que hacen las cosechas, a los que pescan y a los que tejen y bordan.
— Mis pincoyas te cantan, madre Cordillera, y un barco fantasma despliega sus velas sobre tus cumbres.
Agradecida, la Cordillera se bajaba cada vez más, murmurando:
— No te olvides de Aisén, amigo Mar. Es una región que se está abriendo, con sus llanos y sus montes, sus lagos y sus ríos navegables, sus soledades y sus pastores. Yo la amo, y alzo aquí mis glaciares más antiguos y mis montes más bellos. ¿Has visto los flamencos y los cisnes que surcan sus cielos?
— Veo sus nubes viajeras, los témpanos que navegan en la lagua San Rafael, los vientos furiosos y desbocados.
— Y aquí está Magallanes —suspiró la Cordillera con sus última fuerzas— Brilla como sus faros y promete darnos el oro negro, el petróleo y la riqueza de sus ganados de ovejas, sus infinitos llanos donde el viento no tiene piedad de los retorcidos árboles.
Y estas fueron las últimas palabras de la Cordillera. En Cabo de Hornos se sumergió bajo el Mar, que gritó victorioso:
— ¡Por fin estamos juntos! Mis olas brillan oscuras por la gran profundidad. Pero allá lejos, más allá del Mar de Drake, veo de nuevo brillar tus cumbres de plata y cristal; madre Antártica, protectora de esta larga tierra que tiene todos los climas, todos los frutos y maravillosas promesas.
Las dos grandes voces guardaron un gran silencio. Entonces volvió a alzarse el murmullo del Mar:
— Tengo un regalo para ti, hermosa Cordillera, tengo una isla adelantada de los mares del sur que canta como un caracol marino. Quiero prenderla a tu oreja antigua para que oigas una canción extraña. Se llama Rapa Nui, Ombligo del Mundo y grandes estatuas de piedra miran hacia los mares.
La Cordillera, en respuesta, hizo brillar la alegría de sus nieves eternas, dispensadoras de los ríos. Y su voz y la del Mar siguieron y siguen aún resonando a lo largo de esta tierra de Chile. Sólo falta que callemos y atendamos para que podamos escucharlas mejor.

Fin
Simbad y la Princesa Cautiva
Versión de Ethan J. Connery & Canción de José Goles Radnic

En tiempos de la antigua Persia...
I
Una soleada mañana de verano, en las cercanías del puerto de Manahlir, sus habitantes divisaron un hermoso buque mercante que navegaba apacible hacia el embarcadero. Construido en finas maderas y largas velas blancas, atrajo a los curiosos que acudieron en gran número para dar la bienvenida al recién llegado navío. Algunos rumoreaban que, dado su porte y estandarte, sin duda provenía de algún reino lejano; tal vez rico o exótico. La nave era conducida por un joven y desconocido capitán llamado Simbad... Simbad, el Marino.

Para cuando el barco finalmente atracó —con la suavidad y competencia de los viejos lobos de mar— un inspector algo inseguro subió a bordo para hacer el registro de control que, por oficio, tenía encomendado. Hecha la inspección, y maravillado ante tal calidad y número de riquezas, el fiscalizador se retiró rápidamente para dar aviso a sus municipales. Les dijo que un mercader rico —sino acaso un príncipe— había arribado a puerto para hacer sus extraordinarios negocios. Mientras tanto, un grupo de oficiales del barco, elegantemente uniformados, bajaban las velas y se daban a la tarea de descargar, con actitud decidida, las mercancías que habrían de comerciar en Manahlir.

Una vez que completaron su tarea en el puerto, con una velocidad y precisión ráramente vista o acostumbrada en la región, los oficiales se despidieron cortésmente de su capitán y se dirigieron a la ciudad junto con la carga que les habían encomendado. Una multitud emocionada los seguía de cerca, ansiosa por ver lo que el mar les había traído.

Las buenas condiciones de las mercancías, su abundancia e indudable buen gusto, hicieron de los negocios de aquel envidiable navío maravillas en Manahlir, logrando que el nombre de “Simbad el Marino" se regara como la lluvia que trae los monzones a las tierras de Oriente. Fue en este contexto  de fama y algarabía que Simbad llamó a Lebec, su lugarteniente, para darle sus últimas instrucciones:
— Amigo, preparad todo para mañana. Zarparemos tan pronto alcen vuelo las gaviotas. El Reino de los Dragones nos espera.
Lebec asintió de inmediato, pero sin poder esconder cierta decepción en su semblante.
— ¿Porqué esa cara, mi leal delegado?
— No es que me pese marchar, honorable Simbad, pero tengo sentimientos encontrados con esta ciudad.
— ¿Cómo así? —preguntó Simbad.
— En el mercado conversé con algunos locales. Comprobé que son gente buena y amistosa. Sin embargo, preguntando acerca de las costumbres provinciales, terminaron contándome la historia de la princesa Zobeida: una dama de la realeza a quien el Sultán Bakbarah hizo prisionera en su palacio... todo por negarse a contraer matrimonio con su hijo.
— Prosigue —animó Simbad, visiblemente interesado en las memorias reales.
— Sucede que el padre de la princesa, Soberano de un reino vecino, envió a valientes hidalgos a liberar a su heredera, pero todos encontraron la muerte: ninguno regresó de sus desventuradas misiones.
Simbad tomó el hombro de Lebec.
— Amigo mío, el oro suele triunfar ahí: donde las aventuras fracasan y las razones son desoídas. Hoy mismo iremos al palacio del Sultán para liberar a la princesa.

II

Simbad ordenó cuidar la nave a la mitad de sus oficiales, mientras él y Lebec —elegantemente vestidos y custodiados por su otra mitad de oficiales— se dirigieron a hacerle una visita de cortesía al Sultán. Para ello prepararon una buena parte de sus más espléndidos tesoros como regalo y muestra de sus buenas intenciones. Llegados al palacio los soldados reales les recibieron con pomposidad, dirigiéndoles a la sala del trono.

Ya en presencia del Sultán y su hijo, Simbad les saludó dignamente.
— ¿Con que vos sois el célebre marino de quien todo el mundo habla? —preguntó el príncipe.
— Simbad es mi nombre, si me lo permite, honorable príncipe. No he querido perder la oportunidad de visitaros para ofrecer mis respetos a vuestra noble familia. De paso, conoceros mejor antes de dejar vuestro hermoso Reino.
Con descarada codicia, Bakbarah no paraba de mirar los tesoros que Simbad traía consigo.
— Son para vos, Alteza: regalos por un valor de “innumerables" dracmas como señal de mi buena voluntad. Sólo aspiro a que me aceptéis de aliado.
— De acuerdo —se apresuró a responder el Sultán— te acepto, Simbad el Marino: “pídeme lo que quieras en agradecimiento"... que si no es magia, ni mi propio Reino (rió) te será concedido en el acto. ¡Mi poder no tiene límites en la Tierra! (alardeó sin disimulo).
Satisfecho ante la respuesta, Simbad inclinó una rodilla:
— ¡Oh, agradecido en el alma, su Majestad! Si bien la Tierra es muy grande, pero es en esta atmósfera de buena disposición que quisiera pediros, con sincera humildad, la libertad de la princesa Zobeida.
Al oír ese nombre la cólera se apoderó del Sultán. Como quién cambia de parecer en un abrir y cerrar de ojos, y sabiendo que tenía la riqueza del humilde Simbad a su custodia, le gritó:
— ¡Atrevido y embustero mercader! ¡Cómo osas pedir tal cosa en tu posición si no eres un noble como yo!
— Pero vos habéis dicho...
— ¡Silencio! —gritó el Sultán— Estos tesoros son ahora míos por derecho. Te serán confiscados por molestarme al entrar en mi palacio y hacerme perder mi tiempo. Zarparéis de inmediato fuera de mi reino, y agradeced que no os tomo vuestras vidas... ¡sucios insolentes!

III

En medio de risotadas y malos tratos de la guardia real, Simbad y su comitiva fueron expulsados del palacio. Se trató de un desalojamiento violento, humillante y deshonesto. Las gentes de la ciudad que presenciaron esto último se apiadaron de los invitados, pues se habían encariñado de la buena voluntad y gracia de los extranjeros. Sin esconder vergüenza, les ayudaron a incorporarse. Los lugareños ya estaban habituados, no sorprendidos: el monarca se había ganado la mala fama de ser un individuo quejumbroso y arrogante, además de injusto para con sus súbditos.
— No eres el primero que lo intenta de ese modo, mi joven Simbad. Deseabas liberar a Zobeida... ¿no es así? —se dirigió un anciano a Simbad, mientras le ayudaba a ponerse de píe.
Simbad sacudió el polvo de su traje:
— Gracias, buen cheikk —correspondió— pues... ¿qué es lo que no han intentado aun? (preguntó dolido, y acto seguido le indicó a Lebec de que se preparara a zarpar esa misma noche para aparentar, pues estaba decidido a liberar a la princesa... más aún después de aquel trato deshonroso).
Lebec y sus ofendidos oficiales se retiraron con cautela, pues los soldados aun los vigilaban desde la torres, gritándoles con evidente hostilidad. La multitud les siguió. El anciano y Simbad  tomaron otro rumbo, y se alejaron del palacio por una calle adyacente, lejos de la vista de los soldados y las gentes de Manahlir.
— Nada queda por hacer, joven Capitán —explicó el anciano— muchos ya han perdido la vida intentando. El único que entra al palacio, sin ser atropellado, es el aguador que suministra el líquido vital a las dependencias del Sultán. El viejo aguador lleva toda su vida en ese trabajo, así que los guardias le guardan un poco más de respeto.
— Llévame con él, por favor, buen cheikk —solicitó Simbad.
— Accedo gustoso... a cambio, claro, de un pasaje al Reino de los Dragones: a bordo de tu hermosa embarcación.
— Ese reino está muy lejos... ¿porqué querrías ir ahí? —preguntó curioso, Simbad.
— Porque el sultán pondrá precio a mi cabeza, pero nadie irá a buscarme a esas tierras legendarias.
— ¿Acaso eres fugitivo?
— No todavía, pero ambos estamos a punto de serlo —sonrió el viejo, quién en realidad era el propio aguador.
Así fue como Simbad y el aguador se conocieron, y juntos trazaron un plan para rescatar a Zobeida.  El viejo se había convertido en amigo de la princesa, pues cada semana llevaba una tinaja de agua fresca a sus aposentos reales, conociendo bien sus deseos. A pesar de que la princesa vivía rodeada de riquezas, sabía que su libertad era más valiosa que todo el oro y el poder que el hijo del Sultán o incluso Bakbarah pudieran ofrecerle.


IV

Simbad se disfrazó de aguador: cargó una gran tinaja a la espalda y, manteniendo un perfil bajo, se dirigió hacia una entrada secreta en la muralla que rodeaba el palacio.

Un hueco oculto hábilmente entre la vegetación —tal como el anciano le había señalado— le facilitó a Simbad el acceso a un extenso y oscuro túnel que lo llevó hasta unas catacumbas. Ahí tomó un pasadizo que daba hacia una galería, y finalmente: hacia un gran patio interior medio abandonado e iluminado por el cálido sol de Persia.

Parecía agradable y solitario, pues verdes palmeras y hierbas crecían en cada rincón. Se dirigió a una palmera en particular, y, buscando entre la arena de una raíz, dio con la llave que abriría el cerrojo de una puerta... al otro extremo del patio.

Hallada la puerta abrió el cerrojo, entrando luego en una pequeña sala polvorienta con salida a un segundo patio. La sala tenía una mesa y sobre la mesa: una lámpara de aceite que estaba permanentemente encendida... pues la lámpara era mágica, y aunque no contenía un genio, servía para iluminar los cambios de guardia nocturnos.

En el suelo de la sala yacía el esqueleto abandonado de algún pobre pirata o viajero cuya vida terminó de improviso; pues una cimitarra —todavía enterrada— le había roto los huesos desde el hombro hasta las costillas. El aguadero le había advertido a Simbad que no tocara al desafortunado, pues corría el rumor, entre los soldados, de que el esqueleto estaba maldecido. El propio sultán, que era supersticioso, había prohibido tocarlo.

Atraído por la curiosidad, Simbad se acercó. Sus prendas eran extrañas, y notó el emblema de algún reino lejano y desconocido... tal vez de Occidente: tierras míticas cuyos misterios nadie ha descubierto todavía. Ni siquiera el propio Simbad. Le pareció que al momento de morir, el hombre había intentado coger algo de entre su atuendo. Simbad tomó con cuidado la mano esquelética del bolsillo y extrajo el último objeto al que un extraño agonizante se aferró: era un anillo de oro pulido.

Simbad tomó el anillo, y aunque era un día soleado, su primer impulso fue acercarlo a la candela de la lámpara para apreciar mejor el reflejo dorado de su brillo. ¿Por qué una sortija le llamaría tanto la atención, habiendo una princesa por rescatar? Recordó a Zobeida e instintivamente se guardó el anillo entre sus propias túnicas, prosiguiendo su camino hacia las dependencias reales.

Tras el segundo patio encontró una nueva puerta; ésta vez sólo tiro de un aro de hierro clavado a ella y se halló a la entrada de una interminable escalera que parecía dar vueltas alrededor de una torre. Subió con la tinaja hasta llegar a un amplio corredor iluminado que tenía muchas puertas. La del fondo estaba custodiada por seis centinelas.

De traje pesado, y armado con elegante daga y filoso alfanje, se acercó uno de ellos.
— ¿Quién eres tú? ¿Donde está el viejo aguador?
— Mi pobre padre está muy enfermo —respondió Simbad— y me ha encomendado traer el agua a las dependencias del palacio.
— No me han informado, pero no puedes entrar a los aposentos de la prisionera; está prohibido que ella vea a cualquier hombre joven que no sea el príncipe. Deja el agua en la primera habitación y más tarde nosotros se la llevaremos.
— Entiendo —replicó Simbad, y agregó— descansaré un minuto, si no le molesta. La tinaja está pesada, ha sido un largo trayecto y el calor es agotador.
— Está bien —dijo el guardia— descansa y luego te vas.

V

Simbad entró a la otra habitación, llevando la tinaja, en cuyo interior escondía un simple garrote que había aprendido a usar —como arma defensiva— en el Reino de los Dragones. Así, cuando hubo pasado un tiempo prudente, el centinela entró en la habitación, pensando que el joven tardaba demasiado.
— ¡Perdón! Me he debido quedar dormido. —se disculpó Simbad.
— Esta bien, pero vete ya.
— ¿No tiene calor en esas prendas tan pesadas? ¿No gustaría beber un poco de agua?
— Si... tienes razón: probaré un poco.
El guardia se inclinó hacia la tinaja cuando... ¡ZOC! un golpe seco entre el cuello y la nuca le dejó dormido. Simbad le escondió detrás de unos cofres apilados. Al rato llegó otro centinela, preguntando por el primero, a lo que Simbad respondió:
— Bebió un poco de agua y sintió necesidad de... ya sabe...
— Mmm, ya me lo imaginaba —respondió el segundo guardia.
— ¿No gustaría, también, un poco de agua?
— Si, hace calor y tengo sed...
¡Zoc! otro guardia durmiendo junto al primero. Y así siguió con otros dos centinelas más, hasta que llegado el quinto —jefe de los otros— éste preguntó:
— ¡Oye, aguador! ¿Sigues aquí? ¿Donde están mis guardias?
— Tenían sed, debido al calor, y bebieron agua de la tinaja, pero parece que fue demasiada, porque sintieron necesidad de ir a... ya sabe....
— ¿Todos ellos?
— Si... ¿No quiere un poco de agua?
— No cuando estoy de guardia: soy soldado de asalto. —le aclaró el soldado, que tenía mayor rango que los otros.
Simbad pensó rápidamente y dejó caer el anillo que llevaba consigo.
— ¡Oh, disculpe, el anillo de mi padre! —exclamó.
Atraído por el brillo de la joya el centinela se inclinó a recogerlo, y en ese momento, ¡Zoc! golpe al cuello. Pero el guardia —más fuerte que los otros— ni se inmutó. En cambio, se irguió lentamente hacia Simbad, lanzándole una mirada furibunda a la vez que desenfundaba su daga.
— ¿Qué pretendes, aguad...
— ¡¡Hi - Aiyah!!
La reacción instintiva de Simbad fue tan rápida y fugaz como el rayo: de un primer golpe la daga saltó de la mano del guardia, a la vez que, con el extremo del garrote, recibía un segundo impacto en plena frente. El hombre cayó pesadamente en sus espaldas.

Aliviado de su suerte —o más bien, de su manejo del Bō— Simbad comprendió que la misma estrategia no funcionaría por sexta vez, así que se vistió con los atuendos del soldado; amarrándose su turbante, su daga y su alfanje, para engañar al último centinela. Recogió el anillo y se fue por el corredor, portando la tinaja. El turbante ocultaba su rostro.
— ¿Todo bien? —preguntó el último centinela, creyendo que hablaba a su jefe.
— ¡Perfecto! —exclamó Simbad, dándole una fuerte y sorpresiva trompada que terminó por derribarlo.
¡Por fin rescataría a Zobeida!


VI

Abrió
 entonces, Simbad, la puerta de la celda de la princesa, quién descansaba graciosamente, echada en su litera, dejando sin respiración a nuestro valeroso héroe, hechizado ante su dulce y fascinante belleza...
— ¿No eres un poco bajo para ser soldado de asalto? —preguntó la princesa.
— ¿Qué? ¡Ah... el uniforme! —se sacó el turbante— ¡Mi nombre es Simbad “el Marino", he venido a rescatarla!
— ¿Eres quién? —se incorporó la princesa.
— ¡Vine a rescatarla! ¡Tengo la tinaja, vengo con el aguadero!
— ¿El aguadero? ¿¿Donde está??
— ¡Sígame!
Simbad tomó la mano de la princesa y juntos corrieron pasillo abajo.
— ¡Espera, espera...! Eh... Simbad. ¿No sería mejor que me ocultaras en la tinaja y saliéramos del palacio como si fueras un simple aguadero?
— Ese era el plan, princesa, pero si miras por la ventana en este momento, notarás que uno de los guardias, a quién suponía dormido, ya despertó, y está dando la alarma. Es cosa de tiempo para que esto se llene de soldados.
En efecto, en uno de los patios se veía a un centinela, corriendo en paños menores, mientras se sobaba la frente y gritaba:
— ¡Intrusos! ¡Intrusos! ¡Intentan liberar a la prisionera!
Un grupo de veinte soldados subió corriendo por la espiralada escalinata.
( Sí, si existe la palabra “espiralada" °-° )

Cuando el primero estuvo a punto de llegar, Simbad y la princesa, agazapados al interior de la tinaja, rodaron escalera abajo, aplastando en su camino a los soldados, que —ya fuera de combate— quedaron regados por toda la torre. Pero la escalera era larga, y la tinaja tomó velocidad, saliendo disparada —con Simbad y princesa incluída— a través de una ventana de la fortificación. La tinaja cayó en un foso de agua que, a modo de defensa, rodeaba el recinto real.

Alertados por el alboroto, el resto de soldados se dirigió a la torre, ignorando por completo a la tinaja, que ya navegaba en dirección a un arrollo que desembocaba en un río cercano. Nuestros improvisados, navegantes destaparon la tinaja.
— No entiendo para qué necesitan a un aguador teniendo un río al lado —observó Simbad, mientras la tinaja aceleraba en la corriente.
— Es que el agua de este río no es potable —le respondió Zobeida.
¡Cuidado! —exclamó Simbad, a la vez que se agachaba con la princesa para esquivar una palmera que, a modo de puente, atravesaba el río.
El caudal los transportó río abajo hacia una cascada, que luego los condujo por un afluente secundario hasta llegar finalmente a mar abierto, donde los esperaba su preciado navío, comandado por Lebec, quién avisado por el aguador acerca del “plan B", había tomado la decisión de seguir su instinto, esperando que la suerte o el destino se inclinara a favor de su amigo.

VII

Los oficiales de Simbad no tardaron en rescatar la tinaja con sus aturdidos ocupantes, felicitándose mutuamente por tan imprudente pero a la vez, brillante rescate.
— ¡Le echamos de menos, mi estimado Capitán! —exclamó jubiloso el anciano aguador, que ya se sentía parte de la tripulación.
— Entonces... ¿rumbo al Reino de los Dragones? —preguntó sonriendo, Lebec.
— Espera, amigo mío —respondió Simbad, algo mareado— iremos primero a Bagdad, quizá haya alguna boda que celebrar...
El Capitán miró con ternura a Zobeida, que lo abrazaba extasiada. Antes de rodar por las escaleras de la torre (sumidos en la tinaja) ella lo había besado con delicadeza, solo “para la suerte". El corazón de Simbad latía, cautivado.
— Entiendo, Capitán; será un honor asistirles —dijo Lebec, al tiempo que los oficiales lanzaron un grito de júbilo victorioso— pero... ¿y luego?
— ¡Luego...! —prosiguió Simbad— Viajaremos a Poniente, a descubrir nuevas tierras y culturas; algo me dice que un reino perdido nos aguarda... en algún rincón olvidado del Océano.
Simbad levantó el anillo del “pirata", mientras lo analizaba con viva curiosidad. En ese momento, los últimos rayos del Sol abrasador de Persia tocaron el anillo, y éste reveló una inscripción brillante en su interior, que se descubrió ante los presentes como el fuego mismo del inframundo. El grupo quedó pasmado.
— ¡Por todas las Lunas de Oriente! —exclamó Lebec, visiblemente confundido.
— ¿Qué clase de sortija es esa? ¡Parece magia! —exclamo el aguadero.
— Si es así, no es de la nuestra. —respondió Simbad, absorto.
— ¿Qué significará esa extraña escritura? —preguntó Zobeida.
Simbad, el Marino, pensó un momento... parecía que le recordaba algo.
— Es un alfabeto antiguo, de tierras extrañas del Poniente; una lengua ya olvidada y desaparecida en las brumas del tiempo... reconozco algunos caracteres que he aprendido de mis muchos viajes y aventuras. Creo que dice:
 Ash Nazg durbatulûk, ash Nazg gimba... "

El último rayo del Sol abrasador de Persia desapareció, y con ella la inscripción del anillo.
— No lo sé, podría estar equivocado —reconoció Simbad.
— Señor, ¿ha intentado frotar la sortija a ver si aparece un genio? —preguntó un oficial.
— Como en las leyendas de antaño... —asintió Simbad— ¡Probemos!
Con energía, Simbad frotó el anillo en su manga, pero nada pasó.
— ¡Ooooh! —exclamaron todos, decepcionados.
— Dicen que la magia de Occidente funciona de modo diferente —observó Lebec.
— Si... —agregó la princesa— Oriente tiene sus misterios milenarios, y Occidente los propios.
¡¡¡ Bbbrrruuummm !!!
De pronto, un trueno sonó en la lejanía, y una oscura nube se alzó en el horizonte, llamando la atención de nuestros queridos tripulantes.
— Se avecina una tormenta, Capitán.
— Preparémonos, Lebec —la princesa necesita un descanso; se lo ha ganado.

VIII

Finalmente, la hermosa Zobeida correspondió al amor de su salvador y, una vez en Bagdad, se celebró la boda a la que asistieron todos sus amigos, los padres de la princesa y los pobres de la ciudad, quiénes, emocionados, cantaron al unísono la famosa canción del legendario marino:

“ Simbad, Simbad, Simbad,
marino sin igual,
dotado por los vientos
que vuelan sobre el mar...

Y el pobre persa
cayó en las manos
de una princesa
de ultramar... ♫

Y se enamora
perdidamente,
ya no regresa,
jamás Simbad.

Simbad, Simbad, Simbad,
se marcha hacia el Catay,
en un barco velero,
Simbad a navegar... ♪ "


Fin
El Último Expreso de la Noche
(Para la Tía Mabel, en su 44º cumpleaños)

Ethan J. Connery

El reloj de péndulo de la biblioteca tocaba la medianoche, cuando el profesor Herrera despertó.
¡Cielos! ¿me habré dormido? —se preguntó.
Ante él, la sala de clases yacía solitaria y sus luces apagadas. ¡Que interminable día le había tocado!
¡Oh! —pensó— sólo Morfeo sabe cuántas horas han pasado.
La luz de luna que entraba por el largo ventanal a su derecha, inundaba el ambiente con fuerza seductora.
— Querida Sofi... —murmuró.
Había soñado con su amada Sofía, a quien conoció durante unas vacaciones abordo de una barcaza con destino a Puyuhuapi. Tan solita y delicada estaba ella en una esquina, apreciando los bosques que se extienden hasta la costa. El paisaje era insuperable y la embarcación flotaba placentera, cual hoja de lirio en un estanque. Amor a primera vista.
Si tan sólo pudiera dormir otro poco —pensó el profesor, quien deseaba continuar aquel sueño encantador.

Todo el mundo había partido en el expreso de la tarde. Eso incluía al director, dos profesoras, el cocinero y sus queridos alumnos, ninguno de los cuales vivía en “Cerrito Olvidado”, que tal era el pintoresco nombre del sector.
El profe”, como lo llamaban cariñosamente sus estudiantes, se había quedado revisando los exámenes hasta que el sueño lo venció. Un cerro de papeles aguardaba impasible su escrutinio.
¡Snorrrr...! —ya había comenzado a roncar de nuevo, pero un sonido no tan lejano lo despertó de improviso.
¡Tuuut Tuuuuuut! —sonó a la distancia— ¡chuku chuku chuku!
El profe se levantó de su sillón, sobresaltado. Miró por el ventanal y divisó un foco de luz redondo y amarillo que se acercaba vertiginosamente a la estación.
¡Recórcholis! —exclamó— ¡se me ha hecho tarde otra vez!
El pobre profesor, seguro de haber oído sólo once campanadas del reloj, guardó en su maletín su libro y los exámenes restantes.
¡Terminaré el trabajo en casa!
Abrió la puerta de la sala y corrió por el pasillo rumbo a la salida. Parecía una centella. —¡Qué son 75 años para un espíritu joven! —solía decir.
Por alguna razón el profesor Herrera siempre era la última persona en irse de la escuela. El portero lo sabía y por eso le dejaba la copia de las llaves debajo del pisapapeles con forma de hidroavión, sobre el escritorio.
¡La llave! —se acordó nada más llegar a la puerta de salida, y acto seguido volvió “volando” a la sala. Levantó el pequeño hidroavión y descubrió con horror que la llave que abría la única puerta funcional del recinto, no estaba.
— ¡Por Plutón! —imprecó el profesor de matemáticas— ¡no es posible!

Efectivamente, el portero había olvidado el encargo, y no era la primera vez. Para ese entonces el tren ya había arribado a la pequeña estación, iluminada con un par de focos a trescientos metros de la escuela. Cerrito Olvidado era un pueblo pequeño. Tan pequeño que sólo lo conforma la escuela, la estación, la cabaña de Eric (el portero), y un galpón que guardaba una vieja locomotora Pacific un tanto oxidada y en la que los niños jugaban durante los recreos. Todo ello al atento resguardo de los tres profesores de la escuela “Christa McAuliffe”.

El profesor sabía que aparte de él, nadie más abordaría el último expreso de la noche. La estación estaba vacía, y en distancia le pareció ver a Eric durmiendo en la oficina de boletos. De su maletín extrajo unos prismáticos que usaba para buscar planetas cuando viajaba de noche a bordo del expreso. Dirigió los lentes hacia la oficina de boletos y enfocó...
¡En efecto! Ahí estaba el bueno de Eric, sentado, con el asiento echado hacia atrás contra el mesón, y su ridículo sombrero de “cowboy” en la cara.
¡Roncando de lo lindo y yo aquí atrapado! —se quejó el profesor.
El pobre Eric además de guardia y portero, era el gásfiter, el mecánico, el nochero, el vendedor de boletos de tren, y el ahuyentador de pumas ocasionales. Incluso ayudaba en la cocina y su salsa de champiñones era mundialmente famosa entre los habitantes del Cerrito Olvidado.
¿A quién se le ocurriría levantar una escuela en un lugar tan apartado?
Los niños venían desde “Cerrito Alejado”, a unos 6 o 7 kilómetros. Nadie en Chile recuerda a Cerrito Alejado, ¿qué más le queda a Cerrito Olvidado?
El maquinista sabía que el profesor salía tarde del trabajo, pero todos tenían un horario que cumplir: si el Sr. Herrera no llegaba a las 00:15 horas a la estación, se entendería no había pasajeros y el tren partiría según el itinerario.
— ¡Eric, me quedaré encerrado! —gritó el profesor— ¡Ah, bribonzuelo!

De nuevo se acordó de Sofía. Si no llegaba a casa ella esperaría en vano, preocupada. Recordó el bello autorretrato que su esposa pintó para su cumpleaños, exactamente un año atrás. Era el regalo más bonito: la dulzura que infundía aquella mirada era miel para su corazón, enamorado del recuerdo.
Es mi cumpleaños y Sofi me espera. —pensó. ¿Qué podía hacer?
Miró el pestillo de la ventana, pero él no iba a salir por ahí como un vulgar ladrón. El profesor era caballero de la vieja escuela, y ellos salen por la puerta.
¡Tuuut Tuuuuuut! —sonó por vez segunda la bocina del tren.
Sofia era más importante que el ego caballeresco, así que el profe saltó sobre el pupitre más elegante, giró el pestillo de la ventana y lo rompió.
¡No puede ser, que mala suerte! —exclamó incrédulo.
Con la mirada perdida unos segundos, intentó buscar una solución matemática al problema, pero no la encontró. En aquel efímero instante, un pequeño punto de luz en el suelo de la sala, llamó su atención. Bajó del pupitre y recogió el objeto: era un clip metálico que brillaba a la luz de la luna. No lo pensó dos veces: tomó el clip, se hizo un ganchito y corrió una vez más por el pasillo, de regreso a la salida. ¡Tenía que funcionar!, introdujo el gancho a la cerradura mientras giraba la manilla. Lo hizo varias veces pero no abría.
¡Vamos! —se animó— ¡si a MacGyver le funcionaba en la tele!
Su afición a los clásicos en VHS no había pasado de moda para él.
¡Tuuut Tuuuuuut! —sonó por vez tercera la bocina del tren.
El profesor sabía que cinco minutos después el tren partiría sin más. Era ahora o nunca, pero pasaron los minutos y la improvisada llave no giraba.
De haber hecho Eric su trabajo, él no se encontraría en esa situación.
— ¿Olvidarse la llave, quedarse dormido y no despertar con la bocina del tren, dejándome aquí encerrado? ¡Ni que hubiera conspirado contra mí! —se quejó.
¡Chuuf chuuf chuuf! —se oía en la estación— ¡chuuuku chuuku chuuku...!
¡Chuku...! —repitió el profesor, conjurando a la cerradura para que entendiera la difícil situación.

Era claro que el tren había partido, y a medida que se alejaba, el profesor dejó de insistir... hasta que se detuvo finalmente. Aun abriendo la puerta sabía que no podía darle alcance a un moderno ferrocarril. El profe soltó su maletín.
¡Lo perdí! —se dijo en voz alta y acongojado, revelando a un ser humano capaz de cometer errores, como cualquiera.
Metió una mano en el bolsillo interior de su abrigo y extrajo su boleto de tren, pero casi al instante se le cayó. ¿De qué le servía hora?
Sofía... —murmuró impotente.
Los ojos del profe humedecieron, y una lágrima se liberó cayendo sobre el boleto que yacía en el suelo. Rendido, se sentó en el frío piso de madera y ahí permaneció, observando con el boleto con tristeza. A lo lejos las ruedas del último expreso de la noche resonaban sobre sus rieles sinuosos, adentrándose en lo profundo del bosque que cubría los parajes de Cerrito Olvidado.

El crepúsculo llegó con fuerza cuando el generador a diésel se detuvo y las luces de la estación se apagaron, dando lugar al profundo y solitario silencio de la noche. El profesor se cubrió con su abrigo ahí mismo donde estaba, pensando en Sofía. De alguna manera creía oír en la distancia al "Ángel", de Sarah McLachlan, aquel tema musical que tanto gustó a Sofía en sus últimos años. La noche se tornó fría y desolada. De vez en cuando el profe despertaba incómodo.
Si al menos hubiera traído mi saquito de dormir... —pensó de repente. Parecía que iba a dormirse de nuevo, cuando entreabrió un ojo y le pareció ver un destello de luz sobre el boleto de tren. De pronto el billete se vio succionado a través de la rendija de la puerta, como tragado por una aspiradora. El profesor se reincorporó de un plumazo.
¡Vaya! —exclamó estupefacto— acaba de volar mi pase.
Dirigió instintivamente la mano a la manilla de la puerta y casi al instante se detuvo al recordar que estaba cerrado. Sin embargo, el ganchito que había construido giró sólo y se abrió la cerradura. Una luz entró por los bordes de la puerta y una bocanada de aire tibio se coló al interior. La puerta se abría. 

¿Eric? —preguntó en voz alta el profesor.
Se acomodaba el cuello del abrigo cuando su atención quedó hechizada al observar que, tras la puerta y en lugar del sendero que da a la estación, la salida se hallaba por encima de unos rieles de ferrocarril, que estrepitosamente y a gran velocidad se alejaban... hacia un horizonte indescifrable. Como si fuera la puerta de salida del último vagón de un tren corriendo lo largo de una extensa pradera de infinitos pastizales. En lo alto, la luz de una luna bañaba de azul el impresionante paisaje, así como la copa de los árboles que cada cierto tramo aparecían junto a la vía. El profesor Herrera no salía de su asombro.
¡Cielo santísimo! —exclamó finalmente— ¿estaré soñando?
El viento se arremolinó a su alrededor, enmarañando su cabello. Podía sentir el vaivén del vagón en el piso de la escuela. Las paredes se movían.
¡Chuku chuku chuku! —la atmósfera era inconfundible. Si hasta podía oler la caldera de una vieja locomotora a vapor funcionando al rojo vivo. No tenía sentido. No en el mundo humano. El era hombre de ciencia, y donde la ciencia gobierna no hay lugar para lo que está más allá de lo extraordinario.

Embobado ante la visión fantástica, se dio una pequeña bofetada para despertar, pero definitivamente no soñaba: la escuela avanzaba sobre rieles, ahora plagados de luceros refulgentes y hermosos planetas que giraban. El profesor Herrera, giró a sus espaldas buscando una explicación. Todo estaba en su lugar: la biblioteca, la oficina del director, las fotografías en sepia de viejos ferroviarios rescatadas de la Pacific que yacía en el galpón. Las había enmarcado él mismo con ayuda de Eric. La escuela oscilaba al vaivén del último vagón de un expreso que viajaba cuan cometa errante a través de las estrellas. Si había alguien en el mundo para quiénes una locomotora o una escuela podía ser lo mismo que una nave espacial, aquellos eran los niños de la prestigiosa Escuela Christa McAuliffe, de Cerrito Olvidado. Una escuela humilde, con un historia enigmática que contar.
Los papeles del maletín volaron por los aires, pero el profesor ya no estaba ahí. Caminaba hacia la puerta de su sala, al final del pasillo. Estaba abierta y una cálida luz le llamaba. Un aroma delicioso llegó hasta él.
El vagón cafetería está abierto, profesor. —se asomó un inspector de boletos que nunca había visto— tienen un delicioso sándwich de queso y tocino preparado para usted... ¡tal como le gustan!

Envuelto en una brisa de noche verano, el profe se vio transportado a un universo donde el tiempo no existe y el espacio no tiene fronteras. Ahí se quedó, magnetizado ante la belleza del encanto propio de los antiguos viajeros del siglo XIX que le acompañaban. Caminó al interior del vagón cafetería, al son fascinante y misterioso del último expreso de la noche, que avanzaba con energía y decisión a través del firmamento inmaculado. Un deslumbrante aerolito despertó al "cowboy" en la oficina de boletos.
¡Profesor! —exclamó Eric, pero la estrella fugaz ya se había desvanecido.

"Ya sea en cacharrito, en tren, en avión, barco, globo o nave espacial... nuestros viajes nos hacen lo que somos. Cada experiencia nos abre las puertas a un universo nuevo. Viajamos por el mundo buscando respuestas que nunca encontraremos, porque el viaje en sí es la respuesta que buscamos. A veces el mejor camino está en los insondables abismos del amor humano. La vida siempre será el primer medio de transporte, el primer vehículo que conduce nuestras voluntades hacia un cruce de posibilidades infinitas." 

¡¡Sofía!! —exclamó entre sollozos el profe Herrera, corriendo a los brazos de su amada, que había ido a buscarle...

THE END
º-º
Encuentro en París
Gricel Miranda Fuentes

Iba en un avión con destino a París, Francia. Me bajé y una limusina me esperaba. Cené en un restaurante muy elegante de la Torre Eiffel. Subí hasta la punta y ahí estaba él; un chico guapo, alto, que con su mirada me hacia sonrojar. Se acerco a mí... creo que me iba a besar. Su cara estaba al frente de la mía y luego sentí una voz. Era mi madre que decia:
¡¡ Levantate para ir a la escuela !! º-º

Fin
Letargo interno
Relato de Alba R. Maldonado Guemárez

Ilustración de Divino'07 · DeviantArt

“Dentro de su alma un nudo intenso. Dentro de su corazón, la amargura y el desvelo. Toda historia tiene un comienzo que desprende los sentimientos internos del individuo que la vive...

Amanecía en la ventana del castillo. Un manada de sueños transformados en mariposas revoloteaban alrededor de la alcoba real. La golondrina que allí habitaba era el ave de compañía de una princesa encantada llamada Emma, quién había entregado sus profundos sentimientos y emociones a su fiel mascota. Así, toda sensación de propiedad de la princesa sólo era percibida por la golondrina, mientras que Emma vivía un vacío donde nada experimentaba.

Días antes del encantamiento la princesa se había cuestionado su alma, buscando aquello que fuera más sano para su corazón... ¿Sentirlo todo o no sentir nada? Entonces, pensó en su interior:

— Si siento todo, viviría una vida cargada de emociones que no me permitirían manejar mi ritmo de vida como princesa. Viviría la agonía del amor, y más aún si el mismo no es correspondido... la pérdida del ser amado y el dolor de la agonía ante una muerte segura. Por otro lado, si privo a mi persona de sentir alguna emoción ante las situaciones de la vida, podré manejar mi rutina diaria sin complicaciones, y el día en que mi cuerpo cansado dejare de existir, no sentirá agonía ante mi propia partida terrenal.

Luego de analizar la elección más favorable para su vida, consulto a una hechicera que vivía en el Reino encantado de Calanilla, no muy lejos del reino donde ella habitaba. La hechicera Luna le dio dos posibles hechizos que le pudieran ayudar en su extraña situación:

  1. El primero consistía en remover de cada parte de su ser, toda emoción humana que pudiera existir en su vida.
  2. Y la segunda —la cual es casi igual que la primera—; sus emociones serían transferidas a su fiel mascota... así ella podría visualizar como sería su vida llena de emociones.

Tras un profundo silencio, la princesa escogió el segundo hechizo como remedio para su aparente mal: el fin del mismo no era otro que "no sufrir cargando una vida llena de penas y amargas desdichas". La hechicera Luna, con la mirada distanciada en el resplandor del Sol, cerró sus ojos y suavemente pronunció las palabras mágicas que despertarían el encanto. La princesa Emma, satisfecha con la magia de la hechicera, se dispuso a partir del Reino encantado de Calanilla, pero se detuvo a escuchar su nombre pronunciado por los labios de la hechicera Luna, quien le decía a la distancia:

— Princesa Emma: recuerde que todo encanto tiene su lado negativo en el desarrollo de su vida. Sólo espero que algún día recapacites y desistas de la idea de vivir sin sentir nada en tu corazón, pues a veces la conformidad de sentirse seguro hace más daño que experimentar cada emoción que pueda existir sobre la faz de la Tierra.

Por su parte, Emma, a la distancia, le regalo una sonrisa mientras decía:

— Quizá este sea mi último reflejo de emoción y he decidido obsequiártelo a ti.

Largos fueron los días de invierno en el castillo del Reino de Falier. La princesa, desde su alcoba, veía pasar los días y sus emociones reflejadas en el vivir de su fiel golondrina, quién en los últimos días de primavera había enfermado de amor.

Emma ha amado en silencio durante tres años al plebeyo Alzahar, quien se encargaba de ir a diario al castillo a cortar rosas para decorar la mesa del salón principal. Su amor era uno silencioso que apenas era expresado en miradas distantes. Realmente, por no sufrir de amor es que había optado por realizar ese hechizo a su corazón. El problema no era el que Alzahar no la amara, sino más bien que él era hombre de familia, y aunque entendiera que por primera vez en su vida había encontrado el tesoro del amor, prefería quedarse a la distancia y no hacer daño a terceros. Sólo se conformaba con vivir un gran amor entre sueños que era alimentado por las miradas cargadas de emociones... emociones que ya no habitaban en la princesa Emma.

Una tarde de invierno, el plebeyo Alzahar fue citado al castillo para que organizara el salón principal. Ahí realizarían una fiesta en honor al cumpleaños de la princesa Emma. Luego de tanto tiempo de espera, Emma lo volvería a ver, pero sabía que dentro de ella no habitada emoción alguna... emoción que, aunque le hiciera daño, la llenaba de vida y le brindaba esperanza de un día despertar al lado de su gran amor. Por su parte, la golondrina mostraba el entusiasmo que Emma debería sentir en su ser: revoloteaba alegre por los rincones de la alcoba y silbaba con el corazón la más bella melodía. Pero Emma no sentía nada y ese vacío intenso le carcomía el alma.

Fue entonces cuando entendió el mensaje de la hechicera, comprendiendo que el simple hecho de sentir un vacío por no sentir nada ya era en sí una emoción humana. El arrepentimiento al sentir la agonía de, tal vez jamás volver a expresarle su gran amor a Alzahar, quebranto el hechizo que habitaba dentro de su corazón.

Levemente en sus labios se posó una sonrisa, y con la golondrina posada sobre sus hombros bajo rápidamente las escaleras hasta el salón principal. Al ver a su amado sus ojos expresaron el amor que había guardado en su corazón durante tanto tiempo, diciéndose para sí:

— Aunque sea un sólo instante, sentirme amada. Aunque sea un solo instante, entregaré mi corazón. Y cuando parta en el ocaso de mi vida tendré la satisfacción de haber amado con el alma y haber sido amada con todo el corazón.

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Fin

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