Cuentos Sueños
Cuentos Sueños
Pepito y la Fiesta de Don León
Rita María Albrecht

Ilustración sin firma de autor desconocido


Don León se veía grandioso. Tenía una melena larga y voluminosa que envolvía su cabeza como una nube dorada. Sus ojos eran de un color ámbar y tenía una expresión muy amable e inteligente.
— Buenas noches, don León —dijeron Lola y Lulé (que eran dos foquitas, amigas de Pepito).
— Buenas noches —tartamudeó Pepito intimidado.
Don León era verdaderamente una personalidad impresionante y Pepito se sintió súbitamente muy nervioso.
— Buenas noches —respondió don León con voz amable— ¿Cómo estás, Lulú? ¿Y tú, Lola?
— Muy bien, gracias, don León —respondió Lola cortésmente después de haber ejecutado una reverencia profunda y muy elegante— Gracias, estamos bien.
— Se les trata bien, espero.
— No tenemos razones para quejarnos, don León. Es verdad que es un poco molesto tener la boca llena de agua todo el día. Pero de una manera u otra una tiene que ganarse la vida, y en fin, estamos trabajando en uno de los rincones más lindos de Santiago.
— Veo que me han traído a alguien de visita. ¿No es Pepito?
— Sí, don León. Buenas noches.
— Te conozco hace ya muchos años, Pepito —dijo, todavía sonriendo— Vives en la avenida El Cerro, frente al teleférico, ¿verdad?
— Sí, don León. El teleférico es muy lindo.
— ¿Y te gusta nuestra fiesta?
— ¡Ay, la encuentro fantástica! —gritó Pepito entusiasmado— Nunca lo hubiera esperado: una fiesta en el Parque Forestal, a medianoche.
— Bueno, bueno —dijo don León, satisfecho— Espero que continúes gozando. Seguramente vamos a vernos de nuevo antes de que se vayan.
— Gracias, don León —dijo Lulú— Con mucho gusto.
Pero antes de poder bajar las escaleras, oyeron un grito lleno de rabia y se quedaron parados de horror. La orquesta interrumpió abruptamente su función. Todo el mundo estaba empujando y tratando de ver qué sucedía.
— Caramba —gritó Lulú— Es el vendedor de pan.
— ¡Socorro! —gritó en voz alta— ¡Socorro: me han robado todos mis panes! Don León, por favor ayúdeme. ¡Me han robado mis panes! Toda la canasta. ¡Ay, ay! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué mundo es este que roba a un hombre viejo?
Sollozando buscaba su pañuelo y se sonó con mucho ruido.
— Siéntate y cálmate primero —le tranquilizó don León— En seguida enviaré a que busquen al ladrón.
No necesitó mucho tiempo para encontrar al culpable. Después de dos minutos se oyeron lamentos y voces excitadas que se acercaban. El barrendero que antes estaba parado detrás de Pepito empujó por entre la muchedumbre. En su mano derecha en alto portaba "algo" chiquitito, blanco, que trataba de liberarse.
— ¡Ladrón desalmado! —gritó el vendedor de pan— ¡Monstruo! Me tienes que pagar eso. Robar a un hombre viejo...
— Póngalo en el suelo —ordenó don León.
— Se arrancará —advirtió el barrendero— Es un verdadero diablo. No quería devolverme los panes: rasguñó, mordió y gruñó.
— Póngalo en el suelo —ordenó don León de nuevo. No huirá.
El barrendero puso al ladrón a los pies de don León.
— ¡Pero si es un perro! —gritó Pepito, sorprendido.
— Un cachorrito —dijo don León, compasivo— ¿Alguno de ustedes lo conoce?
Se dirigió luego a la muchedumbre.
— Hace cuatro o cinco días lo vi por primera vez —dijo uno de los vendedores de helado— Aquí en el Parque.
— ¡Está perdido, el pobre chiquitín! —gritó la vieja señora— Seguramente ha tenido hambre el pobrecito.
— ¡Es un ladrón sinvergüenza, nada más! —gritó airadamente el vendedor de pan— Insisto en que se lo entregue a la policía.
— Pero no se puede entregar a la policía un chiquitín tan simpático, ¡bárbaro! —protesto la señora vieja.
— Ay —jadeó el vendedor de pan— No lo puedo, ah. ¿Y qué hay de mis panes? ¿Ud. los va a pagar?
— Pagar, pagar, pagar, ¿No tiene otra cosa en la cabeza? ¿Cómo puedo yo pagar sus panes si no tengo dinero?
— Bueno, yo tampoco lo tengo —respondió el vendedor de pan.
Don León intervino para calmar las emociones:
— Si él está perdido —dijo— No nos queda más que encontrar a su familia. Estoy seguro que te pagarán tus tres panes.
— No tiene familia, don León —dijo el barrendero— Le han abandonado.
— ¡Ven! —llamó Pepito al cachorro— Ven, por favor y no tengas miedo. No permitiré que te hagan daño.
— Yo quiero mi dinero —insistió el vendedor de pan.
Lentamente el perrito levantó la cabeza y olfateó la mano de Pepito.
— No oigas al vendedor de pan, yo te protegeré —le consoló Pepito.
El perrito le miró atentamente por entre sus rizos desgreñados, y de súbito, se levantó y se sentó en su falda, lamiendo su mejilla con su lengüita rosada.
— Insisto en que se le entregue a la policía —regañó el vendedor de pan nuevamente— ¿Es que basta con ser atractivo para hacer todo lo que uno quiere?
— Pero se estaba muriendo de hambre, don León —imploró Pepito— Además es tan chiquitito. No sabe lo que es bueno y lo que es malo. Aquí en el Parque seguramente va a morirse de hambre, todavía es demasiado chico para defenderse de los perros más grandes, que también buscan comida.
Olvidando su timidez, rogó Pepito:
— Don León, yo puedo llevarlo a mi casa. Y si el vendedor de pan tiene un poco de paciencia le pagaré los tres panes, de mi mesada.
— ¿Tus padres no se opondrán cuando llegues con un perro a la casa? —Preguntó don León.
— ¡No! Estoy seguro que no —dijo Pepito, y observando la incredulidad de don León, añadió rápidamente— Cuando oigan lo que pasó, van a aceptarlo. Por favor, no permita que lo entreguen a la policía. Ya ha tenido tan mala suerte y es todavía tan joven. Por favor, don León.
— Desgraciadamente no puedo ayudarte mucho. Es el vendedor de pan quien tiene que tomar la decisión.
— Pero puede rogarle, don León —solicitó Pepito.
— ¿Porqué no se lo pides tú, directamente a él?
— Necesito el dinero para vivir —rezongó el vendedor de pan— Nosotros los pobres no podemos permitirnos caridad.
— Pero uno puede mantener su buen corazón —dijo don León— Además lo has oído: Pepito te pagará los panes. Tienes que tener solamente un poco de paciencia.
El vendedor gruñó algo que no parecía ni sí, ni no.
— Don León —intervino el barrendero— ¿Porqué no hacemos una colecta? Tres panes no cuestan una fortuna. Estoy seguro de que podremos reunir la suma.
Y así fue. Don León entregó al vendedor de pan la suma reunida y acarició al perrito blanco que se encontraba acurrucado en los brazos de Pepito.
— ¿Cómo vas a llamarlo? —preguntó don León.
Pepito miró a su nuevo amigo.
— Mmm —dijo luego— Creo que se llama "Toqui".
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De pronto Pepito abrió sus ojos, y oyó todavía muy, muy lejos la música. Frente a su camita se encontraba su mamá y el doctor Bermúdez:
— Estaba donde don León, mamá —murmuró Pepito todavía medio dormido— ¿Sabías, mamá, que Lola y Lulú pueden hablar?
La mamá de Pepito miró angustiada al doctor Bermúdez. Sin embargo, éste, para tranquilizarla, movió la cabeza en signo negativo. Pero de repente se oyeron gruñidos, ladridos, rasguños en la puerta y entró algo blanco chiquitito, entró como torbellino a la habitación y se abalanzó sobre la cama. Lamió impetuosamente la cara, el cuello y los brazos de Pepito.
— ¡Ay, Toqui! —gritó Pepito, feliz— ¡Aquí estás! ¡Siéntate, Toqui! ¡No! ¡No! ¡No! ¡Déjalo. Me hace cosquillas. Déjalo! ¿No es lindo, mamá? —Preguntó Pepito— Lo he encontrado en la fiesta de don León. El vendedor de pan quería entregarlo a la policía. Puede quedarse con nosotros, ¿verdad, mamá? ¡Por favor, di que sí, mamita!
— ¿De dónde viene? —preguntó el doctor Bermúdez— Nunca lo he visto antes aquí.
— Esta mañana lo encontramos en el jardín, delante de la ventana de Pepito. Se quedó todo el tiempo sin moverse —respondió la mamá de Pepito.
— Bueno —dijo el doctor Bermúdez, quien observó pensativamente a los dos en la cama— Parece que se conocen muy bien.
— Sí, pero yo no lo comprendo —dijo la mamá de Pepito un poco preocupada— ¿Cómo lo encuentra Ud., doctor? ¿Está un poco mejor?
— ¿Un poco? —Exclamó el doctor, sonriente— ¡Véalo! En pocos días estará completamente repuesto.
Fin

Aclaración
2ª Parte de un relato Chileno-Alemán (la 1ª Parte está perdida).
El fondo de la ilustración fue cambiado por hallarse borroso °-°
Gazapito quiere comer Torta
Marta Brunet

Resulta que una vez había un conejito blanco llamado Gazapito. Y resulta que era muy goloso y siempre estaba robándole a su mamá —Largas Orejas— zanahorias y betarragas, que para los gazapos es algo tan exquisito como los chocolates y los caramelos para los "niñitos del hombre". Y aparte de los castigos que mamá Largas Orejas le imponía al descubrir sus merodeos por la despensa, sufría Gazapito unos tremendos dolores de estómago, tan tremendos que a veces requerían la intervención de doña Rata Sabia Yerbatera.

Y como a pesar de los castigos y de los dolores no escarmentaba, pues resultó que al fin enfermó gravemente y hubo que ponerlo a régimen estricto de yuyitos tiernos y agüita de boldo. Bueno...

Resulta que una tarde estaba muy triste Gazapito pensando en lo amarga que era la existencia sin un poquito de zanahoria o de betarraga que la endulzara, y dando suspiros y más suspiros se quedó medio dormido debajo de una gran col, en la huerta de don Pedro Pérez, que lindaba con el bosque. Y a poco despabilóse muy asustado, oyendo cercanas voces de niños.

Una de las voces decía:
— Qué torta más rica! Es de pura almendra... Y tiene huevo mol...
Gazapito sabía que las tortas eran dulces, condimentadas con azúcar que, según doña Rata del Campo, era lo más delicioso en la despensa del "señor hombre". Y al pobre goloso de Gazapito se le hacía la boca agua al ver que los niños de don Pedro Pérez daban grandes mascadas a unas tortas redondas y blancas. Porque Gazapito, al oír hablar de comida y de dulce, había separado un poco las hojas de la col y asomaba un ojo curioso de mirarlo todo.

Entonces a Gazapito le dio verdadero antojo por comer torta redonda y blanca, con almendra y huevo mol. Y tan preocupado se quedó que esa noche no pudo dormir, y en su inquietud daba vueltas y más vueltas en su cama de suave musgo, y al fin, pasito, salió de la cueva en que vivía con mamá Largas Orejas y sus hermanos Gazapillo y Gazapeta.

En cuanto a papá —Ojo Colorado— había muerto en un accidente de caza (no había que hablar de esto delante de mamá Largas Orejas, porque le daban ataques de pena y agitaba las manitas desesperadamente, lo mismo que si tocara el tambor).

Resulta que Gazapito se internó esa noche en el bosque, moviendo las orejas a cada ruido que le traía el Viento, arriscando la naricilla, desazonado por cada olor desconocido, representándosele en cada cosa aquella torta blanca y redonda con almendra y huevo mol...

Y en esto... ¡Oh!..., sorpresa, Gazapito vio ante sus ojos, en el fondo de un hoyo al cual se asomara por casualidad, pues nada menos que una torta blanca y redonda, que tenía que ser de almendra con huevo mol y todo. Y dando un brinco...

¡Zas! ¡Brrr!

Gazapito cayó al fondo del hoyo, justamente sobre la torta redonda y blanca.

Y resulta que como el hoyo era mucho más profundo que lo que imaginara, ese "¡Brrr!" que tú ves, lo dio Gazapito de susto. Pero lo lamentable fue que al hacer "¡Zas!" se percató de que con la impresión le había pasado una cosa terrible, que no se puede contar, pero que lo obligaba a levantarse en la punta de las patitas para no mojar la bata de piel blanca que llevaba puesta.

Y todo acongojado, sin acordarse más de la torta, ni de las almendras, ni del huevo mol, se echó a llorar a toda boca, como el conejito chiquitito que era. Además, el hoyo estaba muy oscuro y el miedo aumentaba sus sollozos.

Andaba por allí, volando, en el bosque y cerca del hoyo, una mariposa llamada Falena, que al oír a Gazapito preguntó asomándose al boquetón negro:
— ¿Quién llora?
— Yo. Gazapito, que me caí por casualidad..., de puro distraído...
— No es verdad — dijo misiá Rana Vieja, que todo lo sabía y era muy chismosa—; se cayó porque el tonto quería comer torta... La torta que vio en el fondo del hoyo...
— ¡Cállese, la acusete! —dijo el señor Grillo, que no porque hablara dejó de darle cuerda a su reloj.
— ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —decía entre tanto Gazapito.
— Voy a avisarle a tu mamá. ¿Dónde vives? —preguntó Falena.
— No, no. No hay que decirle nada a mamá, que me castigará por haber salido sin su permiso —contestó entre sollozos Gazapito.
— Avísele, avísele —gritó misiá Rana Vieja—, para que le den su merecido por meterse en casa ajena. Para que le den sus buenos coscorrones...
— No, por favor, no le digan nada... Pero sáquenme de aquí... ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!
Entonces Falena —que es muy buena a pesar de cierto atolondramiento que se le reconoce—  fue a avisar a las señoritas Luciérnagas, para que vinieran a iluminar el hoyo y pudiera Gazapito salir fácilmente. Estas señoritas Luciérnagas son bailarinas de oficio y están siempre dando representaciones nocturnas al aire libre, vestidas con coseletes de azabache y luciendo sus lindos ojos de luz celeste. Y como también son muy serviciales, vinieron en seguida e iluminaron el hoyo formando guirnaldas y ruedas y estrellas de cinco puntas, todo ello con esos ojos lindos de luz celeste que ya te dije que ellas tienen.

Le dio entonces a Gazapito una vergüenza enorme, ya que todas se iban a enterar de lo que le había pasado y que, tú sabes, eso que lo obligaba a ponerse de puntillas para no mojar la bata de piel blanca. Pues bien resulta que al ver con claridad lo que había en el hoyo, se dio cuenta Gazapito de que era aquello una poza, vivienda de misiá Rana Vieja, y de ahí sus protestas. Y que lo que creyera una torta no era otra cosa que la señora Luna Llena reflejada en el agua, y que esta agua en que se empinaba no era eso terrible que él creyó que le había pasado con el susto al caerse...

Ya con más bríos y sin ninguna vergüenza, Gazapito se dispuso a salir del hoyo, pero no alcanzaba a saltar hasta afuera. Entonces pasó una cosa maravillosa, que te sorprenderá: pues nada menos que las raíces de un gran Sauce Llorón que por allí asomaban, se fueron moviendo lentamente hasta tomarse de la mano unas con otras, formando una escalera, por donde ágil y retozón subió Gazapito.

Y resulta que al poner éste pie afuera, Falena se posó en su mejilla, con la intención tal vez de darle un beso, pero el caso fue que Gazapito sintió un cosquilleo en la nariz, dando un estornudo formidable:
— ¡Achís!
Y entonces despertó lleno de sobresalto —con la noche encima, y una gran estrella dorada mirándolo atentamente—, debajo de la col donde se había dormido. ¡Porque todo esto no había sido otra cosa que un sueño!

Fin
El último expreso de la noche

El reloj de péndulo de la biblioteca tocaba la medianoche, cuando el profesor Herrera despertó.

— ¡Cielos! ¿me habré dormido? —se preguntó.

Ante él, la sala de clases yacía solitaria y sus luces apagadas. ¡Que interminable día le había tocado!

— ¡Oh! —pensó— sólo Morfeo sabe cuántas horas han pasado.

La luz de luna que entraba por el largo ventanal a su derecha, inundaba el ambiente con fuerza seductora.

— Querida Sofi... —murmuró.

Había soñado con su amada Sofía, a quien conoció durante unas vacaciones a bordo de una barcaza con destino a Puyuhuapi. Tan solita y delicada estaba ella en una esquina, apreciando los bosques que se extienden hasta la costa. El paisaje era insuperable y la embarcación flotaba placentera, cual hoja de lirio en un estanque. Amor a primera vista.

— Si tan sólo pudiera dormir otro poco —pensó el profesor, quien deseaba continuar aquel sueño encantador.

Todo el mundo había partido en el expreso de la tarde. Eso incluía al director, dos profesoras, el cocinero y sus queridos alumnos, ninguno de los cuales vivía en “Cerrito Olvidado”, que tal era el pintoresco nombre del sector.

“El profe”, como lo llamaban cariñosamente sus estudiantes, se había quedado revisando los exámenes hasta que el sueño lo venció. Un cerro de papeles aguardaba impasible su escrutinio.

— ¡Snorrrr...! —ya había comenzado a roncar de nuevo, pero un sonido no tan lejano lo despertó de improviso.
— ¡Tuuut Tuuuuuut! —sonó a la distancia— ¡chuku chuku chuku!

El profe se levantó de su sillón, sobresaltado. Miró por el ventanal y divisó un foco de luz redondo y amarillo que se acercaba vertiginosamente a la estación.

— ¡Recórcholis! —exclamó— ¡se me ha hecho tarde otra vez!

El pobre profesor, seguro de haber oído sólo once campanadas del reloj, guardó en su maletín su libro y los exámenes restantes.

— ¡Terminaré el trabajo en casa!

Abrió la puerta de la sala y corrió por el pasillo rumbo a la salida. Parecía una centella. —¡Qué son 75 años para un espíritu joven! —solía decir.

Por alguna razón el profesor Herrera siempre era la última persona en irse de la escuela. El portero lo sabía y por eso le dejaba la copia de las llaves debajo del pisapapeles con forma de hidroavión, sobre el escritorio.

— ¡La llave! —se acordó nada más llegar a la puerta de salida, y acto seguido volvió “volando” a la sala. Levantó el pequeño hidroavión y descubrió con horror que la llave que abría la única puerta funcional del recinto, no estaba.
— ¡Por Plutón! —imprecó el profesor de matemáticas— ¡no es posible!

Efectivamente, el portero había olvidado el encargo, y no era la primera vez. Para ese entonces el tren ya había arribado a la pequeña estación, iluminada con un par de focos a trescientos metros de la escuela. Cerrito Olvidado era un pueblo pequeño. Tan pequeño que sólo lo conforma la escuela, la estación, la cabaña de Eric (el portero), y un galpón que guardaba una vieja locomotora Pacific un tanto oxidada y en la que los niños jugaban durante los recreos. Todo ello al atento resguardo de los tres profesores de la escuela “Christa McAuliffe”.

El profesor sabía que aparte de él, nadie más abordaría el último expreso de la noche. La estación estaba vacía, y en la distancia le pareció ver a Eric durmiendo en la oficina de boletos. De su maletín extrajo unos prismáticos que usaba para buscar planetas cuando viajaba de noche a bordo del expreso. Dirigió los lentes hacia la oficina de boletos y enfocó...

¡En efecto! Ahí estaba el bueno de Eric, sentado, con el asiento echado hacia atrás contra el mesón, y su ridículo sombrero de “cowboy” en la cara.

— ¡Roncando de lo lindo y yo aquí atrapado! —se quejó el profesor.

El pobre Eric además de guardia y portero, era el gásfiter, el mecánico, el nochero, el vendedor de boletos de tren, y el ahuyentador de pumas ocasionales. Incluso ayudaba en la cocina y su salsa de champiñones era mundialmente famosa entre los habitantes del Cerrito Olvidado.

— ¿A quién se le ocurriría levantar una escuela en un lugar tan apartado?

Los niños venían desde “Cerrito Alejado”, a unos 6 o 7 kilómetros. Nadie en Chile recuerda a Cerrito Alejado, ¿qué más le queda a Cerrito Olvidado?

El maquinista sabía que el profesor salía tarde del trabajo, pero todos tenían un horario que cumplir: si el Sr. Herrera no llegaba a las 00:15 horas a la estación, se entendería no había pasajeros y el tren partiría según el itinerario.

— ¡Eric, me quedaré encerrado! —gritó el profesor— ¡Ah, bribonzuelo!

De nuevo se acordó de Sofía. Si no llegaba a casa ella esperaría en vano, preocupada. Recordó el bello autorretrato que su esposa pintó para su cumpleaños, exactamente un año atrás. Era el regalo más bonito: la dulzura que infundía aquella mirada era miel para su corazón, enamorado del recuerdo.

— Es mi cumpleaños y Sofi me espera. —pensó. ¿Qué podía hacer?

Miró el pestillo de la ventana, pero él no iba a salir por ahí como un vulgar ladrón. El profesor era caballero de la vieja escuela, y ellos salen por la puerta.

— ¡Tuuut Tuuuuuut! —sonó por vez segunda la bocina del tren.

Sofía era más importante que el ego caballeresco, así que el profe saltó sobre el pupitre más elegante, giró el pestillo de la ventana y lo rompió.

— ¡No puede ser, que mala suerte! —exclamó incrédulo.

Con la mirada perdida unos segundos, intentó buscar una solución matemática al problema, pero no la encontró. En aquel efímero instante, un pequeño punto de luz en el suelo de la sala, llamó su atención. Bajó del pupitre y recogió el objeto: era un clip metálico que brillaba a la luz de la luna. No lo pensó dos veces: tomó el clip, se hizo un ganchito y corrió una vez más por el pasillo, de regreso a la salida. ¡Tenía que funcionar!, introdujo el gancho a la cerradura mientras giraba la manilla. Lo hizo varias veces pero no abría.

— ¡Vamos! —se animó— ¡si a MacGyver le funcionaba en la tele!

Su afición a los clásicos en VHS no había pasado de moda para él.

— ¡Tuuut Tuuuuuut! —sonó por vez tercera la bocina del tren.

El profesor sabía que cinco minutos después el tren partiría sin más. Era ahora o nunca, pero pasaron los minutos y la improvisada llave no giraba.

De haber hecho Eric su trabajo, él no se encontraría en esa situación.

— ¿Olvidarse la llave, quedarse dormido y no despertar con la bocina del tren, dejándome aquí encerrado? ¡Ni que hubiera conspirado contra mí! —se quejó.
— ¡Chuuf chuuf chuuf! —se oía en la estación— ¡chuuuku chuuku chuuku...!
— ¡Chuku...! —repitió el profesor, conjurando a la cerradura para que entendiera la difícil situación.

Era claro que el tren había partido, y a medida que se alejaba, el profesor dejó de insistir... hasta que se detuvo finalmente. Aun abriendo la puerta sabía que no podía darle alcance a un moderno ferrocarril. El profe soltó su maletín.

— ¡Lo perdí! —se dijo en voz alta y acongojado, revelando a un ser humano capaz de cometer errores, como cualquiera.

Metió una mano en el bolsillo interior de su abrigo y extrajo su boleto de tren, pero casi al instante se le cayó. ¿De qué le servía hora?

— Sofía... —murmuró impotente.

Los ojos del profe humedecieron, y una lágrima se liberó cayendo sobre el boleto que yacía en el suelo. Rendido, se sentó en el frío piso de madera y ahí permaneció, observando el boleto con tristeza. A lo lejos las ruedas del último expreso de la noche resonaban sobre sus rieles sinuosos, adentrándose en lo profundo del bosque que cubría los parajes de Cerrito Olvidado.

El crepúsculo llegó con fuerza cuando el generador a diésel se detuvo y las luces de la estación se apagaron, dando lugar al profundo y solitario silencio de la noche. El profesor se cubrió con su abrigo ahí mismo donde estaba, pensando en Sofía. De alguna manera creía oír en la distancia al “Ángel", de Sarah McLachlan, aquel tema musical que tanto gustó a Sofía en sus últimos años. La noche se tornó fría y desolada. De vez en cuando el profe despertaba incómodo.

— Si al menos hubiera traído mi saquito de dormir... —pensó de repente.

Parecía que iba a dormirse de nuevo, cuando entreabrió un ojo y le pareció ver un destello de luz sobre el boleto de tren. De pronto el billete se vio succionado a través de la rendija de la puerta, como tragado por una aspiradora. El profesor se reincorporó de un plumazo.

— ¡Vaya! —exclamó estupefacto— acaba de volar mi pase.

Dirigió instintivamente la mano a la manilla de la puerta y casi al instante se detuvo al recordar que estaba cerrado. Sin embargo, el ganchito que había construido giró sólo y se abrió la cerradura. Una luz entró por los bordes de la puerta y una bocanada de aire tibio se coló al interior. La puerta se abría. 

— ¿Eric? —preguntó en voz alta el profesor.

Se acomodaba el cuello del abrigo cuando su atención quedó hechizada al observar que, tras la puerta y en lugar del sendero que da a la estación, la salida se hallaba por encima de unos rieles de ferrocarril, que estrepitosamente y a gran velocidad se alejaban... hacia un horizonte indescifrable. Como si fuera la puerta de salida del último vagón de un tren corriendo lo largo de una extensa pradera de infinitos pastizales. En lo alto, la luz de una luna bañaba de azul el impresionante paisaje, así como la copa de los árboles que cada cierto tramo aparecían junto a la vía. El profesor Herrera no salía de su asombro.

— ¡Cielo santísimo! —exclamó finalmente— ¿estaré soñando?

El viento se arremolinó a su alrededor, enmarañando su cabello. Podía sentir el vaivén del vagón en el piso de la escuela. Las paredes se movían.

— ¡Chuku chuku chuku! —la atmósfera era inconfundible. Si hasta podía oler la caldera de una vieja locomotora a vapor funcionando al rojo vivo. No tenía sentido. No en el mundo humano. El era hombre de ciencia, y donde la ciencia gobierna no hay lugar para lo que está más allá de lo extraordinario.

Embobado ante la visión fantástica, se dio una pequeña bofetada para despertar, pero definitivamente no soñaba: la escuela avanzaba sobre rieles, ahora plagados de luceros refulgentes y hermosos planetas que giraban. El profesor Herrera, giró a sus espaldas buscando una explicación. Todo estaba en su lugar: la biblioteca, la oficina del director, las fotografías en sepia de viejos ferroviarios rescatadas de la Pacific que yacía en el galpón. Las había enmarcado él mismo con ayuda de Eric. La escuela oscilaba al vaivén del último vagón de un expreso que viajaba cuan cometa errante a través de las estrellas. Si había alguien en el mundo para quiénes una locomotora o una escuela podía ser lo mismo que una nave espacial, aquellos eran los niños de la prestigiosa Escuela Christa McAuliffe, de Cerrito Olvidado. Una escuela humilde, con un historia enigmática que contar.

Los papeles del maletín volaron por los aires, pero el profesor ya no estaba ahí. Caminaba hacia la puerta de su sala, al final del pasillo. Estaba abierta y una cálida luz le llamaba. Un aroma delicioso llegó hasta él.

— El vagón cafetería está abierto, profesor. —se asomó un inspector de boletos que nunca había visto— tienen un delicioso sándwich de queso y tocino preparado para usted... ¡tal como le gustan!

Envuelto en una brisa de noche verano, el profe se vio transportado a un universo donde el tiempo no existe y el espacio no tiene fronteras. Ahí se quedó, magnetizado ante la belleza del encanto propio de los antiguos viajeros del siglo XIX que le acompañaban. Caminó al interior del vagón cafetería, al son fascinante y misterioso del último expreso de la noche, que avanzaba con energía y decisión a través del firmamento inmaculado. Un deslumbrante aerolito despertó al “cowboy" en la oficina de boletos.

— ¡Profesor! —exclamó Eric, pero la estrella fugaz ya se había desvanecido.

“Ya sea en cacharrito, en tren, en avión, barco, globo o nave espacial... nuestros viajes nos hacen lo que somos. Cada experiencia nos abre las puertas a un universo nuevo. Viajamos por el mundo buscando respuestas que nunca encontraremos, porque el viaje en sí es la respuesta que buscamos. A veces el mejor camino está en los insondables abismos del amor humano. La vida siempre será el primer medio de transporte, el primer vehículo que conduce nuestras voluntades hacia un cruce de posibilidades infinitas."

— ¡¡Sofía!! —exclamó entre sollozos el profe Herrera, corriendo a los brazos de su amada, que había ido a buscarle...

 Fin

Encuentro en París
Gricel Miranda Fuentes

Iba en un avión con destino a París, Francia. Me bajé y una limusina me esperaba. Cené en un restaurante muy elegante de la Torre Eiffel. Subí hasta la punta y ahí estaba él; un chico guapo, alto, que con su mirada me hacia sonrojar. Se acerco a mí... creo que me iba a besar. Su cara estaba al frente de la mía y luego sentí una voz. Era mi madre que decia:
¡¡ Levantate para ir a la escuela !! º-º

Fin
Derrotero de un sueño sin sentido
Saga de Protomundo · Cuento II
Ethan J. Connery

Aun está obscuro. Avanzo por la nieve a paso más seguro mientras el camino se pierde al horizonte. Miro atrás y una caverna se ha cerrado; algunos animales han quedado atrapados en el hielo, como congelados en el tiempo. Sin embargo... uno parece moverse.

-¡Intenta escapar! La pared es muy gruesa, ¿podrá lograrlo?

Un temblor remece el interior de la caverna helada mientras sus ondas se disipan en la vacuidad. La fuerza es suficiente y la pared que había cerrado el paso, estalla en mil fragmentos de frío cristal, los que se dispersan en el aire impecable de la noche, sin llegar a tocar tierra, pues tarde o temprano terminan por formar parte del impresionante campo estelar que por sobre mi cabeza se extiende, de norte a norte.

El animal que acaba de escapar a las fauces del inframundo es sin duda un rinoceronte... o quizá una jirafa, más probablemente un caribú, pues parece adoptar nuevas formas con cada paso que se adelanta. No puedo percibir la intención en su instinto, y el caribú arremete contra mí, como una piedra perdida en la vasta planicie de un montaraz paisaje.

Ante la sorpresa, salto hacia un árbol ubicado a mi derecha, aferrándome a una rama que se balancea sin viento. El enorme roble no estaba hace un momento. Sus raíces se entierran en el suelo como si de un gran gigante intentando levantarse, se tratara. La raiz se eleva agitando la copa, y el roble se inclina hacia un profundo abismo.

-¡Ohhh! -argumenta el roble- ¡mil perdones, extraño amigo! ¿Qué haces que me despiertas de mi sueño invernal?
-Señor, soy yo quién sueña esta noche.

El roble parece meditar.

-Mmm..., ya veo. Entonces, si no te molesta, pequeño humano, volveré a dormir... zzzzz.

El árbol se ha dormido nuevamente en su última posición, no sin antes enredar con sus ramas los cuernos del caribú, que había estado golpeando incansable su tronco. El espíritu del caribú escapa de su atado cuerpo y éste me embiste buscando mi destierro.

-Caribú, ¿Porqué me atacas? ¿soy acaso un extraño en mi propio sueño?
-El espíritu del animal no responde, pero da media vuelta y se lanza hacia el vacío, hacia el negro abismo de cascadas cuyo canto se pierde en el infinito de un Universo que sólo existe dónde no hay nada.

Por un segundo creo sentir algo de paz, al oír al viento hablar mientras una docena de voces extemporáneas se cuelan en las ramas del roble.

-¿De dónde eres?
-¿Qué es lo que quieres?
-¿Buscas algo en particular?
-¿Dónde están tus amigos?
-¿Bla bla bla...?

Las vocecillas imprudentes no paran de preguntar una y otra cosa.

-¡Qué impertinentes! -pensé- ¡¿Pueden dejarme descansar tan sólo un momento?!
-Esta bien, ¡No te enfades!
-¡Vaya con este extraño!
-¡Ni siquiera es de aquí!
-¡Que impertinentes, que impertinentes...!

Las vocecitas discutían entre sí y no paraban de repetir, ¡Que impertinentes!

-¿Quién se figuraría que el viento es un hablador? Supongo que no tiene nada mejor que hacer.

Aburrido de no encontrar nada nuevo, el viento se aleja, dejándome en paz. Pero inesperadamente percibo un nuevo peligro, acechando desde la obscuridad de alguna neblina pasajera. Instintívamente con mi mano busco mi espada atada al cinto.

-¡Vaya!, creí que era un arco.

Encuentro la funda en su lugar, pero no había rastros de su contenido.

-¿Dónde está la espada? ¡El peligro es inminente!

La neblina se avalanza sobre lo que queda del caribú y éste desaparece. La nube envuelve el árbol, como si fuese una tempestad, pero no logra engullirlo. No obstante se detiene a los segundos y avista mi presencia. Me observa amenazante, tal si yo fuera un apetitoso alimento. Es una nube voraz. No lo pienso dos veces, y salto hacia el abismo.

-Esto es un sueño, puedo hallar algo mejor en otro sit...

No alcanzo a terminar la frase y caigo en medio de un bosque. Para variar: sobre las ramas de un enorme árbol. Comienzo a descender rama por rama... desciendo, desciendo, desciendo. No hay caso, ¡Los árboles de aquel bosque no tienen raíces! sólo se elevan desde el insondable abismo, no hay suelo, no hay dónde bajar. Podría descender mil años y todo sería igual.

Salto a otra rama cercana y descubro que, de rama en rama, es más sencillo avanzar. Avanzo incansable a través del verde follaje. Con hábiles saltos y agarres me adapto en ese mundo natural. No se si soy un hombre o una criatura de los bosques. Podría ser que ese no fuera mi sueño después de todo..., quizá sólo soy una criatura de la imaginación que soñó dentro del sueño de un hombre, que era el hombre que soñaba con ser una criatura de la imaginación.

-Entonces soy el hombre -me dije, analizando mis cabilaciones- debo escapar de este quimera sin sentido y regresar a la perfecta utopía del Mundo Humano.

El bosque termina de pronto y nuevamente caigo, pero hacia adelante.

-La gravedad es tan disparatada en la fantasía humana, que Newton se comería su manzana sin preocupaciones -dije, en voz alta.
-¿Me llamabas?

En plena caída libre miro a mis espaldas y he aquí al propio Isaac Newton, cayendo en picada.

-¡No puede ser! ¿De verdad es Ud., Sir Isaac Newton? -pregunté, algo atontado.
-Prefiero que me llamen Kansas. -Me respondió el respetable científico.
-¿Kansas? ¿como al Estado de "Kansas", en los Estados Unidos de Norteamérica?
-En efecto. Así me llaman todos mis amigos por aquí.
-¿Porqué escogería un nombre así? Ud. es inglés.
-Porque me agrada Columbus, la sede del Condado Cherokee.
-¿Y? -le pregunté, estupefacto.
-Y eso queda nada más y nada menos que...
-No me diga: en Kansas.
-Correcto.
-¡¡Este sueño es absurdo!! ¿cuando despertaremos? -pregunté, cansado de inconsistencias.
-Definitívamente... cuando toquemos suelo -me respondió "Kansas", mientras mordía una manzana.

Miré hacia abajo, esperando ver pronto el suelo, aunque por la velocidad de caída no lo esperaba tan dispuesto. Lentamente un nuevo plano comenzó a aparecer en la profundidad de la noche: el suelo se acercaba.

-Creo que falta poco, Sir Kansas -le dije a Newton, pero no recibí respuesta.

Me giré hacia atrás y vi que Newton se hacía con otra manzana.

-Mr. Newton. Estamos a punto de estrellarnos... ¿qué sugiere?
-¡Toma una! -me dijo, arrojándome la manzana.
-Gracias, esperaba algo menos metafísico.
-Entonces nos veremos más adelante, hasta luegoooooo... -se despidió mientras se alejaba de mi trayectoria como engullido por una onda de gravedad diferente.

Faltaban 5 segundos para el impacto, 4... 3... 2... 1... Como un proyectil atraviezo los límites de aquel Mundo sin sentido y despierto.

-¡Por fin!

Me hallaba durmiendo junto a una fogata apagada, en lo alto de una montaña.
El fuego de la luna ausente
Saga de Protomundo · Cuento I
Ethan J. Connery

Caminaba por un desierto habitado por tan sólo unos cuantos matorrales. Un lejano y constante silvido se oía en la distancia, pero no distinguí nada debido a la bruma, pues un viento polvoso se elevaba en el horizonte. Comencé a caminar en ese mundo vacío cuando oí una voz que me hablaba, palabras cuyo significado se pierden en el cansancio del sueño profundo. Me di la vuelta buscando el orígen de la voz, cuando me encuentro cara a cara con un oso grizzly. La criatura me hablaba tal cual fuera un ser humano, y aunque no recuerdo exáctamente lo que me dijo, si recuerdo que tuvimos una larga charla llena de misterio. Casi al terminar la conversación una fogata se encendió a nuestros píes.

-Ya es hora -dijo el Oso, levantándose en sus dos patas traseras.

Un poder sobrenatural emergió de su hocico, como el frío aliento del mañana. Una nube comenzó a formarse frente a él. Entonces... sólo entonces... comprendí que volaba. La nube me había envuelto y mis píes ya no tocaban el frío suelo del desierto, sino un negro y vacío infinito plagado de estrellas cuyos brillantes colores no existen en el mundo del hombre.

De pronto, dentro mi ser, nació un nuevo poder y pude ver tras la bruma lejana los infinitos senderos del futuro que se cruzaban, fluían y estallaban cuan extraordinarios pájaros de fuego. La voz del oso aun resonaba en mi mente pero él ya no se encontraba. Volando, a través del firmamento, divisé en la lejanía una torre, que poco a poco se hizo montaña. Era una montaña enorme, de dimensiones colosales... su base se hundía en lo profundo de la noche, hacia lo hondo de un abismo que no puedo mencionar porque su nombre se perdía en el sonido de las aguas que caían estrépitosamente hacia la nada. Un misterio aguardaba a la mirada de lo eterno y en lo alto de la cumbre. La montaña parece avanzar.

-¿Estará viva? -pensé para mí.

Poco a poco me acerco a un peñasco y lo alcanzo. A los píes del peñasco varios animales aguardaban mi llegada; algunos con buenas intenciones, y otros... si tenían intenciones, las ocultaban. Nuevamente óigo la voz del oso, y éste estaba a mis espaldas.

-Lo que buscas, está allá arriba. ¡Ve por ello! -me ordena, mientras me indica hacia la cima con afiladas garras.

La cumbre parece brillar en una espesa neblina, en medio de la noche. Las estrellas rotan en lo alto y aun así la montaña avanza de frente. La montaña es vertical, casi carece de pendientes. Algo me llama en las alturas, algo clama por mi nombre.

-...Ya'al.

Es extraño, no es mi nombre, pero por alguna razón se que el llamado es para mí. Quizá alguna vez me llamé así o quizá en los sueños los nombres suenan diferente. Comienzo a ascender tanteando cada paso con píes y manos, aferrándome a lo imposible. Escalo a las alturas, no hay tregua... he perdido la facultad de volar, pero no me doy por vencido. Parece que no avanzo.

-...¡Ya'al! -repite la voz, profunda como el trueno que retumba en la praderas de mi universo sin tiempo.
-¿Me esperará? -pienso- ¡Es imposible!

Miro hacia abajo. Los animales siguen mi huella pero mantienen la distancia. El oso se ha desvanecido... pero, inesperadamente se me ocurre.

-¿Y si el abajo fuera arriba?

Un fuego eterno nace frente a mí y decido soltarme y caer... hacia arriba. Caigo hacia los cielos que se pierden en la altura, hasta alcanzar un nuevo peñasco, y ahí me detengo. Un camino se me abre entre unas rocas de cristal de cuarzo. Una extraña y melódica musiquita resuena con cada partícula de polvo. El camino se ensancha y lo aprecio con claridad: sube directamente hacia la cumbre.

-Fue demasiado fácil -pensé.

Entonces me doy cuenta que hay otro camino, en la boca de una catarata: un sendero más estrecho, oculto y escondido... porque en mi sueño lo oculto y lo escondido no es lo mismo. El sendero se interna en la montaña, como en una recta espiral. Es una caverna. Es obscura como la noche sin sueños, pero de su interior nace un hilo de aguas cristalinas que desciende, con la pureza semejante a la mirada de una diva. Un espíritu sincero habita en sus profundidades, en el corazón de la montaña. Sigo el sendero de agua, pero nada más entrar a la caverna y un rugido a mis espaldas me amenaza. Giro por instinto indagando tras las aguas de la catarata. Una sombra tenebrosa intenta cruzar. Busco algo a mis espaldas... no se qué, pero lo encuentro: es una flecha. La miro, sostenida fírmemente en mi mano y despierto.

...pero no, aun no he despertado. Del fuego que me seguía extraigo una rama ardiendo. Es una rama, sinó un arco. Ubico la flecha en posición y tiro con presteza. La flecha cruza las aguas y da en el blanco. Lo que haya sido, se aleja. Pasado unos segundos, una dulce voz, quizá el murmullo del agua, o quizá una doncella etérea, me habla.

-¡Kiché..., kiché!

Entonces lo entiendo. Ya'al es Kiché, Kiché es Ya'al... pero más allá, alguien más.
La caverna me lleva por un tunel hacia los hielos del mismísimo génesis.

-¡Aun es tiempo! -me animo.

Tras los hielos, aprecio en la distancia aquel fuego eterno que se eleva. Es la luna, y aquella, sin miedo, se adentra en la nube de la montaña.

-¿Quién soy, en realidad?
La Esfera de Marskid
Ethan J. Connery



Dibujo alienígena de YFoley (Pixabay)
— Rediseñado por Connery —

Este cuento es sobre dos niños de verdad, que —como todos los niños— gustaban de aprender y de jugar. Uno se llamaba Rick y al otro lo llamaremos “Marskid”, pero entre ellos no se conocían porque eran diferentes:
  • Rick era blanco y Marskid era de color verde.
  • Rick vivía en la Tierra y Marskid vivía en el espacio.
  • Rick creció en el pasado y Marskid venía del futuro.
  • Rick era humano y Marskid era marciano.
Si hasta aquí no te has perdido °-° continuamos...

Sucedió que un buen día de primavera —de esos del siglo XX. ¡Que tiempos aquellos!— Rick caminaba por un sendero en lo profundo de un bosque. Buscaba fósiles, pues —como todo Scout—  amaba explorar sitios remotos y acampar en los cerros.

Estando así el niño —en sus andanzas y medio perdido entre las montañas— apareció en lo alto del cielo una nubecilla dorada. La pequeña nube se escapó de sus papás mayores (los grandes cúmulos tormentosos que desafían a los viajeros) y bajó para descansar un rato de tanto volar por el mundo.

Cuál sería la suerte de Rick cuando se encontró con la pequeña nube, cansada en el camino, y ambos se hicieron amigos. Conversaron largamente aquella tarde junto a una fogata. Llegada la noche se quedaron dormidos, y así —medio en sueños— la nubecita invitó al niño a volar para conocer la Tierra desde las alturas.

El pequeño Rick —sentado ya en su nube voladora— se elevó hacia el cielo nocturno, volando lejos, muy lejos...  Más allá de los montes cercanos... Más allá de las montañas... Incluso más allá de las nubes tormentosas y del propio firmamento estrellado. Y así —volando, volando— ambos amigos llegaron más allá del tiempo...
— ¿Dónde estamos? —preguntó Rick en un momento especial.
— Este es el mundo sin tiempo —respondió la nubecita— Aquí es donde todo sucede y nada sucede. Es el túnel vacío que siempre está lleno. Un lugar de paso donde nada se escucha pero todo lo oyes.
— No entiendo mucho lo que quieres decir —dijo Rick— pero la brisa es cálida y eso me reconforta.
Cuando ya habían volado lo suficiente, la nubecita dorada comenzó a descender hacia lo que parecía ser una gran ciudad colmada de luces y cristales que iluminaban el silencio de la noche. La nube se posó en la cima de un enorme edificio. Era tan alto, pero tan alto que a Rick le pareció más bien una montaña.

Del suelo surgió una luz blanca y un simpático amiguito emergió como por arte de magia.
— Hola Rick. ¡Bienvenido a la Tierra! —dijo el personaje (que era tan pequeño como el niño, pero a diferencia de éste, su color era verde y tenía una extraña vocecita que se oía en todas partes).
— ¡Hola! —respondió educadamente Rick— Vengo en son de paz.
Rick levanto su brazo mostrando la palma de su mano derecha.
— ¡Lo sé! —respondió su nuevo amigo— Mi nombre es §☼'Øß⌂×, pero si no puedes pronunciarlo llámame como gustes.
— Suena difícil. ¿Está bien si te llamo “Marskid”? °-°
— Me agrada — dijo §☼'Øß⌂×, y a partir de entonces Rick le llamó Marskid (el niño marciano).
Ambos niños se dieron la mano mientras la nubecita giraba en torno a ellos.
— ¡Ven! —propuso Marskid mientras montaba en la nube voladora— ¡Ven a conocer la Tierra del Futuro!
Y los tres amigos se fueron conversando muchas cosas mientras volaban sobre la Ciudad Celestial, recorriendo bellísimos laberintos de luz que producían dulces melodías al paso de la nube. Miles de estrellas de colores atravesaban el cielo. Algunos colores eran tan increíbles que Rick nunca los había visto en su vida.

La nubecita dorada bajó aun más, descendiendo hacia el suelo de la Tierra del Futuro hasta aterrizar en un gran círculo de luz. Muchas personas, de todas las razas conocidas y desconocidas, se habían reunido ahí.
— ¡Traemos un emisario del siglo XX! —exclamó Marskid a viva voz, dirigiéndose a las gentes que habían ido a ver— ¡Pasa amigo: preséntate!
— ¡Hola, que tal! —exclamó Rick, con alguna timidez—  Me llamo Rick. Gracias por invitarme a este lugar... es muy hermoso y tranquilo. El laberinto luminoso me recuerda a mis verdes bosques en un día soleado. ¡Me gusta mucho la Tierra del Futuro!
Las personas y seres de otros mundos sonrieron y conversaron animadamente con Rick. Hablaban diferentes idiomas, pero de alguna forma todos entendían lo que Rick les quería decir. Les parecía fascinante que un viajero del tiempo les acompañara.
— Gracias, Rick. —dijo Marskid, cuando terminó la charla, y agregó a grandes voces—  ¡Ahora llevaremos a nuestro nuevo amigo a conocer la Tierra Dilémica!
La gente entristeció al oír esto, y el niño del siglo XX —aunque maravillado por todo lo que vivía— desconocía la causa de esa tristeza. Sabía que iba a otro lugar, lejos de aquel maravilloso mundo, de modo que se despidió  de todos a la manera de los humanos del siglo XX: levantó sus manos y las agitó en el aire.
— ¡Adiós y gracias por todo, me gustaría regresar algún día! —clamó a viva voz mientras se alejaba en compañía de Marskid; montados en la siempre leal nube voladora.
De pronto Rick levantó la mirada; llamada su atención por una ola de aire. En las alturas surgió un vacío circular gigante y obscuro, rodeado de una intensa luz escarlata. Un anillo de fuego  —similar a un eclipse— creció a medida que descendía del cielo nocturno, posándose alrededor de donde volaba la nubecita con sus pasajeros. El anillo los envolvió cubriendo todo el lugar hasta cerrarse debajo de ellos. Estaban viajando a otro mundo.

Los tres amigos (nubecita, marciano y humano) se encontraron de pronto en un vasto desierto con montañas llanas y cuevas abandonadas. El cielo había desaparecido y así toda la gente. Sólo se sentía un viento frío a medida que el polvo se levantaba. Un tormenta de arena acechaba inquietante en medio de la noche más obscura que el niño de los bosques del siglo XX había visto en su vida.

Ante el desolador paisaje Rick se sintió abandonado. Se dio cuenta que ya no estaba en la nubecita, sino que sus píes se posaban sobre el suelo arenoso. Miró hacia atrás y vio que Marskid y la nube estaban detrás de él.
— ¡Menos mal que no te fuiste! —exclamó Rick, afligido y con miedo.
— ¿Porqué me iría? —preguntó extrañado Marskid.
— A veces las personas abandonan a otras —explicó a su vez, Rick.
— Pero yo no soy una persona... o al menos no un ser humano —le dijo el niño marciano— ¿Tú me abandonarías en mi lugar?
— No, por supuesto que no... ¡Somos amigos!
Marskid asintió y apoyó una mano en el hombro de Rick.
— Somos amigos: tú lo has dicho.
El niño extraterrestre abrió su otra mano y una luz emergió de su palma, iluminando el entorno.
— ¿Qué es este lugar y qué son esas cuevas?
— Escucha con atención, Rick: ahora estamos en la Tierra Dilémica... podrías llamarla “una tierra sin nombre porque no hay nadie para pronunciarlo”. Como ves, no hay vida aquí; sólo arena. No hay plantas, ni árboles, ni aves o animales. No hay arroyos ni lluvias. Todo eso quedó atrás hace mucho junto con tu pueblo desaparecido por la guerra y el deterioro medioambiental. Mi pueblo tampoco existe en esta versión de la realidad. Al menos no en la forma que yo lo concibo. No hay esperanza en este lugar: sólo los fantasmas de un pasado glorioso y caído en decadencia habitan estas oscuras moradas.
El niño de los bosque no quería creerlo. Se sentía desolado.
— ¿Quieres decir que éste es el futuro de mi Tierra? —preguntó temeroso.
— Sólo si lo llevas contigo. —le aclaró Marskid, y la nubecita dorada brilló tres veces para hacerle entender a Rick de que Marskid decía la verdad.
Los amigos montaron nuevamente la nube y volaron a través del yermo inhabitado y las tormentas de arena. Los vientos huracanados los sacaban de curso, pero ambos se aferraban con fuerza a la nubecita. Rick miraba a su alrededor, esperando encontrar algún indicio de civilización... él era Scout —un explorador— y sabía bien dónde buscar. Pero de nada le sirvió. Por más vueltas que dieron por el mundo sólo veían dunas interminables y algunos promontorios de roca gastada emergiendo en los rincones. En esa “Tierra” el Sol nunca se elevaba ni se ponía, ni la Luna acompañaba con su brillo en las eternas noches heladas, pues las nubes de tormenta cubrían por completo al planeta.
— Volvamos a las cuevas, por favor. —pidió humildemente Rick— Es lo más parecido a una casa que he visto en esta última travesía.
— Es verdad, es suficiente. —respondió Marskid, y el niño extraterrestre comenzó a brillar.
— ¡Estás brillando como la nube! —exclamó sorprendido Rick.
— Yo y la nube somos uno y el mismo. —le explicó Marskid.
En ese instante el niño extraterrestre se fundió con la nube, que ahora brillaba con un dorado tan perfecto que a Rick le pareció que montaba una fogata encendida. Los amigos volaron a toda velocidad hacia las cuevas, y en un momento a Rick le pareció que sus manos se fundían también con la nube. Levantó sus manos, asustado.
— “¡Ha ha ha!”
Rick creyó escuchar a Marskid riendo debajo de él.
— ¿Qué eres en realidad? —preguntó Rick— Pareces una nube de vapor de agua, pero hace un rato te pude tocar. ¿Cómo puedes existir así?
— Soy energía. —le reveló Marskid— Todos lo somos.
— ¿Energía? ¿Quieres decir, como electricidad?
— Eso es sólo una parte ínfima... somos algo mucho más grande.
— Explícame, por favor, quiero saber. —solicitó nuevamente, Rick.
— Somos cómo la luz de las estrellas: viajamos a través de los mundos amados; aquellos donde hay vida y aquellos que son poblados.
— ¡Pero te puedes transformar en un niño como yo!
— Sí... la materia, la energía, la vida, la inteligencia y la consciencia es lo mismo en el universo, pero en diferente grado de evolución.
Rick asintió con la cabeza, tratando de entender. Él era sólo un niño y aun le quedaba toda una vida para conocer el mundo y descubrir por su cuenta los secretos del universo.
— ¿Sobrevivirá mi pueblo, la gente de la Tierra? —preguntó finalmente.
— ¿Qué te dice tu corazón?
— ¡Que lo haremos! Que los humanos exploraremos otros planetas y, tarde o temprano, visitaremos las estrellas como hacen los tuyos.
— Guarda ese sentimiento, trabájalo y estará hecho. —dijo la nube, y Rick sintió que le guiñaba un ojo a pesar que como nube no tenía ojos (al menos no como los nuestros). °-°
La nube y su pasajero atravesaron un enorme sistema de cavernas.
— ¡Afírmate! —pidió Marskid en forma de nube, de niño marciano o lo que sea que haya sido— Volveremos a tu casa... ¡Mira hacia arriba!
— Aquí sólo hay rocas —dijo Rick, mirando el techo de la cueva.
— No, no... ¡Hacia adelante!
Rick divisó cuatro pequeñas estrellas azules que brillaban al fondo de la cueva. Pronto se dio cuenta de que en realidad iban hacia arriba y lo que estaba viendo era cielo. La nube dorada salió disparada  y fulgurante del pozo profundo, internándose hacia las estrellas. Las cuatro estrellas más grandes descendieron hasta posarse alrededor de los viajeros.
— ¡Puedo tocarlas! —exclamó el niño terrícola, sorprendido— ¡Puedo tocar las estrellas!
— Así es: somos polvo de estrellas. —explicó la luz.
Las estrellas se unieron y su luz se hizo tan pequeña como un grano de arena, para luego explotar en la forma de una perfecta esfera de cristal dorado que vibraba con la fuerza del viento, pues cada vez parecía que volaban más y más rápido.
— Debes llevarla a tu tiempo... a tu mundo. Guárdala en un lugar seguro. En tus bosques... En tus montañas... y cuando sientas que se acerca el tiempo de volver con nosotros, ve a recuperarla.
— ¿Para qué sirve?
— Es esperanza... el sentimiento compartido por todos los seres sintientes. Es lo que puede salvarnos a todos. Ya has conocido el futuro de tu planeta y tu pueblo. Estuviste en la Ciudad Celestial y conoces el desierto de la perdición. Ambos futuros están ahí adelante: de ti depende escoger el mejor futuro que puedas construir. Pero ten siempre presente que el futuro cambia... se mueve. Puedes hacer que el tiempo vaya en un sentido u otro. Sólo una parte de tu destino está escrito en el lenguaje del universo. La otra parte la escribes tú mismo, porque tú eres parte del universo.
— “Creo que entiendo.” —pensó Rick, pero no fue necesario decirlo pues Marskid le había escuchado en su corazón.
Nubecita dorada siguió volando con su ahora único pasajero a través de un vórtice de esperanza. Rick sostuvo la esfera entre sus manos.
— ¡Que extraño material! —exclamó.
La esfera giraba brillante en su mano, a voluntad.
— La esperanza es del material con que están hechos los sueños. —dijo Marskid hecho luz— La esfera te concederá un deseo. Cuando crezcas llegará el momento de pedirlo... sólo pídelo y la esfera te lo concederá por tu propia, auténtica y consciente voluntad. Procura cuidarla como aquello a lo que más ames, y sobretodo: no olvides dónde la guardarás.
— Gracias Marskid... eres un buen amigo, no olvidaré su destino.
Y así ocurrió que ambos niños regresaron a sus respectivos mundos. Convertido en un rayo de luz,  Marskid volvió a la Ciudad Celestial, en la Tierra del Futuro. Rick regreso a su Tierra, en el pasado... a sus queridos bosques del siglo XX. Volvió montado en su propia nube voladora, pues Marskid le había enseñado que el poder de los sueños ya eran parte de él. Rick guardó su esperanza en lo profundo de las montañas, atesorando aquella esfera que brillaba con el poder de cuatro estrellas. Pasaron entonces muchos, muchos años, hasta que la historia de Rick y Marskid se convirtió en leyenda...

Sucedió que un buen día de primavera —de esos del siglo XXI— una niña exploradora dirigía a un equipo de niños Scouts a través de un valle misterioso. Guiados por un viejo mapa hallado en el baúl de su abuelo, se habían adentrado en la espesura de los bosques... hacia lo profundo de las montañas. Habían oído un cuento sobre un niño que viajó al futuro, que había hecho amistad con un habitante de otro mundo, y que éste le obsequió un deseo a través de una esfera de cristal.

Se decía que ese niño nunca pidió el deseo porque el encuentro lo había colmado de esperanzas. Así, habría guardado su esfera a la espera que otros la encontraran. Ya era tarde cuando los pequeños Scouts levantaron sus carpas. Aquella noche todos soñaron con un pequeño extraterrestre que les sonreía en la distancia del tiempo y el espacio.

Fin
Alicia en el País de las Maravillas
Lewis Carroll

Ilustraciones de John Tenniel

Alicia se cansó de estar sentada bajo el árbol sin hacer nada. Una o dos veces miró el libro que leía su hermana; pero no tenía dibujos ni diálogos.

— Y ¿para que sirve un libro sin ilustraciones ni conversaciones? —pensó Alicia.

De pronto, pasó junto a ella el Conejo Blanco sacando un reloj del bolsillo del chaleco. Lo miró y se dio prisa. Alicia no había visto nunca a un conejo que tuviera un reloj para sacarlo del bolsillo. Extrañada, lo siguió y lo vio meterse en una madriguera.

En el fondo de la madriguera había un pasaje serpenteante. Alicia alcanzó a escuchar al conejo que decía:

— ¡Por mis orejas y mis bigotes! ¡Qué tarde se está haciendo! ¿Qué va a decir la reina?

Ella lo siguió hasta que se encontró en un pequeño salón rodeado de puertecitas cerradas. Vio una llave dorada sobre una mesa con la que probó abrir una puerta. Lo logró. Se arrodilló y miró por ella. Ahí vio el jardín más lindo que jamás se haya visto. Quiso salir; pero ni siquiera pudo meter la cabeza por la pequeña puerta.

Alicia se acercó nuevamente a la mesa. Esta vez vio un frasco con una etiqueta con la palabra Bébeme. Alicia probó el contenido y, sin darse cuenta, se lo bebió todo.

— ¡Qué extraña sensación! —se dijo— ¡Es como si me hubiera empequeñecido!

Y así era; ahora medía solamente 30 centímetros. Se alegró al pensar que podría salir al jardín maravilloso; pero cuando llegó a la puertecita, se encontró con que había olvidado la llave dorada.

Intentó subirse por una de las patas de la mesa para recogerla. Era muy resbalosa y se cansó de tratarlo. La pobre Alicia se sentó a llorar. Lloró y lloró hasta que se encontró sumergida en una piscina de lágrimas. Entonces, escuchó un chapoteo: era un ratón que se había resbalado al agua salada. Poco a poco, la piscina se fue llenando de aves y animales que caían adentro.

Alicia nadó hacia la orilla y todos la siguieron. Ahora, había que secarse.

— Lo mejor —dijo un ave— es una carrera de Caucus.
— ¿Qué es una carrera de Caucus? —preguntó Alicia.
— Para explicarlo, hay que hacerlo —dijo el ave, marcando una pista de carrera.

Todos se pusieron a correr hasta secarse. Luego, uno por uno, se fueron yendo. Alicia se quedó nuevamente sola.

Alicia exploró hasta llegar a una casita con un letrero en la puerta que decía: Conejo B. Entró y subió por la escalera. En una mesa encontró los guantes, un abanico y una botella del conejo. Probó su contenido y empezó a crecer. Sin pensarlo, se ventiló con el abanico y descubrió que se empequeñecía otra vez. Cuando estuvo lo bastante chica, corrió fuera de la casa.

Cerca de ahí había una oruga sentada en un hongo.

— ¿Quién eres tú? —preguntó la oruga.
— Apenas lo sé, señor. Con tantas estaturas uno se confunde —respondió Alicia.
— De qué tamaño quieres ser? —preguntó la oruga.
— Un poquito más grande —dijo Alicia.
— Un lado te hará más lata y el otro más baja.
— ¿Un lado de qué? —consultó Alicia tímidamente.
— Del hongo, por supuesto —refunfuñó la oruga.
— Y, ahora ¿cual es cuál? —se preguntó Alicia mordisqueando una migaja del lado derecho del hongo.

Acto seguido, se golpearon sus pies con la barbilla. Tragó un pedacito del lado izquierdo. Ahora se le alargó el cuello y una paloma voló hacia ella gritanto:

— ¡Una serpiente!
— ¡No soy una serpiente! ¡Soy una niñita!

Después, Alicia averiguó como controlar su estatura mordisqueando el hongo; primero por un lado y, luego por el otro. Ahora visitaré ese bello jardín —pensó.

Luego, Alicia vio a un Gato sobre un árbol. Cuando el minino le sonrió, supo que era un Gato de Cheshire.

— ¿Me podría decir, por favor, hacia qué lado ir?
— Por aquí vive un Sombrerero y un Conejo —dijo el Gato. Puedes ver al que quieras: los dos están chiflados.

El Sombrerero y el Conejo estaban tomando té al aire libre con un Dormilón que roncaba profundamente.

— ¿Por qué un cuervo es como un escritorio? —apuntó súbitamente el Sombrerero.
— Yo puedo adivinar eso —dijo Alicia.
— ¿Qué quieres decir? —preguntó el Conejo.
— Quiero decir lo que digo —respondió Alicia. Es lo mismo.
— También podrías decir que 'respiro cuando duermo' es lo mismo que 'duermo cuando respiro' —agregó el Dormilón.
— Eso es lo mismo para ti —dijo el Sombrerero.

Cuando Alicia abandonó la reunión, descubrió una puerta en un árbol. Entró y se encontró en el salón de las puertecitas. Esta vez pudo tomar la llave dorada y empequeñecerse con migajas del hongo. Entró al bello jardín donde vio al Conejo Blanco con unos seres cuadrados que ella reconoció como la Reina de Corazones y su corte de naipes. Estaban gritando y apuntando hacia arriba. En el aire flotaba una sonrisa. El Gato de Cheshire hacia su truco favorito: desaparecer en el aire.

— ¡Córtenle la cabeza! —bramó la Reina.
— Ustedes sólo son naipes —dijo Alicia.

Al instante, la baraja cayó sobre Alicia que trató de barrérsela con la mano; pero cuando volvió a abrir los ojos, ahí estaba ella, tratando de despejarse el rostro de las hojas del árbol que la habían despertado.

— Oh, tuve un sueño tan curioso! —dijo Alicia. Y vaya sueño maravilloso el que había tenido.

Fin

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