Cuentos Tradicionales
Cuentos Tradicionales
Ostara & Osterhase
En tiempos remotos, en los bosques frondosos de la antigua Germania, reinaba una Ásynjur muy querida: una dulce moza de la santa hermandad de Frigga, quién se había ganado el derecho a gobernar como diosa del amanecer, la fertilidad y la primavera. Perspicaz y sagaz como ninguna, nada escapaba a su mirada, y era tan hermosa como la aurora en su esplendor floreciente. Se la llamó por nombres incontables, como Vör, Eostváre, Ēostre, Austra, o simplemente: Ostara.

Ostara llegaba tras el derretimiento de los hielos, cuando los campos florecían bajo un manto de verdor, para dicha de las criaturas del bosque regocijadas en su presencia. Venerada por los germanos y apreciada por su conveniente puntualidad, veían en su arribo el renacer de la vida y la esperanza tras el frío y oscuro paso del invierno. Así, pues, en concilio con la diosa, sus protegidos celebraban cada año un festival en su honor y al calor de una hoguera en cuyos lindes danzaban alegres doncellas.

Fue siempre así... hasta que un año, más cansada que de costumbre, se quedó dormida esperando el cambio de estación, y a su retraso los animalitos y las personas sufrieron las inclemencias del frío invernal que no amainaba.

Ostara despertó un día, y al percatarse de su demora, corrió presurosa al encuentro de sus criaturas protegidas. Estaba en ello... recorriendo los bosques helados y retornándolos de color con su cálido toque primaveral, cuando halló, en la rama nevada de un seto, a un pajarillo de múltiples colores al que otros animalitos del bosque llamaban Ostervogel. La avecilla, acompañada de sus amigos, estaba moribunda, con sus alas congeladas y sollozando sus últimos alientos.

Compadecida la diosa y sintiéndose responsable, lo cogió con ternura entre sus manos para salvarle la vida. Así, con el poder y calidez de su amor, le convirtió en una hermosa liebre de las praderas; dotada ahora de veloces extremidades para saltar alegre y correr lejos de las fieras.
— Perdona Ostervogel —se disculpó la diosa— No podrás conservar tu antigua forma, por lo que de hoy en adelante te llamarán Osterhase.
Osterhase —ahora hecho liebre— se alivió completamente con el encantamiento, y en memoria de su vida como pájaro, Ostara le permitió conservar la facultad de poner huevos: al menos una vez cada año, coincidiendo con la época de su llegada.

Pasó un año completo, y al regresar Ostara con renovada puntualidad, se sorprendió al encontrar en su festival, a muchas familias celebrando con multitud de huevitos de colores. Curiosa, se acercó a un niño a preguntar, pero para que no la reconociera se disfrazó de su mamá:
— ¿De dónde habéis sacado esos hermosos huevos de colores? —preguntó.
— Son regalos de la diosa primavera, mamá. Míralos... ¡son hermosos! —respondió el pequeño Erick.
La respuesta sorprendió a la diosa.
— ¿Dices que Ostara te los ha regalado? —preguntó desconcertada.
— ¡Sí! Los ha escondido en el bosque para que nosotros los encontráramos.

Y Erick regaló a Ostara una cesta llena de huevos, creyendo que hablaba con su mamá. La diosa los aceptó, besó a Erick en su frente y luego fue a explorar el bosque para descubrir el misterio de los huevos de colores. Estaba en ello... buscando huevitos ocultos, cuando se encontró cara a cara con la liebre.

— ¡Osterhase! —exclamó Ostara.
La liebre, que vestía una rústica caperuza roja y camisa de lino color azurita, se inclinó ante la diosa:
— ¡Oh, que dichoso encuentro! Mi corazón goza de gratitud ante vuestra presencia, Ostara, mi salvadora y diosa de los teutones. Soy tu humilde servidor.
La diosa comprendió que, en agradecimiento por haberle salvado la vida, Osterhase había decidido obsequiar a sus protegidos, los huevos que pusiera aquel año. Pero como las liebres tienen grandes camadas, no había caído en la cuenta del número de huevos que podía llegar a poner... los cuales podían ser muchísimos, ahora que no era pájaro.

Habiendo sido tanto ave como liebre, también conocía mucho más sobre el mundo, y gracias a eso se había hecho un artista, un artesano, y un perfecto pintor de huevos. Osterhase recordaba con nostalgia los colores de sus plumas, y al hacerlo, mágicamente aparecía el tinte imaginado en el pelo de su pincel, a la hora de decorar los huevos.

Y si por cualquier motivo le faltaba algún color especial o vibrante, siempre los terminaba encontrando en la naturaleza; ya sea en los pétalos de las flores, las bayas silvestres u otros pigmentos naturales que usaba con destreza, realizando así pequeñas obras de arte admiradas por los niños.
— No esperaba esto cuando nos encontramos la primera vez, pero puesto que resultaste una sorpresa, mereces un premio por tu dedicación y entrega. —dijo la diosa.
— ¡Oh, de ninguna forma, mi Señora! —respondió la liebre— Con ver brillar la alegría en los ojos de los niños, es suficiente recompensa.
Ostara entendió que había creado a una criatura especial y agradecida, así que para cerrar el ciclo decidió otorgar a Osterhase una vida imperecedera, así como el dote de la dulzura y el poder de viajar por el tiempo.
— Desde hoy en adelante, tus huevos decorados, ocultos en el bosque, serán un símbolo de la vida, la renovación y la esperanza que viajan conmigo.
Humilde pero emocionada hasta las lágrimas, la liebre aceptó el segundo regalo de la diosa. Desde entonces se dice que una liebre —o quizás un conejo— esconde huevos de chocolate y otras delicias por el mundo, tan pronto llega la primavera al hemisferio norte. Del mismo modo, con la llegada del otoño en el hemisferio sur, el "conejo" se da un paseo por aquellos rincones donde los niños han oído esta leyenda. 

Cuenta algún escaldo olvidado por las eras, que incluso Frigga (madre de muchos de los dioses del panteón nórdico, reina de los Aesir y esposa de Odín) recibió como ofrenda algunos huevos de la canasta regalada por Erick a Ostara, en el majestuoso Fensalir: salón primordial en los alrededores del reino celestial de Asgard.

Con el paso del tiempo, el relato de Ostara & Osterhase, y sus dulces huevos decorados, se extendió por toda Europa, convirtiéndose en una querida tradición celebrada cada primavera en familia. La leyenda pasó luego a compartir espacio con las celebraciones cristianas de la Pascua de resurreción, llevando consigo el espíritu de renacimiento y alegría que Ostara también buscó.

Fin
El Lobo y las 7 Cabritas
Hermanos Grimm · Versión traducida por Angelina Gatell

Ilustración de Shigeto Takahashi

Había una vez una cabra que tenía siete preciosos cabritos. Un día los llamó a su alrededor y les dijo:
— Tengo que irme al bosque. Tengan mucho cuidado con el lobo. Si consigue entrar en nuestra casa, se los comerá. Procuren siempre tener muy bien cerrada la puerta, y no abrirle a nadie. Y, sobretodo, recuerden que si alguien llama (toc-toc-toc) miren muy bien por debajo de la puerta, y si tiene las patas negras, no abran porque es el lobo malo. Si hacen lo que les digo, nunca les ocurrirá nada malo.
Pero tan pronto como se fue la cabra, llamaron a la puerta, y había una voz ronca que decía:
— ¡Ábranme la puerta; soy su mamá!
Los cabritos escucharon muy atentamente, pero no se atrevieron a abrir. El lobo malo les volvió a tocar, y dijo:
— ¡Ábranme, ábranme! ¡Les traigo muchos regalos a mis hijitos!
Ellos se asomaron por debajo de la puerta y exclamaron:
— ¡Vete de aquí! ¡Te conocemos muy bien por tus patas negras y tu voz ronca!
Entonces el lobo tomó mucha miel para endulzar su voz, cubrió sus patas con harina blanca, y volvió a la cabaña de los cabritos.
— ¡Ábranme la puerta; soy su mamá! ¡He traído muchos regalos para ustedes!
— ¡Es mamá! —dijo uno de los cabritos.
— ¡Enséñanos tus patas, queremos estar seguros!
Entonces, el lobo mañoso, extendió sus patas "blancas" y las mostró.
— ¡Es mamá! —dijo uno de los cabritos.
— ¡Es mamá! ¡Es mamá! —dijeron los otros.
Y tan pronto como los cabritos abrieron la puerta, el lobo entró a la cabaña y se los comió uno tras otro, casi sin respirar. Contento de su triunfo y con el estómago lleno, salió de la cabaña, tambaleándose, y dijo:
— ¡A dormir!
Poco después, la cabra regresó a la cabaña, buscando a sus hijitos, y no vio nada. La mamá cabra imaginó lo que había pasado y se puso a llorar. Pero de repente oyó una voz muy temblorosa que decía:
— ¡Aquí estoy, mami: me he salvado! —dijo el más pequeño de los cabritos, que había alcanzado a esconderse debajo de una cama.
Entonces, salieron a buscar al lobo, y cuando llegaron a su cueva, vieron que su estómago se movía. La cabrita, con unas tijeras, le abrió la panza y empezaron a salir todos sus hijitos, uno por uno. Y ya todos felices, se fueron. Y el lobo malo jamás despertó.

Fin
La Ranita y el Cuervo
Fábula de la Tradición Oral
Versión de Svanhildr MacLeod
Ilustración del Artista Cántabro
Fernando Sáez González (1921-2018)

Era primavera en un hermoso bosque de robles y coníferas, cerca de Los Alpes. Una brillante laguna azul —en medio de la espesura— daba cobijo a diferentes especies de animales. Una ranita que vivía con su mamá, entre las tiernas plantas y musgos que crecían junto al agua, se había escapado de su casa para explorar el mundo, y así había llegado nadando al otro extremo de la laguna.

Un cuervo que pasaba por ahí, cansado de tanto vuelo, se fue a dar un chapuzón al sol de la tarde. Estaba bañándose en las aguas estancadas, cuando vio a la ranita que nadaba en dirección a la playa. El cuervo no lo pensó dos veces, y cuando ésta saltó a la arena, la atrapó de una de sus patitas con la intención de comérsela, pero como no quería ser molestado se la llevó volando al tejado de un antiguo granero abandonado.

La ranita aventurera, que a pesar de haber sido atrapada era muy ingeniosa, comenzó a reírse sin parar, como si le hubieran contado un chiste. Eso descolocó al cuervo, que le preguntó intrigado:
— ¿Porqué te ríes, linda rana? ¿Te hace gracia que seas mi cena?
— No, amigo cuervo, nada de eso —le respondió la ranita— Es que pensé que me llevarías a otra parte, menos al techo del granero donde vive mi mamá. Seguramente ella aparecerá en cualquier momento...
El cuervo pensó que no era buena idea comérsela ahí, así que tomó a la ranita y se la llevó volando hasta la canaleta de agua de una cabaña cercana. El viento comenzaba a soplar, y el cuervo se disponía a engullir a la rana, cuando ésta comenzó a reír de nuevo, con más fuerza todavía.
— ¿Porqué tanta risa otra vez, linda rana?
— Por nada, amigo cuervo —dijo la ranita— La verdad es que es una tontera, pero mi tío que vive al otro lado de esta canaleta, suele venir a chapotear para acá cuando hay viento, y cómo le había avisado que hoy vendría a visitarle, lo más probable es que se aparezca en cualquier momento...
Al cuervo le pareció una respuesta razonable, y como quería comer tranquilo, tomó nuevamente a la rana y se la llevó volando hasta los píes de un pozo; junto a un apacible huerto y apartado de la casa y el granero.
— "Nadie me molestará en este lugar" —pensó el cuervo.
Ahí estaba: a punto de comerse a la ranita el cuervo hosco, cuando ésta recordó que a los cuervos les gusta coleccionar baratijas, y por ende; aman la belleza. Así que exclamó:
— ¡Pero que bello eres, hermoso cuervito!
— Gracias —respondió éste— pero deja de hablar porque te voy a comer.
— Si, si... está bien, pero sólo quería decirte que aunque eres hermoso, y tus plumas son de un negro brillante, se nota mucho que tu pico está desafilado; sería bueno que lo afilaras de vez en cuando.
El cuervo, que era vanidoso, pensó que la rana tenía razón, así que fue a buscar una piedra y comenzó a afilar su pico para comer su cena en las mejores condiciones. Mientras hacía eso, la rana fue dando saltitos para alcanzar el brocal del pozo, pero éste estaba muy alto y no lo alcanzaba.
— ¡Vamos, tú puedes! —se animaba a sí misma la ranita.
Usando su inteligencia y sus diminutas fuerzas, la rana dio muchos saltitos entre las rocas, hasta que por fin logró agarrarse de un tronco de "haya" caído. Trepó por el hasta alcanzar el brocal del pozo, zambulléndose posteriormente en sus aguas. En eso llegó el cuervo, que ya había terminado de afilar su pico, y vio que la rana no estaba. Así que voló hacia el brocal, y mirando al interior del pozo descubrió que la ranita nadaba en el agua.
— ¡Eh, linda rana! —le gritó— Ya regresé, ¿qué haces ahí?
— Tenía sed, amigo cuervo —le respondió la ranita— así que vine a beber un poco de agua. Espero no te moleste.
— No, claro que no —repuso el cuervo— pero ya puedes subir de nuevo. Mi pico está afilado y estoy listo para cenar.
— ¿Pero no sería mejor que bajaras tú, hermoso cuervo? —le observó la ranita— Yo no puedo escalar las paredes del pozo porque soy muy chiquitita, pero tú tienes alas y puedes venir a buscarme.
El cuervo, que ya tenía hambre de tanto esperar, creyó que la rana tenía razón, así que saltó al pozo para cazarla, pero como estaba oscuro y no tenía de donde agarrase erró en la caída, zambulléndose en el agua... ¡¡SPLASH!!
— ¡Ayúdame, rana, que me ahogo! —gritó el cuervo, desesperado, tratando de agarrarse de las paredes resbaladisas del pozo.
— Perdóname cuervito —respondió la rana— me da mucha pena: pero era mi vida o la tuya.
El cuervo se dio cuenta del engaño, y sabiéndose perdido hizo un último intento de agarrar a la rana para compartir su suerte, pero como ésta es un anfibio era hábil buceando bajo el agua, así que la ranita nadó y nadó al fondo del pozo, aguantando la respiración y lejos de las garras del cuervo, quién finalmente no pudo más y terminó ahogándose. Cuando todo hubo pasado, la ranita salió a flote y lloró por el destino del infeliz cuervo, pero se sintió agradecida de haberse librado de su enemigo.

Esa misma tarde llegó una tormenta y toda la noche estuvo lloviendo. El pozo acumuló tanta agua que ya en la madrugada terminó desbordándose, dejando libre a la ranita, que saltó fuera del pozo. Saltando y saltando entre la hierba, para pasar desapercibida, llegó a la laguna, encontrándose con su mamá que había estado buscándola, preocupada.
— ¡¡Mamitaaaaa!!
— ¡¡Mi ranitaaaa!!
Se abrazaron y croaron las ranitas, llorando de felicidad por el reencuentro.

Fin
Roberto, el Volador
Un cuento de Heinrich Hoffmann (1809 - 1894)
Adaptación al español, de Ethan J. Connery


Érase una vez un pueblo lejano, perdido en un hermoso valle, oculto entre las montañas. Lejos, muy lejos... más allá de los vados de Fráncfort. Era una tarde de otoño y una lluvia copiosa caía. Pese a la lluvia, algunos niños jugaban en los prados.
— ¡BRRRMMM! ¡BRRRMMM!
Una gran tormenta pasaba en ese momento a través del campo y amenazaba con alcanzar el pueblito. Antes de su llegada, los padres llamaron a los niños:
— ¡Niñas! ¡Niños! ¡Entren a las casas ahora! ¡Que una tormenta oscura pronto llegará!
Las niñas y los niños del pueblo —que obedientes solían ser— a sus casas regresaron. Nada más oir el llamado de sus padres, abrigaditos y en sus habitaciones se quedaron.
"Que agradable era volver a casa junto a sus padres; a comer algo rico junto al fuego hogareño mientras pasa la tormenta."
Pensaban muchos niños.

Si... eran niños buenos y educados. Todos, menos el pequeño Roberto —más desobediente que el resto de sus aliados— que pensó:
"¡No! ¡No me quedaré en casa! Tengo un sombrerito y el paraguas de mamá. Voy a salir a jugar aunque mis amigos se hayan encerrado." 
— ¡Hijo, ya entra o te vas a enfermar! —le rogó su mamá desde la puerta de su casa— ¡Hice unas ricas galletas de quaker y están calentitas!
— ¡Ya voy, mamá! —le mintió el pequeño Roberto —más desobediente de lo acostumbrado— que pensó, otra vez: 
"¡Es maravillosa la tormenta aquí afuera! Me quedaré un rato más."
Y sin pensarlo de nuevo, al campo salió a chapotear, saltando de tanto en tanto con su sombrerito y el paraguas de su mamá.

Lo que Roberto no sabía era que una niñita lo miraba desde la ventana de la torre de una casita cercana.
— ¡Guau! ¡Cómo silba la tormenta y jadea tanto, que el árbol junto al niño se inclina hacia abajo! —dijo la niña a su papá, quién le preparaba una cena deliciosa en compañía de su mamá y hermanos.
Pero de repente...
— ¡Mira! ¡El viento atrapó el paraguas y Roberto sale volando! —exclamó la niñita.
Ahí va el pobre Roberto, volando a través del aire. Tan alto, hasta ahora, que nadie oye sus gritos.
— ¡Golpeará las nubes! —exclama la niñita, mientras los adultos observan aterrorizados.
Quién lo habría imaginado: paraguas y Roberto volando por ahí. Su sombrerito también ha volado lejos, muy por delante de él... tanto que podría llegar a Fráncfort. Roberto vuela atravesando las nubes y llorando todo el tiempo, pensando en su mamá. Su sombrerito será lo último que verá con él en el cielo. Donde el viento los lleve... ¡Sí! Nadie sabe exáctamente a dónde es eso.

Algunos en el pueblo dicen que el niño desapareció en una nube y jamás lo encontraron. Otros cuentan que las águilas se lo llevaron. Yo no sé que habrá pasado con él. Sólo recuerdo que salió volando; que el viento lo hizo un puntito lejano hasta desaparecer... y que todos los años, en otoño, cuando en las tardes cae una lluvia copiosa, su mamá prepara galletas de quaker calentitas y lo espera en el prado, con la esperanza que alguna tormenta le devuelva a su niño.


Fin


Noticia de último minuto :
Los bomberos de Fráncfort acaban de encontrar a un niño enredado con un paraguas en la parte más alta del "Europaturm"; la torre más alta de la ciudad. Lo acaban de rescatar y al parecer se trata de Roberto. Los doctores dicen que tiene hipotermia pero se salvará. Ahora mismo le están dando la buena noticia a su mamá :)

Fin 2
El Lobo, la Miel y la Zorra
Cuento popular español

Ilustración del Artista Cántabro
Fernando Sáez González (1921-2018)

Erase que se era un lobo y una zorra, que, siendo vecinos en lo profundo de un bosque y en lo alto de un monte, les unía una buena amistad. Aconteció que cierto día, mientras paseaban juntos, se encontraron una calabaza de miel, y el lobo, que era el más fuerte de los dos animales, se quedó con ella para saborearla en soledad, no sin antes prometer a la zorra que le avisaría para que la comieran juntos, un día que tuviera buena comida.
La astuta zorra no tuvo otro remedio más que conformarse con la decisión del lobo, pero desde ese momento comenzó a pensar en algún modo de comerse la miel ella sola. La zorra tenía dos hermosos zorritos a quienes por ningún motivo dejaba solos ni un instante. Sucedió, pues, que uno de esos días se presentó la zorra en la cueva del lobo, y le dijo:
—Ya sabes, lobo, cuánto quiero a mis zorritos. Me han invitado a un bautizo que no me es posible eludir, pues he sido llamada a ser madrina. Te ruego, lobo amigo, que vayas a mi madriguera y cuides de mis pequeños zorritos.
—Por supuesto, mujer —respondió el lobo— ¡no faltaría más! Ve tranquila que yo cuidaré de tus cachorritos.
Y sucedió que mientras el lobo entraba en la madriguera de la zorra, la zorra penetraba en la cueva del lobo, dándose un tremendo atracón de miel. Cuando la zorra regresó a su madriguera, le dijo el lobo:
—¡Qué tal estuvo el bautizo, amiga zorra! ¿Mucho te divertiste?
—Si... ¡ya lo creo! —le respondió la zorra.
—¿Y con qué nombre bautizaron al niño?
—La llamaron "Principela".
—¡Pobre niña, que nombre más extraño! —exclamó el lobo.
Y así quedó la cosa. Al cabo de unos días la zorra volvió a la cueva del lobo y le dijo:
—Lobo amigo, perdona si te soy inoportuna, pero me han invitado a un nuevo bautizo y no quisiera que mis dos zorritos queden solos en casa...
—Si, mujer, por supuesto, no te preocupes —repuso el lobo— Ve tranquila, que yo cuidaré de tus pequeños.
Y mientras el lobo entraba a la madriguera de la zorra, la zorra entraba en la cueva del lobo y demediaba la calabaza de miel. Terminada su faena regresó la zorra a su madriguera, preguntándole el lobo:
—¿Mucho te divertiste?
—Si..., ¡sin duda!
—¿Y qué nombre le han puesto al niño en esta ocasión?
—La llamaron "Mediela" —respondió la zorra—, también era una niña.
Y así quedo la cosa. Pasados algunos días fue nuevamente la zorra a ver al lobo:
—Lobo amigo, amigo lobo, si quisieras cuidar de mis cachorros te estaría agradecida, pues nuevamente he sido invitada a otro bautizo º-º
—Claro, mujer, nada tienes de qué preocuparte, yo los cuidaré.
Y ya sabemos que mientras el lobo entraba en la madriguera de la zorra, ésta lo hacía en la cueva del lobo, terminando de zamparse el resto de miel de la calabaza. Cuando la zorra regresó a su madriguera, le pregunta el lobo:
—¿Con qué nombre han bautizado a la nueva criatura?
—"Acabela" —contestó la zorra.
Y así quedó la cosa. A la semana siguiente, va la zorra a ver al lobo y le dice:
—Me parece que ya va siendo hora, amigo lobo, de que me invites a saborear esa deliciosa miel que nos encontramos... ¿recuerdas?
—Amiga zorra, casi la había olvidado. Ahora mismo la traigo, pues da la casualidad de que buena comida tengo —repuso el lobo.
Y yendo a la cocina, saca tres enormes gallinas bien cebadas y media docena de pollitos ya preparados. En sólo unos minutos devoraron la comida, y cuando ya tocaba el postre va el lobo a buscar la calabaza y la encuentra vacía.
—¡Te has comido la miel! —acusa el lobo a la zorra.
—¡Habrase visto! —respondió la zorra— ¿Y como me la habría podido yo comer? ¿Que acaso no eras tú el guardián de nuestra deliciosa miel?
—¡Pero si yo no me la he comido! —protestó el lobo.
—Ya, ya... no discutamos más —dijo la zorra—, no merece la pena, pero hagamos una cosa: dicen los sabios que el que come miel suda miel. Vamos a dormir un rato y al despertar sabremos quién se ha comido la miel.
Dicho y hecho, el lobo y la zorra se fueron a dormir. Rápidamente el lobo empezó a roncar, pues mucho había comido. En cuanto la zorra lo escuchó, ésta se levantó y, tomando la poca miel que apenas quedaba en la calabaza, escurrió unas cuántas gotas sobre la panza del lobo. Luego se volvió a acostar. Cuando el lobo despertó se percató que tenía gotas de miel sobre su panza, así que llamó a la zorra y le dijo:
—Amiga zorra, he sudado miel mientras dormía, pero te prometo que no he sido yo quien se la ha comido... ¡si ni siquiera la he alcanzado a probar!
—Quizá, es posible... —respondió la zorra—, pero también pudo ser que mientras soñabas te hayas levantado como un sonámbulo y te la hayas zampado sin darte cuenta, siquiera. ¿Eres sonámbulo?
— ¡No, no... desde luego que no! —repuso el lobo, convencido de haber caminado dormido °-°

Fin
El Anillo del Gigante
Cuento Tradicional Español


Ilustración del Artista Cántabro
Fernando Sáez González (1921-2018)

Había una vez una niña muy pobre que iba con frecuencia a recoger leña al monte. Un día que se le hizo tarde por haber encontrado unas fresas silvestres, se le echó la noche encima, debiendo abandonar su leña, pues se perdió y sólo añoraba encontrar el camino de vuelta a su casita.

Así se puso a andar y andar... La noche era oscurísima, había nevado y el camino estaba muy malo. A lo lejos divisó una lucecita y se encaminó hacia allá. La luz provenía de una casa, a cuya puerta había un gigante.
—Señor gigante —dijo la niña temblando de frío y de miedo—, me he perdido y estoy muy cansada y no sé dónde pasar la noche. Si tú quisieras hospedarme esta noche en tu casa...
—¡Oh!, sí sí, desde luego, pequeña —dijo el gigante, manifestando satisfacción.
El gigante se volvió hacia la puerta y gritó con voz de trueno:
—¡Pólvora, ábrete!
Y la puerta se abrió hacia afuera. Y pasaron la niña y el gigante, quien volvió a gritar:
—¡Pólvora, ciérrate!
Y la puerta se cerró. La llave en la cerradura dio dos vueltas, y un candado se enganchó solo en un pestillo. Y la niña y el gigante pasaron a la cocina y se sentaron junto a una enorme chimenea, negra de sucia a causa del hollín que se había acumulado, pues el gigante era un cíclope desordenado que nunca hacía las tareas del hogar. El fuego era grandísimo, las llamas rojas como la sangre de un toro enfurecido, y en las trébedes había una gran olla negra de la que emanaba un gran vapor.

La niña no estaba tranquila porque el gigante era sombrío, muy sombrío; tenía un solo ojo en la frente, como todo cíclope, y sus dientes  eran muy largos, tan largos que daba miedo verle sonreír. Después de un rato el gigante ordenó a la niña:
—Ahí tienes un carnero que acabo de matar. Descuartízalo y mételo en la olla y prepara algo delicioso, porque en adelante vivirás conmigo. No intentes escapar, porque el día que lo hagas en vez de carne del carnero, te cocinaré a ti, porque tu carne es más sabrosa.
El gigante se fue a acostar, mientras la pobre niña, sollozando, preparaba la cena.
—¡Cuando tengas la cena lista, me la llevas a mi cuarto! —le gritó desde su habitación el gigante, siguiéndole una risa malvada.
Pero el gigante debía estar muy cansado, porque pronto sus ronquidos hicieron retemblar toda la casa. La niña preparó la cena y sobre las brasas del fuego depositó un hierro puntiagudo hasta que se puso al rojo vivo. Cenó tranquilamente, pensando qué hacer, y terminada la cena, se fue a echar un vistazo por la casa.

De las paredes colgaban muchas pieles de cordero, así que explorando un pasillo llegó a una puerta, y al abrirla descubrió un corral cerrado en el que habían muchas ovejitas y algunos carneros. La niña, entonces, regresó junto al fuego, y, tomando el hierro candente, se dirigió al dormitorio del gigante, procurando pisar de puntillas para no despertarle. Cuando llegó junto al lecho del perverso cíclope, levantó el hierro y con todas sus fuerzas lo clavó en su único ojo.

El grito que dio el gigante debió llegar al otro extremo del mundo y la casa retumbó de tal forma que casi se les cae encima. El gigante primero se retorció de dolor en el lecho, y después se levantó de un salto, profiriendo injurias y jurando vengarse de la niña, mientras golpeaba las paredes de la casa.

La niña, que ya había tenido la precaución de registrar la casa, corrió a esconderse al corral junto a las ovejas, pero el gigante, suponiendo adonde iba, la siguió, palpando las paredes para no tropezar, y se puso en medio de la puerta del corral, con las piernas entreabiertas. Las ovejas, al verse libres, se lanzaron apretadamente buscando la salida, y pasaban por entre las piernas de su amo, quien las tocaba una a una, dejándolas pasar mientras decía:
—Esta es blanca, esta es negra... y este un carnero...
Y esperando que pasara la niña, vociferaba, mientras rechinaba los dientes:
—¡Ya verás tú, ya verás tú, pequeña bribona, te encontraré y te zamparé de un bocado!
Pero la niña, que era muy lista, cogió una piel de carnero y se metió en ella y se dispuso a pasar entre las ovejas. Cuando le tocó el turno, el gigante palpó la lana y los cuernos, y creyó que era un carnero, pero se quedó con la piel entre las manos.

Lleno de rabia, el gigante quiso vengarse de la niña, pero ella ya estaba ya fuera del corral y sólo podía lograr su intento mediante la astucia, así que riendo le dijo:
—¡Tu treta me ha sorprendido, niña! Y porque has sido ingeniosa en tu ardid, yo te perdono —le dijo, aparentando amabilidad—, y para que veas que es verdad lo que te digo te obsequiaré este anillo.
El gigante tomó un anillo que tenía en su dedo, y se lo tiró a la niña. El anillo cayó sobre la blanca hierba y parecía un gusanillo de luz por el brillo que despedía. La niña, temerosa de otro posible engaño, se resistía a cogerlo, pero tanto brillaba que al fin la curiosidad la llevó a tomarlo entre sus manos. Pero el anillo era mágico y éste se achicó rápidamente hasta cazar uno de sus deditos, entonces el anillo empezó a cantar con voz profunda:
—¡Aquí estoy, mi señor! ♪ ¡Por aquí voy, mi amo! ♫
Y el gigante pudo seguir a la niña. Y aunque la niña corría el gigante la seguía, porque el anillo seguía repitiendo:
—¡Aquí estoy, mi señor! ♪ ¡Por aquí voy, mi amo! ♫
La niña quiso sacárselo del dedo y arrojarlo al fogón, pero por más esfuerzos que hizo no pudo desprenderse del fatal anillo, que cada vez se ajustaba más a su dedito. Cuando la niña llegó a la puerta de la casa, pasó su manita, que era muy pequeña, por debajo de la puerta, y el anillo al sentirse en el exterior de la casa, comenzó a cantar:
—¡Ha escapado, mi señor! ♪ ¡Está afuera de la casa, mi amo! ♫
A lo que el gigante, exclamó:
—¿Cómo has logrado salir? ¡No huirás de mi, pequeña bribona! ¡Pólvora, ábrete!
Y en el instante el candado se soltó del pestillo, la llave dio dos giros a la cerradura, y la puerta se abrió hacia fuera, liberando la mano de la niña, quien corrió con todas sus fuerzas al exterior de la casa, mientras el anillo repetía:
—¡Aquí estoy, mi señor! ♪ ¡Por aquí voy, mi amo! ♫
Así llegó corriendo a un río que iba muy crecido por las lluvias que habían caído. Y al gigante le faltaba ya muy poco para alcanzarla. Entonces la niña recordó que en su faltriquera llevaba una navajilla con la que cortaba las ramitas del monte. La sacó al instante y se cortó el dedo a la altura del anillo, sacó el anillo y lo arrojó al río. Y el anillo, desde el fondo, seguía repitiendo:
—¡Aquí estoy, mi señor! ♪ ¡Por aquí voy, mi amo! ♫
El gigante, como no veía nada, cayó al agua, pero la corriente era demasiado fuerte y lo atrapó, ahogándose en un remolino espantoso º-º ...así, herida pero a salvo, la niña encontró el camino al pueblo, llevándose su dedito a casa de un doctor, quien esa misma noche se lo pegó y lo curó. La niña se prometió que nunca más llegaría tarde a su casita para no perderse de nuevo en el bosque, y el resto de esa noche se quedó en el pueblo.

A la mañana siguiente, cuando volvía a su casa, descubrió con asombro que las ovejitas y carneros que ella había liberado, habían seguido las huellas en la nieve que había dejado la niña la noche anterior, y habían llegado hasta su casa, por lo que la niña reunió a los animalitos y las pastoreó en su propia colina, y no volvió a ser pobre nunca más.

Fin
La Camisa del Hombre Feliz

En tiempos pasados, en tierras del norte, un importante y acaudalado Zar enfermó gravemente. A pesar de los esfuerzos, los mejores médicos del Reino no fueron capaces de darle mejoría a su estado. En su desesperación, el Zar ofreció la mitad de sus riquezas a quien tuviese el poder de curarle del mal que le afectaba. Su palacio se llenó médicos, magos, charlatanes y curanderos de todo tipo, ninguno de los cuales pudo darle solución a la enfermedad del desgraciado gobernante.

Un artista que pasaba por el Reino, trovador natural de oficio y por ende, artista de verdad, oyó de las penas del Zar y pidió verle en persona para dar solución a su mal.
─ Mi querido Señor, la única medicina que precisa vuestra gracia está al alcance de un sólo hombre, pero para llegar a ella es necesario que vos os pongáis la camisa del hombre feliz.
Al oír esto, el hijo del Zar envió a sus emisarios a buscar por las comarcas a un hombre feliz. Pasó el tiempo y al regreso solitario de los representantes se constató que en todo el Reino no existía un sólo hombre feliz.
─ ¡Cómo es posible que en todo el Reino de mi padre no exista un sólo hombre que se digne a sí mismo de ser feliz!
Al fracaso de los emisarios y envuelto en cólera, el hijo del Zar tomó su caballo y se lanzó por su cuenta a buscar al hombre feliz. Pasó las semanas buscando en las dinastías más poderosas, en los mejores palacios, en las más acaudaladas familias, y el pobre príncipe no encontraba al hombre feliz. Cansado de su deambular, en uno de sus trotes, se retiró a un bosque a descansar a la sombra de un enorme árbol marchito por el tiempo.
─ ¡Oh, que felicidad la mía! ¿Quién podría pedir más? —escuchó una voz detrás del árbol.
El príncipe se incorporó de inmediato y al dar la vuelta encontró a un hombre pobre y mal vestido que comía un duro pedazo de pan. A su lado una serie de ramas se elevaba a modo de rústica choza, bajo la cual una fogata hervía en campestre aroma una marmita.
─ ¡Perdone usted! -se acercó el príncipe.
─ ¡Amigo, pase, no esperaba invitados, pero lo poco que tengo puedo compartirlo!
─ No se preocupe, pero... ¿le he oído decir que es usted feliz?
─ En efecto, trabajo duro y por ello tengo una buena salud, mis amigos son pobres como yo, pero cordiales, mi mujer es una excelente cocinera y me adora... ¿hay algo más que pueda pedir?
Al oír esto, el príncipe sintió vergüenza propia de haber buscado la felicidad donde difícilmente la hallaría. Comprendió que el mal de su padre radicaba en la sombra de la tristeza nacida del materialismo existencial, la cual gran parte del mundo adopta como forma de vida. Impresionado en el alma de la sinceridad del hombre pobre pero feliz, el Príncipe le obsequió algún dinero y regresó al palacio.
─ Padre. Encontré al hombre feliz, pero no tenía camisa. Apenas si tenía un viejo jubón para cubrirse.
La historia rusa no dice qué fue del Zar, pero las lenguas americanas aseguran que el gobernante aprendió la lección e hizo de su vida una feliz aventura, cada día.

Fin
El Soldadito de Plomo
Hans Christian Andersen
Soldadito de “GDJ" & Bailarina de Alexey Marcov

Parte 1
Había una vez veinticinco soldaditos de plomo, hermanos todos, ya que los habían fundido en la misma vieja cuchara. Fusil al hombro y la mirada al frente, así era como estaban, con sus espléndidas guerreras rojas y sus pantalones azules. Lo primero que oyeron en su vida, cuando se levantó la tapa de la caja en que venían, fue:
— ¡Soldaditos de plomo!
Había sido un niño pequeño quien gritó esto, batiendo palmas, pues eran su regalo de cumpleaños. Enseguida los puso en fila sobre la mesa.

Cada soldadito era la viva imagen de los otros, con excepción de uno que mostraba una pequeña diferencia. Tenía una sola pierna, pues al fundirlos, había sido el último y el plomo no alcanzó para terminarlo. Así y todo, allí estaba él, tan firme sobre su única pierna como los otros sobre las dos. Y es de este soldadito de quien vamos a contar la historia.

En la mesa donde el niño los acababa de alinear había muchos juguetes, pero el que más interés despertaba era un espléndido castillo de papel. Por sus diminutas ventanas podían verse los salones que tenía en su interior. Al frente había unos arbolitos que rodeaban un pequeño espejo. Este espejo hacía las veces de lago, en el que se reflejaban, nadando, unos blancos cisnes de cera. El conjunto resultaba muy hermoso, pero lo más bonito de todo era una damisela que estaba de pie a la puerta del castillo. Ella también estaba hecha de papel, vestida con un vestido de clara y vaporosa muselina, con una estrecha cinta azul anudada sobre el hombro, a manera de banda, en la que lucía una brillante lentejuela tan grande como su cara. La damisela tenía los dos brazos en alto, pues han de saber ustedes que era bailarina, y había alzado tanto una de sus piernas que el soldadito de plomo no podía ver dónde estaba, y creyó que, como él, sólo tenía una.
— Ésta es la mujer que me conviene para esposa —se dijo— ¡Pero qué fina es; si hasta vive en un castillo! Yo, en cambio, sólo tengo una caja de cartón en la que ya habitamos veinticinco: no es un lugar propio para ella. De todos modos, pase lo que pase trataré de conocerla.
Y se acostó cuan largo era detrás de una caja de tabaco que estaba sobre la mesa. Desde allí podía mirar a la elegante damisela, que seguía parada sobre una sola pierna sin perder el equilibrio.

Ya avanzada la noche, a los otros soldaditos de plomo los recogieron en su caja y toda la gente de la casa se fue a dormir. A esa hora, los juguetes comenzaron sus juegos, recibiendo visitas, peleándose y bailando. Los soldaditos de plomo, que también querían participar de aquel alboroto, se esforzaron ruidosamente dentro de su caja, pero no consiguieron levantar la tapa. Los cascanueces daban saltos mortales, y la tiza se divertía escribiendo bromas en la pizarra. Tanto ruido hicieron los juguetes, que el canario se despertó y contribuyó al escándalo con unos trinos en verso. Los únicos que ni pestañearon siquiera fueron el soldadito de plomo y la bailarina. Ella permanecía erguida sobre la punta del pie, con los dos brazos al aire; él no estaba menos firme sobre su única pierna, y sin apartar un solo instante de ella sus ojos.

De pronto el reloj dio las doce campanadas de la medianoche y —¡crac!— se abrió la tapa de la caja de rapé... Mas, ¿creen ustedes que contenía tabaco? No, lo que allí había era un duende negro, algo así como un muñeco de resorte.
— ¡Soldadito de plomo! —gritó el duende— ¿Quieres hacerme el favor de no mirar más a la bailarina?
Pero el soldadito se hizo el sordo.
— Está bien, espera a mañana y verás —dijo el duende negro.
Al otro día, cuando los niños se levantaron, alguien puso al soldadito de plomo en la ventana; y ya fuese obra del duende o de la corriente de aire, la ventana se abrió de repente y el soldadito se precipitó de cabeza desde el tercer piso. Fue una caída terrible. Quedó con su única pierna en alto, descansando sobre el casco y con la bayoneta clavada entre dos adoquines de la calle.

La sirvienta y el niño bajaron apresuradamente a buscarlo; pero aun cuando faltó poco para que lo aplastasen, no pudieron encontrarlo. Si el soldadito hubiera gritado: “¡Aquí estoy!", lo habrían visto. Pero él creyó que no estaba bien dar gritos, porque vestía uniforme militar.

Luego empezó a llover, cada vez más y más fuerte, hasta que la lluvia se convirtió en un aguacero torrencial. Cuando escampó, pasaron dos muchachos por la calle.
— ¡Qué suerte! —exclamó uno— ¡Aquí hay un soldadito de plomo! Vamos a hacerlo navegar.
Y construyendo un barco con un periódico, colocaron al soldadito en el centro, y allá se fue por el agua de la cuneta abajo, mientras los dos muchachos corrían a su lado dando palmadas. ¡Santo cielo, cómo se arremolinaban las olas en la cuneta y qué corriente tan fuerte había! Bueno, después de todo ya le había caído un buen remojón. El barquito de papel saltaba arriba y abajo y, a veces, giraba con tanta rapidez que el soldadito sentía vértigos. Pero continuaba firme y sin mover un músculo, mirando hacia adelante, siempre con el fusil al hombro.

Parte 2
De buenas a primeras el barquichuelo se adentró por una ancha alcantarilla, tan oscura como su propia caja de cartón.
— Me gustaría saber adónde iré a parar —pensó— Apostaría a que el duende tiene la culpa. Si al menos la pequeña bailarina estuviera aquí en el bote conmigo, no me importaría que esto fuese dos veces más oscuro.
Precisamente en ese momento apareció una enorme rata que vivía en el túnel de la alcantarilla.
— ¿Dónde está tu pasaporte? —preguntó la rata— ¡A ver, enséñame tu pasaporte!
Pero el soldadito de plomo no respondió una palabra, sino que apretó su fusil con más fuerza que nunca. El barco se precipitó adelante, perseguido de cerca por la rata. ¡Ah! Había que ver cómo rechinaba los dientes y cómo les gritaba a las estaquitas y pajas que pasaban por allí.
— ¡Deténgalo! ¡Deténgalo! ¡No ha pagado el peaje! ¡No ha enseñado el pasaporte!
La corriente se hacía más fuerte y más fuerte y el soldadito de plomo podía ya percibir la luz del día allá, en el sitio donde acababa el túnel. Pero a la vez escuchó un sonido atronador, capaz de desanimar al más valiente de los hombres. ¡Imagínense ustedes! Justamente donde terminaba la alcantarilla, el agua se precipitaba en un inmenso canal. Aquello era tan peligroso para el soldadito de plomo como para nosotros el arriesgarnos en un bote por una gigantesca catarata.

Por entonces estaba ya tan cerca, que no logró detenerse, y el barco se abalanzó al canal. El pobre soldadito de plomo se mantuvo tan derecho como pudo; nadie diría nunca de él que había pestañeado siquiera. El barco dio dos o tres vueltas y se llenó de agua hasta los bordes; se hallaba a punto de zozobrar. El soldadito tenía ya el agua al cuello; el barquito se hundía más y más; el papel, de tan empapado, comenzaba a deshacerse. El agua se iba cerrando sobre la cabeza del soldadito de plomo... Y éste pensó en la linda bailarina, a la que no vería más, y una antigua canción resonó en sus oídos:
— ¡Adelante, guerrero valiente! ♪
— ¡Adelante, te aguarda la muerte! ♫
En ese momento el papel acabó de deshacerse en pedazos y el soldadito se hundió, sólo para que al instante un gran pez se lo tragara. ¡Oh, y qué oscuridad había allí dentro! Era peor aún que el túnel, y terriblemente incómodo por lo estrecho. Pero el soldadito de plomo se mantuvo firme, siempre con su fusil al hombro, aunque estaba tendido cuan largo era.

Súbitamente el pez se agitó, haciendo las más extrañas contorsiones y dando unas vueltas terribles. Por fin quedó inmóvil. Al poco rato, un haz de luz que parecía un relámpago lo atravesó todo; brilló de nuevo la luz del día y se oyó que alguien gritaba:
— ¡Un soldadito de plomo!
El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido, y se encontraba ahora en la cocina, donde la sirvienta lo había abierto con un cuchillo. Cogió con dos dedos al soldadito por la cintura y lo condujo a la sala, donde todo el mundo quería ver a aquel hombre extraordinario que se dedicaba a viajar dentro de un pez. Pero el soldadito no le daba la menor importancia a todo aquello.

Lo colocaron sobre la mesa y allí… en fin, ¡cuántas cosas maravillosas pueden ocurrir en esta vida! El soldadito de plomo se encontró en el mismo salón donde había estado antes. Allí estaban todos: los mismos niños, los mismos juguetes sobre la mesa y el mismo hermoso castillo con la linda y pequeña bailarina, que permanecía aún sobre una sola pierna y mantenía la otra extendida, muy alto, en los aires, pues ella había sido tan firme como él. Esto conmovió tanto al soldadito, que estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo, pero no lo hizo porque no habría estado bien que un soldado llorase. La contempló y ella le devolvió la mirada; pero ninguno dijo una palabra.

De pronto, uno de los niños agarró al soldadito de plomo y lo arrojó de cabeza a la chimenea. No tuvo motivo alguno para hacerlo; era, por supuesto, aquel muñeco de resorte el que lo había movido a ello.

El soldadito se halló en medio de intensos resplandores. Sintió un calor terrible, aunque no supo si era a causa del fuego o del amor. Había perdido todos sus brillantes colores, sin que nadie pudiese afirmar si a consecuencia del viaje o de sus sufrimientos. Miró a la bailarina, lo miró ella, y el soldadito sintió que se derretía, pero continuó impávido con su fusil al hombro. Se abrió una puerta y la corriente de aire se apoderó de la bailarina, que voló como una sílfide hasta la chimenea y fue a caer junto al soldadito de plomo, donde ardió en una repentina llamarada y desapareció. Poco después el soldadito se acabó de derretir. Cuando a la mañana siguiente la sirvienta removió las cenizas lo encontró en forma de un pequeño corazón de plomo; pero de la bailarina no había quedado sino su lentejuela, y ésta era ahora negra como el carbón.

Fin

Nota para los papás
Actualmente se sabe que el contacto con el plomo genera daños irreparables a la salud, por lo que NO se recomienda regalar soldaditos de plomo a los niños. El empleo de dichas figuritas se ha ido vinculando preferentemente a los coleccionistas de mayor edad que gustan de pintarlos para el armado de dioramas. En su lugar prefiera soldaditos de otro material menos nocivo; por ejemplo madera, aluminio o plástico reciclado. Este tipo de juguetes es para niños mayores de 8 años.
La Vendedora de Fósforos

Ilustración de Rose Art Studios
(Colección “El País de los Cuentos" · Froebel-Kan)

Era víspera de Navidad y en el pueblo, todo el mundo transitaba con prisa sobre la nieve para refugiarse al calor de sus hogares. Sólo una pequeña niña, vendedora de fósforos, no tenía dónde ir, y desde su pequeño rincón en la calle pregonaba incansable su modesta mercancía. La niña no podía volver a su casa porque su madrastra le había advertido que antes debía vender hasta el último fósforo que le quedara.

Entumida de frío, la niña miró a través de la ventana iluminada de una casa. Unos pequeños niños jugaban, junto a una chimenea, con sus nuevos juguetes de Navidad. Imaginó que sería maravilloso estar con esos niños, al calor de un hogar. Se divirtió al ver que adornaban con galletas de chocolate un abeto navideño.

De pronto llegó una helada brisa y la niña recordó que aun le quedaban fósforos por vender. En ese momento pasaba un señor de sombrero de copa y abrigo de chiporro. El hombre parecía tener prisa, pero la niña le preguntó:
— Perdone señor, ¿quiere usted fósforos?
— No, gracias. Hace mucho frío para sacar las manos de los bolsillos —respondió el hombre, y se marchó a toda prisa.
La niña vio al hombre marcharse y se sintió sola. Se acurrucó junto a un farol esperando sentirse acompañada. Al rato pasó una señora que llevaba una canasta, de la que salía un agradable aroma a pan caliente.
— Disculpe señora —preguntó la niña— ¿necesita usted fósforos?
— No niña ¿qué no ves que tengo prisa? Debo llevar el pan a casa antes que se enfríe.
— Perdone usted, señora. — respondió apenada la niña.
La mujer se fue casi corriendo porque el frío era demasiado; el viento comenzó a soplar y la nieve era cada vez más intensa. El frío metal del farol no parecía un gran compañero y la pequeña vendedora se refugió en el portal de la casa más cercana. Se acurrucó bajo el alero de la puerta y como aun sentía mucho frío, sacó un fósforo de la caja.
— No creo que mi madrastra se enoje si enciendo sólo uno para calentarme las manos —se dijo.
La niña encendió el fósforo y de pronto, a través de la luz le pareció ver un bello árbol de Navidad que resplandecía en llamativos colores. Estaba maravillada viendo esa aparición cuando el fósforo se apagó. Al cabo de un minuto quiso ver de nuevo el árbol, no estaba segura si lo que había visto era real, de modo que tomó otro fósforo y lo encendió.

Esta vez la niña vio a su abuela a quién apenas recordaba, pues la alcanzó a conocer cuando era muy chiquita.
— ¡Abuelita! —se dijo, sorprendida. Pero antes que pudiera decir algo más, el fósforo se apagó.
En ese momento se dio cuenta que sólo quedaba un fósforo en la caja. Se apenó pensando que la regañarían, pero como tenía mucho frío y quería volver a ver a su abuela, sacó el último palito y lo encendió.

Esta vez la llama era más grande y a través de la luz vio una figura, rodeada de un resplandor cálido, que se acercaba... era su madre, quién había muerto hace poco más de un año y a quién tanto echaba de menos. Su madre se veía alegre y estiraba sus manos para abrazarla.
— ¡Mamita, mamita... llévame contigo, que aquí me estoy muriendo de frío! —gritó la pequeña, sollozando de felicidad, mientras se abrazaba a su mamá.
Ya no sentía frío, sino un calor agradable. El calor del amor maternal. Su mamita la tomó en brazos y se llevó junto con el resplandor del último fósforo que caía sobre la fría nieve. A la mañana siguiente las gentes del pueblo descubrieron, junto a la entrada de una casa, el pequeño cuerpecito de la vendedora de fósforos que yacía helada, acurrucada en la nieve.

Fin
Las 6 Estatuas de Piedra y los Sombreros de Paja
Cuento Tradicional del Japón
Imagen (adaptada) de Lienyuan Lee

Érase una vez, un abuelito y una abuelita. El abuelito se ganaba la vida haciendo sombreros de paja. Los dos vivían pobremente, y un año al llegar la noche vieja no tenían dinero para comprar las pelotitas de arroz con que se celebra el Año Nuevo. Entonces, el abuelito decidió ir al pueblo y vender unos sombreros de paja. Cojió cinco, se los puso sobre la espalda, y empezó a caminar al pueblo.

El pueblo caía bastante lejos de su casita, y el abuelito se llevó todo el día cruzando campos hasta que por fin llegó. Ya allí, se puso a pregonar:
— ¡Sombreros de paja, bonitos sombreros de paja! ¿Quien quiere sombreros?
Y mira que había bastante gente de compras, para pescado, para vino y para las pelotitas de arroz, pero, como no se sale de casa el día de Año Nuevo, pues, a nadie le hacía falta un sombrero. Se acabó el día y el pobrecito no vendió ni un solo sombrero. Empezó a volver a casa, sin las pelotitas de arroz.

Al salir del pueblo, comenzó a nevar. El abuelito se sentía muy cansado y muy frío al cruzar por los campos cubiertos ahora de nieve. De repente se fijó en unas estatuas de piedra (jizos) que representaban a dioses japoneses. Había seis estatuas con las cabezas cubiertas de nieve y las caras escarchadas de hielo. El viejecito tenía buen corazón y pensó que las pobres estatuas debían tener frío. Les quitó la nieve, y uno tras uno les puso los sombreros de paja que no pudo vender, diciendo:
— Son solamente de paja pero, por favor, acéptenlos...
Pero solo tenia cinco sombreros, y las estatuas eran seis. Al faltarle un sombrero a la última, el viejecito le dio su propio sombrero, diciendo:
— Discúlpeme, por favor, por darle un sombrero tan viejo.
Y cuando acabó, siguió por entre la nieve hacia su casa. El abuelito llegaba cubierto de nieve. Cuando la abuelita le vio así, sin sombrero ni nada, le pregunto que que pasó. El le explicó lo que ocurrió ese día, que no pudo vender los sombreros, que se sintió muy triste al ver las estatuas cubiertas de nieve, y que como eran seis tuvo que usar su propio sombrero.

Al oir esto, la abuelita se alegró de tener un marido tan cariñoso:
— Hiciste bien. Aunque seamos pobres, tenemos una casita caliente y ellos no.
El abuelito, como tenía frío, se sentó al lado del fuego mientras abuelita preparó la cena. No tenían bolitas de arroz, ya que abuelito no pudo vender los sombreros, y en vez comieron solamente arroz y unos vegetales en vinagre y se fueron a la cama tempranito a dormir. A la media noche, el abuelito y la abuelita fueron despiertos por el sonido de alguien cantando. A lo primero, las voces sonaban lejos pero iban acercándose a la casa y cantaban:

El abuelito regaló sus sombreros
a las estatuas todos enteros
¡vamos a su casa, alijeros!

El abuelito y la abuelita estaban sorprendidos, aún más cuando oyeron un gran ruido, ¡Boom! ...corrieron para ver lo que era, y vaya sorpresa les dio al abrir la puerta. Paquetes y paquetes montados uno sobre otro, y llenos de pelotitas de arroz, vino y decoraciones para el Nuevo Año, mantas y kimonos bien calientes, y muchas otras Cosas. Al buscar quien les había traído todo esto, vieron a las seis estatuas alejándose con los sombreros de paja puestos en sus cabezas. Las estatuas, eran en realidad seis espíritus bondadosos que habían estado descansando de un largo viaje, y en reconocimiento de la bondad del anciano, les habían traído regalos para que los abuelitos tuvieran una próspero Año Nuevo.


Fin
Los 3 cerditos y el lobo feroz

Junto a sus papás, tres cerditos habían crecido alegremente en una cabaña del bosque. Y cómo ya eran mayores, sus papás decidieron que era hora de que hicieran, cada uno, su propia casa. Así fue como los tres cerditos se despidieron de sus papás, y fueron a ver cómo era el mundo.

El primer cerdito, el perezoso de la familia, decidió hacer una casa de paja. En un minuto la choza estaba hecha. Y después de cantar:

- ¿Quién teme al lobo feroz? ¡Al lobo al lobo! ♫
- ¿Quién teme al lobo feroz? ¡Nadie teme al lobo! ♫

...se relajó y se echó a dormir.

El segundo cerdito, el glotón, prefirió hacer una cabaña de madera. No tardó mucho en construirla. Y luego de cantar:

- ¿Quién teme al lobo feroz? ¡Al lobo al lobo! ♫
- ¿Quién teme al lobo feroz? ¡Nadie teme al lobo! ♫

...se echó a comer manzanas.

El tercer cerdito, muy trabajador, optó por construirse una casa de ladrillos y cemento. Pensó que tardaría más en construirla pero se sentiría más protegido. Después de un día de mucho trabajo, la casa quedó excelente, grande y acogedora. Pero ya se hacía tarde y se empezaban a oír los aullidos de un lobo en el bosque.

El lobo feroz no había comido en todo el día, así que no tardó mucho para que se acercara a las casas de los tres cerditos. Hambriento y con ganas de hacerse un festín de puerquito, el lobo se dirigió a la casa del primer chanchito y dijo:

- ¡Ábreme la puerta! ¡Ábreme la puerta o soplaré y tu casa derribaré!

El cerdito asustado, taponeó la puerta con una silla y cómo no la abrió, el lobo sopló con fuerza, y derrumbó la casa de paja. El cerdito, temblando de miedo, salió corriendo y entró en la casa de madera de su hermano. Así que el lobo le siguió, y delante de la segunda casa, llamó a la puerta, y dijo:

- ¡Ábranme la puerta, chanchitos! ¡Ábranme la puerta!

Pero el segundo cerdito no la abrió, así que el lobo los engañó diciendo en voz alta:

- ¡Estos cerditos son demasiado inteligentes para mí! ¡Mejor me voy!

...e hizo ruido de pasos como si se hubiera ido. Los cerditos lo creeron y empezaron a cantar y bailar dentro de la casa de madera, y así pasaron los minutos, pero los cerditos aun no habrían la puerta. Cansado de esperar, el lobo se disfrazó entonces de oveja, fue hasta la puerta y se metió en un canasto. Luego tocó la puerta y dijo:

- Cerditos, cerditos... soy una ovejita que quedó huérfana y no tengo casa. ¿me puedo quedar con ustedes en su linda casita?

Pero los puerquitos eran muy listos y reconocieron la voz fingida del lobo feroz, así que le respondieron a la vez:

- ¡Lobo mentiroso! ¡A nosotros no nos engañas! ¡No caeremos en tus tretas!

Enojado, el lobo se quitó el disfraz y les gritó hacia adentro:

- ¡Entonces soplaré y soplaré y esta casa derribaré!

Y el lobo sopló y sopló un par de veces, y la cabaña se fue por los aires. Asustados, los dos cerditos corrieron y corrieron, escapando del lobo y se fueron a la casa de ladrillos del tercer hermano. Pero, cómo el lobo estaba decidido a comérselos, llamó a la puerta y gritó:

- ¡Ábranme la puerta, cerditos! ¡Ábranme la puerta o soplaré y soplaré y esta casa también derribaré!

Pero, desde adentro, se escucho una voz muy tranquila, la voz del cerdito trabajador, que le dijo:

- ¡Sopla todo lo que quieras, lobo tonto! ¡En tu vida el viento se ha llevado un ladrillo!

Entonces el lobo sopló, sopló y sopló... y siguió soplando con todas sus fuerzas, pero la casa seguía de píe y muy firme. La casa era muy fuerte y resistente y el lobo terminó quedándose casi sin aire. El lobo se cansó, pero como tenía hambre no desistió y, trepando una pared, subió al tejado de la casa y se deslizó por el hueco de la chimenea. Estaba decidido a comerse a los tres chanchitos a como diera lugar. Pero lo que él no sabía es que entre los tres cerditos pusieron al final de la chimenea, un caldero con agua hirviendo, y cuando el lobo intentó meterse, cayó por la chimenea directamente al agua caliente.

- ¡Auuuuuuuuuuuuuuuuch!

Se oyó el más largo aullido de toda la tarde. El lobo saltó como un cohete por la chimenea para afuera y fue a parar lejos en el bosque, y al caer siguió corriendo y corriendo para nunca más volver.

Y así fue como los tres hermanos cerditos, los tres valientes chanchitos, los tres simpáticos puerquitos, los tres inteligentes cochinitos, pudieron vivir tranquilamente el resto de sus vidas, ya que ese día tanto el perezoso como el glotón aprendieron el valor del trabajo bien realizado y en cosa de una semana construyeron sus propias cabañas junto a la del hermano que los había salvado.


FIN
Pinocho

Había una vez un hombre que vivía en una humilde casa. Se llamaba Geppetto y vivía solo, lo cual le molestaba mucho. Un buen día Geppetto fue al encuentro de su amigo Cereza, de oficio carpintero, y le dijo:

— ¿Podrías darme un trozo de madera? He pensado construir una marioneta para tener compañía.

El maestro Cereza le ofreció de todo corazón un espléndido trozo de su mejor madera, y Geppetto muy satisfecho, volvió a su casa y se puso a trabajar. Su taller estaba lleno de juguetes articulados: musicales, animales, soldados, todos ellos tallados en madera, y más verdaderos que los reales.

— Voy a hacer el muñeco más bonito del mundo —decía Geppetto— y le llamaré Pinocho.

Geppetto trabajó hasta muy tarde. Un último toque de pincel... y ya está terminado.

Muy feliz, puso su muñeco sobre la mesa y se fue a dormir. Ya dormido, Geppetto tuvo el más maravilloso de los sueños; delante de él estaba el hada Melusine que le concedía todos los deseos.

— Amable hada —imploraba Geppetto— dame un niño de verdad para mi...

Al amanecer el escultor se despertó sobresaltado, saltó de la cama y se acercó a su muñeco. De repente, los ojos de Pinocho empezaron a moverse, sus brazos y piernas se agitaban. Geppetto no podía creérselo, Pinocho estaba vivo.

— Buenos días —le dijo con lágrimas en los ojos de la emoción— yo me llamo Geppetto, pero si quieres puedes llamarme papá.

Pinocho, muy contento, le dio un simpático beso, y empezó a correr por toda la casa.

Al día siguiente Geppetto compró un diccionario a Pinocho, y le dio las últimas onzas de oro que le quedaban.

— Sé bueno en la escuela —le recomendó Geppetto, mientras veía alejarse a su hijo.

Pinocho no se daba prisa. El soñaba despierto, con la nariz levantada, cuando escuchó la música. Un teatro ambulante se había instalado en la plaza del pueblo, y bajo la enorme carpa estallaban las risas de los niños. Pinocho olvidó sus promesas y vendió su libro para asistir al espectáculo.

Al final de la representación, Pinocho se dio cuenta que ya era la hora de volver a casa. Le quedaban algunos céntimos, y pensó devolvérselos a Geppetto, confesándole su falta y esperando que su padre le perdonara.

Pero en el camino se cruzó con dos extraños personajes: un zorro cojo y un gato que parecía ciego. El zorro, que reconocía entre mil el ruido de las onzas de oro, se dirigió a Pinocho.

— Yo conozco la manera de aumentar tu fortuna. Ponte cerca del gran roble, planta tu dinero y mañana, al alba, recogerás el doble.

Pinocho ingenuo, pero fascinado ante la idea de ser rico, corrió hacia el sitio indicado. En ese momento un pequeño grillo que caminaba silbando bajo los faroles y que fue testigo de todo cuánto ocurría, corrió junto a Pinocho para advertirle que el par de rufianes le habían contado esa mentira con el propósito de robarle. Como Pepe Grillo —que era así como se llamaba el personaje— era un grillo, el gato y el zorro no lo vieron pues los grillos son muy pequeños.

Mientras tanto se hizo de noche, y Pinocho empezó a inquietarse. Si al menos pudiera ver a su padre tan desgraciado sin él, no sería tan imprudente. Imaginaros su miedo cuando él vio que los dos pillos le esperaban escondidos con aire amenazador. Pinocho escondió las onzas de oro en su boca, pero los dos compinches, más astutos, lo ataron fuertemente a al roble. Pepe Grillo corría desesperado llamando al hada Melusine, pues siendo tan pequeño no había otra cosa que pudiera hacer para ayudar al desdichado de Pinocho. Finalmente los malandrines consiguieron su botín y le robaron todo su dinero antes de desaparecer en el bosque.

Pinocho se lamentaba, cuando el hada finalmente escuchó los llamados de Pepe Grillo. El hada buena Melusine se le acercó:

— ¿Qué haces colgado ahí arriba? ¿Y qué ha pasado con las onzas de oro que tu padre te confió?
— Oh, yo las he perdido —contestó Pinocho.

No había acabado de hablar cuando su nariz se alargó...

— Malo, malo... —dijo Pepe Grillo— A este niño le hacen falta unas buenas nalgadas.
— ¿Pero qué me pasa? —gritó Pinocho.
— Debes saber que cada vez que tu cuentes mentiras, tu nariz se alargará más y más —le explicó el hada.

Pinocho estaba muy triste:

— Me gustaría tanto ser un niño de verdad.
— Quizá yo pueda ayudarte —le dijo el hada— Pero para ello, yo quiero que tu seas obediente y que vayas a la escuela.

Arrepentido Pinocho decidió volver a casa.

Pero he aquí que al borde de la carretera se encontró con un bribonzuelo que le persuadió para acompañarle al país de los placeres, en dónde podría jugar todo el día sin que los adultos le llamaran la atención.

Pepe Grillo le recordó a Pinocho lo que le había pasado por desobedecer y le aconsejó en vano de que no le hiciera caso al bribonzuelo, pero Pinocho que deseaba ser un niño de verdad estaba encantado con la posibilidad de jugar con otros niños de su edad. De esta forma y sin tomar en cuenta los consejos de Pepe Grillo, Pinocho se fue corriendo con el bribonzuelo.

Pepe Grillo, alarmado al ver que Pinocho desaparecía en la penumbra, corrió a la ciudad para buscar al padre del niño de madera, Geppetto, quién se encontraba en su casa angustiado debido a que Pinocho aún no llegaba.

Tras unas cuadras recorridas por Pinocho en las obscuras calles, llegó la roulotte del gran Stromboli tirada por pequeños asnos.

— ¡Venid con nosotros niños, yo os convertiré en artistas y jugaréis todo el día, se acabó la escuela! —les decía el gordo Stromboli.

Pinocho y su compañero se dejaron convencer y subieron en la roulotte que estaba llena de niños pequeños. El viaje duró toda la noche, y una vez allí, Pinocho no se arrepintió de su decisión. En el país de jauja el se divertía mucho, olvidando a Geppetto. Una mañana, cuando se lavaba, no se reconoció en el espejo; en su cabeza habían nacido dos largas orejas de asno cubierta de pelos.

— ¡Y ahora yo tengo una cola de asno! —gritó Pinocho— Pero... yo soy un asno.

Pinocho recordó lo que le había dicho Pepe Grillo a quién había abandonado, y enloquecido de miedo, huyó del gran país de los placeres.

Pero al amanecer Stromboli envió a sus mejores hombres para atraparlo, pues como Pinocho era un muñeco de madera que hablaba y jugaba como cualquier niño, se convertiría en una buena atracción para el circo del gordo Stromboli.

Para escaparse de ese triste destino, Pinocho se tiró al mar... pero un asno no sabe nadar.

— ¡Me voy a ahogar, nunca volveré a ver a mi papá!

Fue entonces cuando una banda de pequeños peces, enviada por el hada Melusine, picotearon toda la piel del asno, y liberaron a Pinocho. Convertido en un pequeño muñeco de madera se dejó llevar por las olas, cuando una enorme ballena abrió su boca y lo engulló.

Pinocho cayó. Cayó lejos, al fondo del vientre de la ballena, cuando al fin, vio a un señor muy triste, que llevaba una vela en la mano. Pinocho reconoció a Geppetto y se arrojó a sus brazos. El hada buena Melusine había querido que en su desgracia, él volviese a encontrar a su único amigo. Geppetto, loco de alegría, le explicó como la ballena se lo había tragado cuando él daba vuelta al mundo en su busca.

Después de haber digerido bien, la ballena parecía estar cansada. Como ella bostezaba, Pinocho y Geppetto aprovecharon para escaparse.

— Rápido, rápido, va a cerrar la boca— les gritó Pepe Grillo, quién enviado por el hada Melusine, en esos momentos volaba por ahí.
— Acercaros a mí —les gritó un atún— Yo os llevaré cerca de la orilla.

Después de un largo viaje, ellos llegaron por fin a casa...

Pasaba el tiempo y Pinocho se esforzaba en ser obediente, colmando de orgullo y felicidad a su papá y a Pepe Grillo, quién se había convertido en su mejor amigo. Trabajaba seriamente en la escuela, y ahora sabía leer y escribir.

Entonces Melusine, el hada buena, decidió que había llegado el momento de transformar la marioneta de madera en un verdadero jovencito. Cuando Pinocho se dio cuenta que se parecía a todos sus compañeros, abrazó con ternura a su padre, y agradeció, de todo corazón, al hada Melusine.

Y así acaban las aventuras de Pinocho; la historia de un pequeño muñeco de madera, ya que la del niño no ha hecho más que empezar...

Fin

Juanito y los Frijoles Mágicos
Benjamin Tabart · Versión breve #1



Había una vez un terrible ogro que le robó a un mercader todo su dinero. Cuando el mercader murió, su viuda y su hijo, Juanito, quedaron muy pobres. Cierto día, la mamá de Juanito le ordenó que llevara su única vaca al mercado, y que tratara de que le dieran por ella la mayor cantidad de dinero posible. Juanito obedeció y, en el camino, se encontró con un extraño viejito de acento irlandés y una larga barba blanca. El anciano llevaba en una bolsita de cuero amarrada a su cinturón, unas cuantas semillas de colores. El viejito le ofreció las semillas de frijol a cambio de la vaca, diciéndole que eran semillas mágicas. A Juanito le pareció una buena oferta y aceptó.

Juanito regresó a casa con las semillas mágicas en su mano.
— ¡Mamá, mira! Son semillas mágicas —exclamó Juanito.
— Muy bien, Juanito. ¿Y qué has hecho con nuestra hermosa vaca? —preguntó su mamá.
Juanito contestó:
— La cambié por estas maravillosas semillas.
Su mamá se enojó muchísimo, y tiró las semillas por la ventana.
— ¡Qué tonto eres! Cambiar nuestra linda vaca por unas semillas sin valor. Hoy no tendremos nada para cenar —dijo muy triste y disgustada la mamá de Juanito.
A la Mañana siguiente y cuando Juanito despertó, con asombro descubrió junto a la ventana de la casita, una enorme planta de guisantes. Pensó que las semillas sí eran mágicas y, de inmediato, quiso investigar qué tan alta era aquella planta. Así, Juanito empezó a escalar con gran facilidad.

Juanito ascendió poco a poco, hasta casi tocar las altas nubes. Ahí pudo observar un gigantesco y viejo castillo. Juanito creía que todo era un sueño. En la puerta del castillo, Juanito se encontró a una mujer gigantesca, a quien le dijo:
— Señora, mi nombre es Juanito, vengo desde lejos y tengo hambre. ¿Puede darme algo de comer?
— ¿Comer? —exclamó ella— ¡Vete si quieres seguir con vida! Este es el castillo de un malvado gigante que si te encuentra te comerá... —añadió la enorme mujer.
Sin embargo, al ver que Juanito estaba muy delgado y que parecía tener mucha hambre, la mujer lo llevó a la cocina y rápidamente le dio de comer. En seguida se oyeron unos pasos que parecían truenos.
— Grrr-Grrr... —gruñó el ogro— Huele a carne humana. ¿Quién anda por aquí? —añadió con enojo.
— Es el cerdito que cociné para ti —respondió la señora, mientras escondía a Juanito debajo de la mesa.
Cuando el gigante terminó de comer con gran voracidad, le pidió a la señora que le llevara su hermosa gallina.
— ¡Gallina, pon un huevo de oro puro! —ordenó el gigante.
Y la gallina de inmediato obedeció. Entonces, pidió que le llevaran su bolsa de monedas doradas y, con gran avaricia, se puso a contarlas varias veces, una por una. En seguida pidió su arpa mágica, que podía, por sí misma, tocar bellísima música. Satisfecho con sus maravillosos tesoros, el gigante empezó a tomar mucho vino y, finalmente, se quedó profundamente dormido.
— ¡Ahora Juanito! —exclamó silenciosamente la anciana señora. Y añadió— Ven rápidamente. Toma los tesoros, porque ellos pertenecieron a tu padre, a quien el ogro mató. Yo intenté detenerlo pero no pude hacer nada, es un ogro muy malo y terrible. Lleva los tesoros con tu madre y que sean felices.
Juanito agradeció a la señora por tal revelación y tomó la bolsa con las monedas doradas y la gallina de los huevos de oro sin que el gigante despertara. Pero cuando tomó el arpa mágica, ésta sonó y despertó al gigante. Juanito corrió cuanto pudo, hasta alcanzar la enredadera de guisantes mágicos. Pero el ogro se acercaba cada vez más a él, como un veloz trueno enfurecido.

Juanito empezó a descender rápidamente, tan aprisa como le era posible. El gigante seguía persiguiéndolo, cada vez más cerca de él. Cuando Juanito llegó a tierra, gritó en seguida:
— ¡Mamá, mamá... rápido: tráeme el hacha!
Juanito, que ya no parecía tan pequeño de lo valiente que era, cortó en seguida la planta mágica. El gigante cayó a tierra desde las alturas provocando un estruendo terrible y murió instantáneamente. Juanito y su mamá, con los tesoros de la familia recobrados, nunca más pasaron tristezas y fueron  muy felices.

Fin
Gretel y Hansel
Versión Fantástica · Basado en el cuento de los Hermanos Grimm

Ilustración de Arthur Rackham

Gretel y Hansel eran dos niños muy buenos, hijos de un pobre leñador. Una noche, estando acostados, oyeron a su madrastra decir:

— Tenemos que deshacernos de los niños, ya no hay alimentos. Mañana los llevaremos a lo profundo del bosque y los dejaremos.
— Es demasiado cruel —respondió el leñador.

Pero su mujer insistió:

— ¿No es mejor a que muramos de hambre? Por su cuenta llegarían a alguna parte donde alguien que les dé de comer, y si le trabajan tal vez sobrevivan.

Hansel oyó la conversación, salió de la casa y llenó sus bolsillos de piedrecitas que brillaban a la luz de la Luna.

Al día siguiente en la mañana, muy temprano, los llevaron al bosque con la excusa de cortar madera. Hansel disimuladamente iba botando piedrecita por piedrecita mientras caminaban. Cuando llegaron a un lugar para descansar, y en un momento en que los niños se distrajeron, los dejaron.

Gretel, al percatarse que era de noche y estaban solos en el bosque, comenzó a llorar, pero Hansel la consoló con un cuento:

— No te preocupes hermanita, seguiremos las estrellas que los enanos plantan en los caminos.
— ¿Dices que los enanos plantan estrellas en los caminos?
— Créeme, Gretel... ¡ya lo verás!

Hansel esperó a que saliera la Luna y ante el asombro de Gretel, un sendero marcado por decenas de "estrellitas" apareció ante ellos: era el brillo de las piedrecitas. Mientras caminaban, Hansel contaba a Gretel divertidos cuentos para animarla. Así, sin mucho miedo a la oscuridad reinante, volvieron sanos y salvos a casa.

El primero en encontrarlos fue su padre, quién feliz al verlos abrazó a los niños, pero la madrastra dijo:

— ¡Mañana los llevaremos mucho más lejos en el bosque!

Cerró la puerta con llave para que Hansel no recogiera más piedrecitas, y a la mañana siguiente les dio una rebanada de pan y los condujo al bosque. En el trayecto, Hansel dejó caer migas de pan para marcar nuevamente el camino.

Ya lejos en el bosque la madrastra se escondió y luego echó a correr, perdiendo de vista a los niños que creían oír el rumor de su padre al cortar madera. El sonido, sin embargo, provenía de algunas ramas que movidas por el viento rozaban entre ellas.

Cuando Hansel descubrió que los pájaros se habían comido las migas de pan y no hallaba el camino, comenzó a llorar. Gretel, recordando el cuento de la noche anterior le preguntó tranquilamente:

— ¿Por qué lloras, hermanito?

A lo que Hansel contestó:

— Los enanos cosecharon sus estrellas: será difícil encontrar el camino esta vez.

Gretel preguntó, inocente:

— ¿Y si buscamos a los enanos? ¡Quizá nos ayuden!

Hansel no se atrevió a decirle a Gretel la verdad porque no quería que perdiese las esperanzas. Pensó, además, que si caminaban lo suficiente tal vez encontrarían el sendero de las piedrecillas, así que se tomaron de la mano y comenzaron a caminar lentamente, tanteando en la oscuridad. Sin embargo la noche estaba tan oscura que apenas podían distinguirse el uno del otro.

En un momento llegaron a un claro en el bosque, y en lo alto brillaban titilantes las estrellas.

— ¡Oh! —se maravillaron los niños.

Hansel y Gretel siempre habían admirando el cielo, y la belleza del panorama les llenó de ánimos. Pero al rato una nube oscura tapó el cielo y el bosque oscureció de nuevo. Comenzó a correr viento. Los niños se acurrucaron entre las grandes raíces de un árbol, y ahí, abrazados, con miedo y con frío, pasaron la noche.

A la mañana siguiente el bosque amaneció con una espesa neblina y la nube negra seguía tapando el cielo sin dejar pasar los rayos del Sol. Parecía que el día estaba casi tan oscuro como la noche. En algún momento oyeron una vocecita:

— ¡Por aquí, por aquí!

Era un lorito blanco al que decidieron seguir.

— ¡Por aquí, por aquí! —repetía su vocecita medio burlona.

Confiado, los niños siguieron al ave y pronto llegaron a una extraña y maravillosa casa hecha de dulces, galletas y jengibre. Tenían tanta hambre que no se resistieron a comer algunos trozos cuando una viejita salió de la casa y les dijo:

— Hola niños, vengan adentro y tendrán más golosinas y una cama suave para dormir.

Pero la dama amable era en realidad una bruja malvada que transformaba a los niñitos en galleta para luego comérselos. Una vez que entraron a la casa la bruja obligó a Gretel a trabajar sin descanso, y encerró a Hansel en una jaula para que engordara con la intención de comérselo. Cada día la bruja examinaba los dedos de Hansel para saber si estaban lo suficientemente gordos, y Hansel, sabiendo que la bruja tenía mala vista, le mostraba un hueso de pollo en vez de su dedo. Y así pasó el tiempo sin que los niños pudieran escapar de la trampa.

Pero un día, la bruja no quiso esperar más.

— Pon más leña al horno —dijo a Gretel— hoy comeremos a tu hermano con sopa de pollo.

Gretel se enojó y gritó tan fuerte, que la bruja decidió comérsela a ella también.

— Ya niña, si dejas de gritar no me comeré a tu hermano —le mintió— Mejor ve a ver si el horno ya está caliente... comeremos sólo la sopa de pollo.

Pero Gretel adivinó que trataba de engañarla y le contestó:

— ¿Cómo lo hago?
— ¡Niña tonta! —respondió la bruja, y abrió la puerta del horno para mostrarle cómo.

En ese momento Gretel la empujó dentro del horno y cerró la entrada con el pestillo. La malévola bruja gritó horrorizada, pero no podía escapar. La niña se apresuró a liberar a su hermanito y juntos corrieron fuera de la casa de dulces.

En el instante que saltaron la cerca el hechizo que cubría el lugar se rompió. Las golosinas, caramelos y bombones se convirtieron en hermosas aves del bosque. Lo mismo ocurrió con los bizcochos, tortas y rosquillas, que se convirtieron en animalitos felices de verse liberados. Las galletas y obleas, que formaban la cerca de la casa, se transformaron en otros niñitos que habían sido atrapados por el encanto de la bruja.

Los niños abrazaron a Hansel y a Gretel como a grandes héroes por haberlos liberados de su encierro. Cuando la casa de dulces finalmente desapareció —con bruja y todo— quedaron unos cuántos cofres sobre el verde prado del bosque, descubriendo en ellos innumerables joyas y monedas de oro.

Con el fin de la maldición también se fue la eterna neblina del bosque y el Sol brilló en lo alto de un hermoso cielo azulado. El bosque se despejó lo suficiente como para enseñar a los niños el camino de vuelta a sus casas, y así fue como aquel día muchos padres del pueblo se emocionaron al reencontrarse con sus hijos, difundiéndose el misterio acerca de los tesoros que habían llevado con ellos.

Hansel y Gretel volvieron finalmente a su casa. ¡El leñador lloraba de emoción al abrazar de nuevo a sus hijos! Los había estado buscando y temía que hubieran muerto en el bosque. Les explicó que la madrastra, agobiada por la culpa, se había ido de la casa para nunca más volver. Por fin,  reunidos y contentos, su padre les dijo:

— Ahora comeremos una rica sopa de pollo...
— ¡Nooo! —gritaron al mismo tiempo los niños.
— Bueno, bueno... les prepararé un bizcocho.
— ¡Tampoco! —gritaron de nuevo los niños.
— Bueno, pero... ¿qué les gustaría comer? —preguntó extrañado el leñador.
— Una ensalada está bien, papá. —propusieron finalmente.

La familia nunca más pasó hambre ni frío puesto que uno de los cofres que se habían llevado de la casa de la bruja era mágico, y todo lo que se guardaba adentro se multiplicaba por dos, de modo que el cofre nunca estaba vacío, pero Gretel y Hansel no lo sabían.

Fin

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